Sociedad del miedo
MARIO MARTINI
¿A usted le preguntó Felipe Calderón si estaba de acuerdo en ir a una guerra desconocida, ajena, brutal, sin límite, absurda, mal planeada e injusta para millones de mexicanos que cantamos un himno bélico que no entendemos (Masiosare le puso por nombre a su hijo) pero que vivimos en paz desde hace unos 100 años?
El gobierno mexicano, unilateralmente, decidió apostar todo o nada a la guerra contra el crimen organizado (hay analistas que la ven como una simple lucha, pues no cumple con los preceptos constitucionales para ser una guerra propiamente dicha; los muertos , la crueldad en los teatros de combate, la violación a la soberanía popular y garantías individuales, dicen lo contrario. Poco importa que la voz del pueblo sea, en efecto, la voz de Dios.
¿En su personalísima decisión, valoró el presidente los daños sociales colaterales de esta conflagración? Hoy un comerciante o productor de alimentos medianamente próspero, al corriente en el pago de sus impuestos, paga derecho de piso a los criminales para que lo dejen respirar un mes más; una madre de Juárez le escupe a la cara la muerte de su hijo; valores intelectuales o científicos sucumben bajo las balas criminales…
Saque sus conclusiones sobre tal injusticia: según estadísticas oficiales del Consejo Nacional contra las Adicciones menos de 400 mil personas son adictas a las drogas, el 0.4 ciento de la población total estimada en poco más de 100 millones de personas ¿Vale la pena arriesgar la tranquilidad de una nación por unas pocas manzanas podridas? Definitivamente no, pero el trasfondo del asunto está por supuesto en otros rumbos profundos y complicados, que tienen que ver con el dark side del ser humano.
Desde la fría arista estadística, la lucha o guerra contra el narcotráfico no tiene justificación existencial ninguna. La tiene, eso sí, desde la visión del poder: cifras extraoficiales calculan que el tráfico de marihuana, cocaína, metanfetaminas, etc., alcanza actualmente en México unos 100 mil millones de dólares anuales, lo que sugiere que los consumidores no confesos son geométricamente más, muchos más, que los oficialmente registrados por Conadic.
En entrevista reciente con Joaquín López Dóriga, Janet Napolitano, secretaria de Seguridad Nacional estadounidense, descartó la legalización como vía para solucionar pacíficamente este flagelo que tiene arrodillada a la nación mexicana. ¿Cuáles son las razones de Napolitano, que parecen ser también las de Obama? Una de ellas, fundamental sin duda, es el valor del mercado de las drogas en Estados Unidos y Canadá: entre 800 y 900 mil millones de dólares al año, cantidad bárbara que permite a los criminales tener ejércitos bien entrenados, armados y adiestrados en técnicas de terrorismo, arma eficaz del crimen organizado.
Lo que ocurrió el martes 16 de febrero en el último desfile del carnaval mazatleco fue la reacción al miedo en ebullición con el que vivimos los mexicanos desde que Calderón decidió de motu proprio apretar al tráfico de drogas, sin considerar los efectos sociales de una guerra sin estrategia. Usted pensará que el presidente no tuvo otra salida -y no estará del todo equivocado-, pues Estados Unidos ordenó el combate cuerpo a cuerpo en países productores y de tránsito, so pena de "descertificarlos", aplicarles castigos financieros o penalidades diplomáticas. Calderón no tuvo más remedio que obedecer y ofrendar la vida de policías, militares y gente inocente, bajo la promesa de recibir cuatro mil millones de dólares -de los que solamente ha recibido menos de 400- como apoyo generoso a esta matanza civil.
