Recuérdese que, una semana antes de aquella aciaga jornada dominical, la atmósfera electoral se había violentado con el asesinato de los estrategas de campaña de Cárdenas Solórzano, Obando y Gil, que después se supo por protagonistas del momento fue encomendado por Salinas de Gortari al jefe del Cártel del Golfo, Juan García Ábrego, a cambio de respetar y ensanchar sus plazas de operación, y, la misma noche del 6 de julio, el propio Cárdenas Solórzano y otros dos candidatos presidenciales, Manuel de Jesús Clouthier del Rincón y doña Rosario Ibarra de Piedra, se habían concertado para rechazar los resultados de la votación, denunciando el fraude electoral. Al tiempo se sabría que, desde los primeros días de aquel “terremoto”, el PAN, traicionando a
El Maquío, pactaría con Salinas de Gortari la
alianza estratégica, que empezó a sedimentarse en las llamadas
concertaciones postelectorales.
Casi 21 años después, víspera de las elecciones federales intermedias y de cambios de gobernaciones en algunos estados, De la Madrid vuelve a estremecer el tinglado público con revelaciones hechas a la colega Carmen Aristegui, en las que saca a balcón la profunda descomposición del sistema político mexicano, en cuyo centro de gravedad aparece el malhadado Salinas de Gortari. Nada de lo dicho por el ex presidente, sólo la oportunidad con que lo hizo, sobre el enfangamiento de la política mexicana, es nuevo. Al menos
Voces del Periodista no ha cejado en documentar sistemáticamente el hoyo negro en que el neoliberalismo ha sumido a la República.
Lo que llama la atención sobre ese tema, es que la conmoción de la vida pública de México la hayan provocado con sus confesiones, con De la Madrid, otros dos personajes de la política francamente impresentables: Carlos Ahumada Kurtz, un filibustero argentino, y el tabasqueño Roberto Madrazo Pintado, de cuyo ascenso a la presidencia del PRI, la también ex dirigente nacional de este partido y actual senadora por el mismo, María de los Ángeles Moreno, denunció en su momento como obra de la “delincuencia organizada”.
Menos atención se ha puesto, pese a la acuciosa y seria investigación documental que han hecho, por ejemplo, otras dos figuras del periodismo y la academia, Martha Anaya (
1988: Año en que calló el sistema) y José Antonio Crespo (
2006: Hablan las actas), que ponen en evidencia el grado de complicidad, cinismo e impunidad a que el grupo dominante de la política mexicana ha llevado el sistema electoral, para perpetrar y perpetuar el régimen de opresión durante ese trágico ciclo, que culmina con la implantación de la supremacía de los poderes fácticos -entre ellos el de la droga y los medios electrónicos- sobre el Estado nacional.
Tope en ello, lo rescatable de este nuevo y acertado capítulo de la tragicomedia mexicana, es que, como en martes de carnaval, los bufones mucho tiempo embozados se quitan las máscaras, pero lo doloroso, y bochornoso, de esa ópera bufa, es que sus revelaciones se transforman en un cínico festín circular, sin que haya autoridad, ni moral ni política, mucho menos judicial, que se atreva a tomar de oficio la averiguación de los crímenes denunciados para intentar su castigo.
No existe esa autoridad porque, como lo demuestra José Antonio Crespo en su obra, la presidencia de Felipe Calderón es producto de una actuación jurídicamente sospechosa del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que operó sobre información y dictámenes del Instituto Federal Electoral, a la que añadió sus propias omisiones o desviaciones. Esperar que tome el toro por los cuernos la Fiscalía Especial para Delitos Electorales de la Procuraduría General de la República, es pedirle peras al olmo, cuando el titular de la PGR, subordinado de Calderón, Eduardo Medina Mora, por otra causa, está en tesitura de arresto administrativo por desacato a mandato de juez federal.
Esa es la penosa realidad de nuestra vida pública, en la que no se ve quién pueda cerrar por fueras las celdas penitenciarias de este atribulado México. La Dinamarca
shakesperiana se nos ha quedado chiquita.