 EN SU OPORTUNIDAD, Voces del Periodista dejó constancia en sus registros editoriales que, antes de los procesos electorales del pasado 5 de julio, el secretario de Gobernación se asumió como vocero del gobierno de la República, para advertir que la siguiente fase de la “transición política” en México sería la implantación del principio de autoridad, sin explicitar si tal principio ha sido o no observado en las anteriores etapas de ese proceso, si es que existe realmente una evolución democrática más allá de la mera alternancia partidista en el poder presidencial ocurrida en 2000, en cuyo caso sería impertinente mentar la soga en casa del ahorcado.
Como en política no existen las casualidades, vale subrayar que la declaración del responsable de la política interior se produjo cuando en los ámbitos internacional y doméstico, a partir de un análisis de inteligencia militar de los Estados Unidos que catalogó al de México como un “Estado fallido” -equiparándolo al de algunos países orientales que pasan por sangrientas convulsiones intestinas y son catalogados como un peligro para la seguridad nacional de la vecina potencia-, dicha codificación se relacionó de inmediato con la subyacente situación de ingobernabilidad.
Por muy abstracto que pueda parecer el principio de autoridad -sin embargo invocado y materializado a su arbitrio por gobiernos totalitarios-, su vigencia en estados democrático-republicanos deriva per se de la doctrina sustanciada en el régimen constitucional, el cuerpo jurídico emanado del mismo y el entramado institucional que asignan potestades y establecen restricciones en el ejercicio del poder, según la naturaleza de origen, su rango jurisdiccional y su radio de acción. Genéricamente se identifican y condensan esas características en el Pacto Federal. Si mal no se recuerda, el momento más trágico del último medio siglo en que se apeló al principio de autoridad, fue en octubre de 1968, y fue el Partido Acción Nacional, entonces en la oposición, el más pugnaz acusador de priista Gustavo Díaz Ordaz que ordenó el baño de sangre en Tlatelolco.
Es el caso que el principio de autoridad -que debe de acreditarse conforme la ética que obliga en primer lugar al gobierno, si de legal y legítimo se precia; y no se esgrime como petate del muerto de buenas a primera-, saltó abruptamente del simple enunciado a lo que algunos afectados denominan ya la imposición del Estado de excepción, sin mediar una declaratoria expresa de una situación de peligro para la estabilidad nacional, conforme lo prescribe el artículo 29 de nuestra Constitución.
No se trata ahora sólo de gobiernos de los estados que sienten violentada su soberanía política y territorial, so capa del combate al crimen organizado -que no alcanza con la misma fuerza del Estado a ex gobernante que toleraron la fortificación de la delincuencia organizada, a los usufructuarios de los centros de blanqueo de dinero, ni, por ejemplo, a integrantes de la judicatura sospechosos de colusión con los criminales. Como se veía venir desde hace meses, la represión estatal está victimizando ya a luchadores sociales que denuncian, como en Campeche, el abuso en el cobro de tarifas eléctricas; se declaran en resistencia contra obras federales que amenazan su de por sí precario patrimonio, como en Sinaloa; o son abandonados al desgaire por el Poder Judicial de la Federación -cuya prioridad es su veraneo-, en su clamor de justicia por la pérdida de sus niños incinerados, como en Hermosillo, Sonora, etcétera.
Esa tendencia represiva que prefigura el Estado fascista, no se compagina con el discurso pretendidamente dialoguista dirigido a diversos componentes y actores de y en el Estado después de las elecciones del 5 de julio por el presidente de la República, de lo que se colige que la supuesta reconciliación nacional propuesta no es más que una impostura, habida cuenta que lo que se busca es una interlocución selectiva a conveniencia de los intereses de la facción que detenta la presidencia de la República y no de la República misma.
En términos de Teoría del Estado o de sociología política, la única definición que puede hacerse a la luz de los hechos comentados, es la de un gobierno faccioso que, de espaldas a los superiores intereses de la República y de la Nación, se obceca en favorecer a los grupos plutocráticos que montaron los andamios para el encumbramiento de un poder sin autoridad que, por lo mismo, no puede invocar un principio que de suyo le es ajeno.
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