Agoreros del desastre
Mientras Barack Obama no trace la política continental de legalización y control de la producción de drogas -que parece no hará, según se infiere por las declaraciones de Napolitano-, seguirán amaneciendo colombianos y mexicanos sobre banquetas ensangrentadas, cabezas con cuerpos desmadejados a kilómetros. En este terrible escenario, sicólogos y sociólogos advierten el peligro de que la gente aterrorizada termine por ceder el espacio público a la delincuencia. Ya no seremos libres nunca más, pues viviremos en ciudades "blindadas", tendremos vacaciones "blindadas", seremos "ciudadanos blindados", como si se tratara de celebrar una fiesta en el patio "blindado" de cualquier penitenciaría, con barda perimetral, alambradas electrificadas, torreones de vigilancia y guardias atemorizados en espera de una agresión que posiblemente no ocurrirá pero cumplirá con el propósito de mantener con miedo al pueblo, que ya no carnavaleará con el desenfado de siempre. Algunos apologistas de la violencia, inútiles para convencer con proyectos y compromisos políticos sólidos, proyectan esa prisión, tomadas las ciudades, pueblos, ágoras, por la guerra. ¿Qué va a pasar en Semana Santa en sitios de recreación turística, donde anualmente se reúnen miles de vacacionistas nacionales y extranjeros? Vamos a ponernos el traje de baño y, con miedo hasta el tuétano, tendremos vacaciones en "paraísos naturales blindados", fácilmente burlados por una moto con escape de metralleta o lista su gente para la estampida al grito anónimo de ¡hay viene el lobo…!
Dos elementos efectivos del terror son la amenaza y la sorpresa, aplicados con éxito en el atentado a las Torres Gemelas. Igual que los neoyorkinos, los mazatlecos no saldrán más a sus festejos públicos con el atávico desenfado con el que celebran la vida hace más de un siglo. Recobrar la ecuanimidad dependerá de lo que políticos, partidos, maestros, religiosos, periodistas, guías morales y, por supuesto, gobierno hagan para devolver la paz a un pueblo que ignoraron a la hora de decidir ir a pelear una guerra que a los mexicanos no corresponde pelear.
Lo ocurrido el martes en el puerto mazatleco confirma la indefensión del pueblo mexicano, el terror que penetró en el tejido social, sometido bajo fuego cruzado del supremo gobierno y el crimen organizado. Un grave error sería ceder la plaza a los criminales, aunque la cuota a pagar sea alta y dolorosa.
Afectado de una bronquitis parcialmente controlada, escuché las crónicas de la histeria colectiva de miles de mazatlecos, comprobé el infundio de una masacre, y decidí, con el pecho apretado, bufanda al cuello, penicilina de sobra en el organismo y zapatos danzoneros, bajar de mi Torre de Babel a tomar la posición que me corresponde en Olas Altas, como lo debieron hacer los mazatlecos que huyeron en estampida y otros que hace muchos años abandonaron el exceso seductor de la carne y eliminaron de su vida el desenfreno maravilloso de los sentidos. ¡No hay que entregar la plaza!
Terror, arma eficaz del crimen organizado
Hay una baladronada de la pendencia y el abuso que aplica a los tiempos modernos: "con el miedo que me tengas, basta...". Alguna vez, Manuel El cochiloco Salcido -preocupado por "la difamación que de su honra" hacían algunos periodistas (lo acusaban de crímenes ramplones, comunes y viles, vergonzantes y atroces), buscó a los comunicadores a quienes había agasajado en convivios generosos, los subió a su Marquis blindado y los llevó con rumbo a la desolación. No había intención de dañarlos sino simplemente infundirles miedo para siempre, tatuarles el alma de por vida. Al momento de vendarles ojos, amarrarles pies y manos y tirarlos en el piso del vehículo, echó a andar la maquinaria del terror. Alguno de los periodistas aflojó cuerpo, epiglotis y esfínter y dejó escapar por el mofle comida digerida y olores insoportables. El jefe ordenó detener la marcha del vehículo, cortó de un tajo las cuerdas de los pies y a empujones los internó en la crecida vegetación. Ordenó que le llevaran un galón de gasolina -"único remedio para malos olores", dijo- e hizo los preparativos para una pira humana; los roció con el líquido, quitó las vendas de los ojos y enloquecido acercaba la llama de un encendedor Vic, de los que "no saben fallar". Los reporteros desmayaron el cuerpo, pidieron clemencia, rogaron por el perdón. Al borde del pánico, el narcotraficante abrió la mandíbula de la que salió diabólica carcajada: "es Pinol pinchis…Y ya se cagaron… Nomás con el miedo que me tienen basta…" Los dejó desnudos, olorosos a estiércol propio y pinol. Jamás volvieron a ejercer la profesión porque jamás superaron el trauma de morir ardiendo de miedo y dolor
Cuando el río suena...
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