UN CLASICO ESPAÑOL CONCLUYÓ, en un análisis político-filosófico: “Cuando un Estado muere, no se requiere autopsia: Murió por suicidio”.
DESDE MEDIADOS del sexenio de Felipe Calderón, fuentes de Inteligencia de las Fuerzas Armadas estadunidenses empezaron a filtrar a los medios una codificación de México como Estado fallido.
La intencionalidad de esa filtración se vio confirmada cuando Washington designó al cubano-norteamericano Carlos Pascual como embajador en México.
Carlos Pascual era reputado como especialista en “Estados fallidos” después de haber transitado con carnet diplomático por países de Europa Oriental y Medio Oriente. El gobierno mexicano le otorgó el beneplácito.
El trato entre Calderón y Pascual hizo crisis cuando WikiLeaks divulgó cables confidenciales del embajador, dirigidos al Departamento de Estado, en los que criticaba la ríspida relación entre el Ejército y la Marina Armada de México en sus misiones policiales enmarcadas en la guerra calderoniana contra el crimen organizado.
Eran los momentos más graves de la aplicación de la Iniciativa Mérida, impuesta por George W. Bush a México desde la gestión de Vicente Fox.
El asunto Pascual fue allanado por Barack Obama, quien concedió el retiro del embajador a petición del presidente mexicano. No se trata, ese, de un tópico episódico en las tensas relaciones bilaterales México-estaunidenses, ni se abona a la “fatalidad geográfica”.
Es la constante de la arrogancia imperial que, históricamente, ha considerado a México como patio trasero, humillante condición aceptada por los gobiernos neoliberales a partir de la presidencia de Carlos Salinas de Gortari.
El tema se coloca en la orden del día ahora que se observa un desconcertante viraje en la actitud de Obama: Mientras procura la reconciliación con Cuba, las maneras de Washington hacia el gobierno de Enrique Peña Nieto han pasado de la seda al arsénico.
Es de suyo preocupante que, en el marco de las campañas presidenciales de los Estados Unidos -como si el poder norteamericano estuviera rechinando de limpio-, los dos principales contendientes, la demócrata Hillary Clinton y el republicano Donald Trump, privilegien en su agenda a México, no como el buen vecino, sino como costal de gimnasio boxístico.
Que lo hagan candidatos que pretenden votos a toda costa y a todo costo, se explica. Más difícil es entender que, desde la propia Casa Blanca, se hayan abandonado las formas diplomáticas y, un día sí y otro también, se zarandee al gobierno de Peña Nieto. Es sabido que, en esos menesteres, “la forma es fondo”.
Dos momentos recientes documentan esa manifiesta hostilidad: El informe del Departamento de Estado sobre la situación de los Derechos Humanos en el mundo, en cuyo capítulo referido a México se listó un catálogo de crímenes imputados al Estado mexicano.
Una semana después, voceros del gobierno estadunidense hicieron pública su felicitación al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión de Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), por sus investigaciones sobre los 43 de Ayotzinapa, tarea en la que esa delegación ha puesto en evidencia la verdad histórica que sobre esos terribles sucesos pretendió implantar la Procuraduría General de la República.
No es fortuito, de otro lado, que en recientes semanas las agencias calificadoras en materia de finanza y deuda más acreditadas en Nueva York, estén emitiendo notas negativas contra el gobierno central y de algunos entes del Estado, particularmente Petróleos Mexicanos (Pemex),
Para decirlo pronto, hace dos semanas Standard & Poors expresó su desencanto por el fracaso de las reformas peñistas “que no dieron lo que se esperaba de ellas. En su implementación, algo se perdió”. Para esa agencia, “nuestro énfasis ha cambiado”. (Peor aún) “Ya no podemos esperar reformas importantes”.
Desde el punto de vista político-diplomático, como desde el punto de vista económico-financiero, parecen escucharse los responsos anticipados al gobierno que no supo administrar el mexican momento.
Ni modo de refugiarse en la teoría de la conspiración. Cuando José López Portillo lanzó el primer Plan Global de Desarrollo (PGD), desde su introducción se expresó que en la crítica situación de México no era admisible buscar chivos expiatorios en los factores externos. Se exigió entonces revisar los factores internos en los que se incubaba la catástrofe.
A partir de entonces, los sucesivos planes sexenales de Desarrollo han puesto el acento en los imperativos de eficiencia, eficacia y sobre todo, el de control. Por control, se entiende el escrupuloso manejo del gasto público. Del texto a su aplicación distan años luz.
No hay manera de refugiarse en la teoría de la conspiración en lo que parecería una orquestada ofensiva contra la soberanía de México. Sucede que, entre los fallos del actual gobierno, está no haber podido diseñar y practicar una diplomacia a la altura de la que ejercieron todavía hasta principios de los ochenta los gobiernos priistas.
Resulta deplorable que en la última visita del Presidente a Alemania y Dinamarca, los gobernantes anfitriones hayan antepuesto a otro tipo de temas, su oferta a México para revertir la situación de violencia de la que es víctima la sociedad mexicana entera.
En 2015, los más importantes medios británicos empezaron a sepultar el optimismo que los animó en la primera mitad del sexenio de Peña Nieto. En las columnas de uno de ellos se escribió: Peña Nieto no entiende que no entiende. En ese retruécano está el Talón de Aquiles del actual gobierno. Lo peor es que no hay voluntad de rectificación. Que pena.
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