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Edición 250

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editorial

Rojo amanecer

La cotidianidad con la que los mexicanos se enfrentan a la muerte -de ordinario infructuosamente-, y la instantaneidad con la que los medios de comunicación reportan las tragedias individuales o colectivas, en un incesante proceso en que la que una que se presenta en un determinado momento disminuye o desvanece la gravedad de la ocurrida horas antes, dan pie a que el drama humano de México se  diluya en la simple estadística. El vértigo noticioso auspicia, a su vez, que las responsabilidades de los autores directos o indirectos de esos crímenes, ahí donde son absolutamente discernibles y tipificables, queden sin sanción judicial.

 

Es el caso del homicidio industrial que el amargo amanecer del 19  de diciembre pasado cobró la vida de 29 personas y lesiones a otras 52 en la colonia de San Damián, San Martín Texmelucan, Puebla, a causa del pavoroso estallido de un ducto de Petróleos Mexicanos (Pemex) que incendió viviendas e infraestructura de servicios urbanos. Homicidio industrial es el término apropiado, habida cuenta que los riesgos de un siniestro de esa envergadura estaban advertidos desde finales de 2006 y confirmados técnicamente al menos desde febrero de 2007, y sólo la negligencia de la burocracia de la paraestatal hizo posible que la horrenda amenaza se cumpliera.

 

 

PARAEDITORIAL

Resulta hasta ocioso el ríspido diálogo que, cuando aún el terror paralizaba a la comunidad texmeluqueña, sostuvieron el gobernador Mario Marín Torres y el alcalde Noel Peñaloza Hernández, el primero recordando que días antes había recomendado al munícipe tomar providencias sobre el potencial peligro en las instalaciones petroleras y el segundo contestando que había ordenado hacer recorridos de reconocimiento en el tramo después siniestrado, sin poder ir más allá en acciones cautelares dado el carácter federal de la empresa cuestionada.

 

En abono de los funcionarios locales, puede afirmarse que, si son responsables de la protección civil, la capacidad logística de un limitado gobierno municipal no tiene el alcance técnico para impedir desenlaces de la dimensión que alcanzó el siniestro comentado. Investigaciones periodísticas dieron cuenta de que personal especializado de Pemex había informado a diversas instancias de la dirección general sobre la existencia de mil 200 daños y 168 fallas que incidían en errores de operación de la red de transporte y distribución, sólo en el tramo de San Martín, Puebla, y Venta de Carpio, Estado de México, hipótesis que -en principio- desacreditó la sospecha de que fue la ordeña de los ductos el factor que desencadenó el desastre, en cuyo caso debió ser la propia paraestatal la que asumiera medidas precautorias, tomando en consideración antecedentes que hablan de que las bandas criminales que se dedican a la extracción ilegal de combustible tienen cómplices en el interior del aparato de seguridad de la compañía.

 

Hace verosímil esa especie, la actitud de la propia dirección  general de Pemex, a cargo de Juan José Suárez Coppel, quien, aún sin contar con los peritajes definitivos sobre las causas del siniestro, se apresuró a ofrecer indemnizaciones a las víctimas que, de entrada, calculó en 500 millones de pesos; como si la reparación de daños materiales salvara a la empresa de la responsabilidad por la incuantificable pérdida de vidas humanas. Una confesión de parte a la que no harían falta mayores pruebas; que las hay, no sólo en San Martín Texmelucan, sino en otros sitios en que frecuentemente se registra ese tipo de siniestros, según consta en las denuncias que año con año hace cada 18 de marzo la dirigencia sindical.

 

Como en los casos de las tragedias de la mina de Pasta de Conchos, en Sabinas, Coahuila, y la de la guardería ABC, en Hermosillo, Sonora, entre otras, la impunidad es el santo y seña que recordará ese crimen que, ya para la primera semana de enero, pasaba al inventario de los episodios anecdóticos que exhiben a México como un Estado sin ley y, por supuesto, sin justicia.

 

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