LOS ASALTOS DE LA MEMORIA
EL QUE MURIÓ POR IR A UN VELORIO
Fray GARAMBULLO
Allá por los años setenta del siglo pasado, cuando era un estudiantillo de derecho en la UNAM, cursaba la materia optativa de medicina legal en el anfiteatro del Servicio Médico Forense del D.F. (en la colonia Doctores de la Delegación Cuauhtémoc que me vio nacer), y mientras destazábamos cadáveres de fiambres desconocidos y aprendíamos a investigar las causas y circunstancias que habían dejado a algún cristiano en calidad de “carne fría”, corría una leyenda costeña, de un pescador que asistió a un velorio para despedir a un compa y terminó como el difunto, en la tumba. Aclaro que el asunto tiene, a mi entender, tintes de jocosidad y drama macabro más propios de una conseja que de una anécdota de la vida real, pero así pasó de boca en boca este rumor social.
En un pequeño villorrio costero veracruzano se llevaba a cabo el velorio de un pobre pescador, hombre que irónicamente no falleció ahogado, ni víctima de las feroces fauces de un tiburón, sino ahogado de borracho y de tremenda congestión alcohólica; en la humilde choza se reunió buen número de familiares, amigos y vecinos para “acompañarlo hasta su última morada”, con rosario al calce, chismorreo, alabanzas sobre lo bueno que era en vida, y lo mejor de todo, el cafecito con piquete, ese que tiene más piquete que café y corre a raudales de forma gratuita.
Las plañideras, antigua costumbre de algunas zonas mexicanas que consiste en contratar damas que lloran profesionalmente al difunto mediante un pago razonable o tarifa fija, estaban en plena labor, lanzando gritos y gimoteos entre rosario y rosario de las clásicas mochas acomedidas que no faltan. Alrededor del cadáver debidamente amortajado y humildemente expuesto sobre un petate (allá la pobreza no permite un ataúd ni siquiera de ocote), hallábanse parientes, viuda, hijos, compadres, compañeros de oficio, parientes, vecinos y gorrones, muchos gorrones, quienes le entraban con gran mexicana entrega al piquete sin café, destacándose allí las presencias del tuerto, el cojo y el enano del pueblo, a los que los habitantes apodaban cariñosamente “Los Tres de la vida airada ”.
Alrededor de las nueve de la mañana siguiente, cuando ya el cadáver tenía más de 16 horas de haber entregado el equipo, de haber chupado faros e irse a calacas por vía de chiras pelas, su cuerpo comenzó a mostrar los efectos del calor húmedo de la costa, realizando algunas leves pero notorias contracciones, cosa que hizo entrar en pánico a las plañideras, las del rezo y a los de la guardia de honor en turno. De inmediato hubo gritos y aspavientos: ¡Se está moviendo el difunto!, ¡Está reviviendo el cadáver! Y todos a correr despavoridos, chicos y grandes salieron como almas que lleva el diablo,
los ancianos parecían tener alas en los reumáticos pies y hasta el cojo local demostró capacidad volátil y garrochística con sus viejas muletas.
Hubo empellones, codazos, maldiciones, conmoción y estampida a lo “¡sálvese quien pueda! ¡Vieja el último!” El pobre enano y el invidente tenían todas las de perder en este maremagnum causado por el pánico. Ello obligó al diminuto fenómeno a pensar con gran rapidez, no por nada tenía esa desproporcionada cabezota que parecía calabaza de Halloween; al ver la estampida humana, se trepó a una silla de palma que estaba a la entrada de la vivienda, a la espera de algún alto y fuerte cristiano que pasara junto a él.
Y así fue, tocó la suerte a un pescador delgado pero alto como una garrocha, pasar junto al enano ensillado; el pedazo de hombre se lanzó a la espalda del sujeto y se pescó del cuello del mismo, logrando salir ileso de esa debacle en que terminó el velorio.
Lo peor del caso es que a unos diez metros de la choza, el “caballo humano” habilitado por el sotaco, cayó fulminado en lo que parecía un simple desmayo por terror máximo, mandando a la pobre muestra de hombre a dos metros más allá del empedrado de la calle, dándose un tremendo porrazo que hasta le sonó la chirimoya como piñata sin fruta. El enano sacó algunos raspones, magulladuras y un chipote tamaño mango manila, sin embargo el individuo que le había servido de pasaporte al exterior de la choza había muerto instantáneamente del gran susto, un paro cardiaco le había fulminado; tal vez en su loca huída creyó que el muerto se había levantado del petate y le tomó del pescuezo. Cierta o no, esta historia del deudo que terminó difunto corría de boca en boca, como muchas otras, en la morgue capitalina bajo la mortecina luz de las lámparas y el olor a formol. Y todo a causa de un cadáver que comenzaba a descomponerse por el calor y la humedad del lugar, y de un enano de reflejos rápidos que buscaba salvar su pellejo. Así son las cosas de la vida…Y de la muerte.
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