CUANDO MI HERMANO ABEL Y YO nos instalamos aquí en la Casa o Posada del Periodista, yo venía muy triste porque siempre fui autosuficiente y tuve una temporada de “Gran Señora” y sentía que al llegar aquí el mundo se me caía encima. ¡Que equivocada estaba! La felicidad no está en el dinero, ni en la cultura que tengamos, está dentro de nosotros mismos ¡Cuan poco es lo que nos da felicidad! Si ahora estoy escribiendo esto es porque recuerdo mucho a mi hermano Abel que parecía enemigo de su casa y siempre andaba en la calle o leyendo su periódico.
MURIÓ EN ABRIL DEL 2015. Si no traía en la bolsa aunque fueran 50 pesos se ponía de mal humor, entonces se iba a la Alameda de Santa María la Ribera a ver jugar a los niños (Ya tenía cien años) Eso le alegraba mucho y llegaba muy fortalecido a casa. De manera que, cuando tuvimos que hospedarnos a la Posada del Periodista, al principio se sentía triste y solo, pero después me decía: “Viejita…hace tiempo que no me sentía con tanta armonía”. Ya no soy fácil de convencer, pero sí le creía.
Ahora les voy a contar lo que me tocó vivir a mí estando ya instalada en la Posada del Periodista y que me quitó la tristeza. Va de cuento.
Una tarde salí del Club de Periodistas y caminando sobre la calle de Filomeno Mata, al llegar a la calle de Tacuba, caminé sobre esta calle y al llegar a Motolinía, me encontré con un espectáculo alegre y divertido que de inmediato me quitó la pesadumbre que llevaba, pues en toda la calle muchachas y muchachos, cual menos, arrojaban de unas cubetas agua jabonosa sobre la calle, en la banqueta y dentro de los establecimientos comerciales y, con esas escobas, tallaban los pisos al ritmo de la música que se escuchaba.
Contagiada por su alegría y viendo en el aparador las pantuflas que yo buscaba, grite a todo pulmón: “Hey muchachas…a quién le digo que me muestre unas sandalias que quiero? Siendo de inmediato levantada en sus brazos por dos muchachas que, sin preguntarme nada me sentaron en una banca acojinada. Desde ese lugar les señalé las pantuflas y de inmediato me las dieron.
Me las probé, pagué y abastecida con mis pantuflas me llevaron otra vez en sus brazos y me colocaron al lado de un joven cilíndrelo que estaba tocando “Morir Soñando”, melodía predilecta de mi mamá que me hizo sentir su presencia y…la tristeza…se me había ido. Por eso ahora escribo esto para que vean cuan furtiva es la felicidad. Ahora tengo 95 años de edad.
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