En los últimos tiempos, y probablemente desde el establecimiento del sufragio universal, los presidentes electos han violado o roto sistemáticamente sus promesas al electorado.
Este artículo empieza recordando las promesas del presidente saliente, Barack Obama y del presidente electo, Donald Trump. Luego examinaremos las razones por las cuales la retórica populista y las promesas de paz y democracia que siempre se escuchan en las campañas se abandonan en cuanto el ganador nombra los miembros de su gabinete, comprometidos con políticas dictadas por las élites, militaristas y autoritarias, muy lejos de las expectativas de los electores.
Obama: Estilo y sustancia
Barack Obama, como todos los demagogos, prometió a los votantes estadounidenses que pondría fin a la ocupación militar de Irak, cerraría el campo de concentración de Guantánamo, acabaría con la tortura y el secreto oficial, defendería las libertades civiles, protegería a los poseedores de hipotecas estafados por los banqueros de Wall Street, aprobaría una verdadera reforma de la sanidad y elaboraría un procedimiento para que los trabajadores inmigrantes indocumentados y sus familias pudieran acceder a la ciudadanía.
Por encima de todo, Obama promocionó la idea de que era “el histórico presidente afroamericano” encargado de la tarea de cumplir las promesas de la revolución de los derechos civiles. Obama se dirigió a los activistas de los derechos humanos y civiles y les prometió poner fin a la violencia racial y la desigualdad. Prometió acabar con las violaciones de las libertades individuales por parte del Estado.
El “histórico presidente negro”: Una cantidad de promesas rotas sin precedente
Todos los presidentes, en mayor o menor grado, han quebrado sus compromisos electorales. Pero Barack Obama ha roto en sus dos mandatos más promesas y de mayor calado que cualquiera de sus predecesores. Su administración tenía por costumbre realizar promesas a sus seguidores para luego revisarlas inmediatamente y dar marcha atrás. Cada una de sus promesas de reforma social, atención sanitaria y política exterior basada en la diplomacia y el respeto solo sirvieron de preludio a la imposición de nuevas políticas más regresivas y nuevas guerras.
Su record es evidente: durante los ocho años de su presidencia, Obama rebajó las expectativas de todas las circunscripciones populares a las que cortejó y sedujo durante las campañas. ¡Nueve de cada diez estadounidenses negros votaron por Obama en ambas campañas! A pesar del abrumador apoyo de los afroamericanos, aumentó la desigualdad de ingresos entre trabajadores blancos y negros, aumentó la violencia policial letal contra afroamericanos y se multiplicaron los ataques de paramilitares blancos, incluyendo la quema de iglesias afroamericanas. Los afroamericanos acusados de delitos no violentos relacionados con las drogas (traficantes y consumidores) han sido encarcelados a un ritmo mucho mayor que sus homónimos blancos, mientras las gigantescas élites farmacéuticas y los médicos que prescriben narcóticos que estimulan la adicción a los opiáceos recaudaban unos beneficios cada vez mayores con total impunidad.
Obama continuó o comenzó siete guerras y docenas de operaciones violentas clandestinas, superando a su predecesor, el presidente George Bush hijo. Sus guerras provocaron la mayor cifra conjunta de africanos, árabes, asiáticos meridionales y europeos orientales desposeídos, heridos y asesinados de la historia mundial.
Obama transfirió 2 billones de dólares del Tesoro estadounidense para rescatar dos docenas de bancos de Wall Street, que a continuación siguieron ejecutando las hipotecas de 3 millones de viviendas de la clase trabajadora, en oposición a su retórica de campaña.
Las principales corporaciones multinacionales consiguieron ocultar más de dos billones de dólares de beneficios en paraísos fiscales del extranjero. El presidente articuló en alguna ocasión una “crítica retórica edulcorada” contra los evasores de impuestos de las grandes corporaciones mientras seguía fiscalizando a los sobrecargados trabajadores, cuyos niveles de vida no paraban de caer.
Los militaristas corrompieron la administración Obama al completo hasta un punto no visto desde que los belicistas Harry Truman y Winston Churchill iniciaron cínicamente la Guerra Fría.
