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Edición 271

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Calumnia… que algo queda

Ahí donde existen sentencias judiciales que dejan constancia de inconstitucionalidad e incluso de anticonstitucionalidad en la actuación de los poderes Ejecutivo y Legislativo, que plantean -según recurrentes iniciativas de académicos especializados- la urgencia de fortalecer el control de constitucionalidad y de sanción a la responsabilidad de los gobernantes, es de suyo plausible que la Suprema Corte de Justicia de la Nación sea cada vez más requerida para dirimir diferendos que perturban la convivencia nacional, trátese de litigios entre poderes públicos o entre particulares. A fin de cuentas, las reformas de las décadas de los años 80 y 90 del siglo pasado dejaron claro que la Corte es más un tribunal constitucional que de legalidad.

Desde esa óptica, la Corte federal, como poder político, queda por sus resoluciones sujeta al escrutinio de la opinión pública, aunque muchas veces las expresiones de esta entidad abstracta queden en el ámbito testimonial; sin valor jurídico, ciertamente, pero como motor capaz de movilizar la conciencia cívica de la sociedad, asunto de no poca monta si se la escucha para perfeccionar el funcionamiento de las instituciones de impartición de justicia. Después de todo, el derecho, antes de serlo, es tradición y costumbre, norma empírica por la que transita el buen salvaje hacia la civilidad.

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Los nuevos procesos de comunicación -el propio Poder Judicial de la Federación ha tomado nota de ello, abriendo sus plenos a la audiencia televisiva- permiten saber, a quien se interese en el tema, que los jueces son seres de carne y hueso, expuestos a pasiones y presiones personales, inclinaciones religiosas, intereses y preferencias políticas e ideológicas, etcétera, que fatalmente inciden en la lectura y aplicación de la ley, y en su voluntad valorativa e interpretativa que en no pocas ponencias y sentencias pecan de ambigüedad y hasta de capciosidad, dejando más lesiones que justicia.

Recientemente, la Corte acometió el dictamen sobre un recurso de amparo interpuesto por el diario La Jornada contra la revista Letras Libres, uno de cuyos editores imputó al primer órgano informativo implicaciones en actividad terrorista. No obstante que el texto origen del conflicto contiene acusaciones lapidarias sin el soporte de prueba contundente alguna, acto que configura difamación -materia de la litis-, el ministro ponente prefirió orientar su elaboración hacia el derecho a la Libertad de Expresión, y en esta dirección se produjo la emisión de la mayoría de los votos contra el interés “jornalero”. Como lo señaló atinadamente un experto, el juzgador permutó el grave peso de una acusación sin fundamento, por el valor de una opinión, en cuyo caso indujo el sentido hacia la defensa de la libre expresión. Grave cuestión, cuando el gobierno de la república, adherido a una paranoica tendencia política imperial, legisla afanosamente para penalizar las luchas sociales so capa de prevenir el terrorismo. En esta tesitura, no sólo La Jornada sino cualquier activista contestatario queda en la indefensión y a expensas del primer calumniador que crea contar con la protección de la Corte.

No deja de ser significativo que, entre las partes en pugna, en el directorio de una de ellas -Letras Libres- estén personas vinculadas con una televisora concesionaria reputada por su participación en prácticas monopólicas, arropada en la impunidad, en tanto la contraparte ha ganado el favor del público por su condición de medio independiente en el que encuentran voz los sin voz. Doblemente significativo es el hecho de que se coloque en el centro del debate judicial la Libertad de Expresión, cuando es del dominio público que la empresa relacionada indirectamente impone en su política editorial la censura y la autocensura, al grado de proscribir de su radio de influencia a personajes de la vida pública sometidos a un fascistoide “cerco informativo”.

Voces del Periodista -en cuya agenda de combate está la resistencia a la acción los poderes fácticos- deplora que dos medios de información y análisis deriven sus diferencias conceptuales al pleito judicial, pero más lamenta que el Poder Judicial de la Federación, así sea a petición de parte, tome partido por una privilegiada opción editorial y empresarial, y lo haga en nombre de la Libertad de Expresión, cuyos oficiantes, distantes de los círculos del dinero y el influyentismo, son perseguidos y masacrados en una represión incesante en la que, según investigaciones macizamente documentadas, los agresores en su mayoría están insertos en el poder público. Para esas víctimas tampoco hay justicia.

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