Obama practicó la política de rodear a Rusia de bases militares de EE.UU. y la OTAN asentadas por doquier, de los nuevos satélites bálticos estadounidenses a los Balcanes, del Mediterráneo al Cáucaso.
El régimen Obama financió los golpes de Estado violentos y las iniciativas sangrientas de “cambio de régimen” en Ucrania, Siria, Somalia, Libia, Honduras y Yemen, con resultados devastadores para millones de personas desplazadas y destituidas. Ningún otro señor de la guerra, pasado o presente, puede igualar la miseria y el caos sembrados por el régimen de Obama.
El don de lenguas de Obama
Obama, siempre camaleónico, hablaba con diferentes acentos y cadencias a las diferentes audiencias: a los jóvenes les hablaba en la jerga juvenil, se comunicaba con raperos, estrellas del baloncesto y del béisbol y famosos del cine. Con las damas negras que asisten a la iglesia, este graduado de la elitista academia Panahou y la Escuela de Derecho de Harvard, nacido y criado en Honolulu, adoptaba un acento baptista sureño, completamente ajeno a la forma de hablar de su madre y su abuela. Cuando se dirigía a los sofisticados peluqueros de perros de Chicago y a sus seguidores del sector de las finanzas, volvía a hablar con una seriedad profunda bien modulada.
Su lenguaje estaba lleno de eufemismos: el famoso pivote hacia Asia suponía un agresivo y peligroso cerco marítimo y aéreo a China, con la intención de paralizar la mayor economía asiática.
Mientras hablaba de protección al medio ambiente y derechos de los trabajadores, presionaba para lograr el Acuerdo Transpacífico de libre comercio que otorga a las corporaciones multinacionales el poder de devorar los derechos laborales o las regulaciones ambientales.
También había prometido con tono firme proteger el acceso de los nativos americanos a sus tierras tradicionales, sus fuentes de agua y sus lugares culturales, comunitarios y religiosos. En la práctica, protegió los grandes proyectos de gasoductos y oleoductos que invadieron las tierras indígenas con una brutal policía militarizada y guardias de seguridad privados, que golpearon y encarcelaban a los activistas por la justicia social y amenazaron a los periodistas.
Obama ha reforzado los existentes operativos de vigilancia de la policía estatal a pesar de que violaban derechos constitucionales y ha impuesto una ampliación del control policial, especialmente contra los denunciantes de abusos (wistleblowers). Al mando de una de las administraciones más herméticas de la historia, es el presidente que ha perseguido, destruido y encarcelado más funcionarios heroicos, por el “delito” de sacar a la luz delitos del Estado contra la ciudadanía. Ha hecho ostentación de las leyes federales que garantizan la protección de dichos denunciantes mientras aterrorizaba al sector público, desmoralizando a lo mejor de nuestros funcionarios.
Donald Trump: Promesas electorales y traiciones poselectorales
Decidido a superar las promesas rotas del presidente Obama, el presidente electo Trump rápidamente renunció a su campaña retórica de “drenar la ciénaga” de Washington y abrazó a sus “acérrimos enemigos” con el fervor de una cortesana experta. Los políticos republicanos tradicionales, empresarios y ocupantes de Wall Street, inicialmente opuestos a “Donald”, se han subido al carro y se han lanzado a sus brazos.
Trump ya ha roto las principales promesas que realizó en campaña a sus electores. Al tiempo que anunciaba que no “encarcelará” a Hillary Clinton por sus actividades relacionadas con la Fundación Clinton cuando estaba en el poder, ha alabado su valor e integridad. Después de ser elegido, incluso ha condescendido con el antiguo presidente Bill Clinton, el del “escándalo sexual del despacho oval”. Puede que Trump haya cambiado de opinión respecto a la corrupción y los delitos de los Clinton, pero su masa de seguidores no lo ha hecho.
Trump alabó públicamente a Hillary Clinton a cambio de su decisión inicial de no enfrentarse a su victoria y “transición” electoral. Sin embargo, su utilización de la candidata del Partido Verde Jill Stein para oponerse al conteo electoral y las acusaciones de la CIA y el Partido demócrata de la conspiración Rusia-Trump-FBI para influir en la campaña puede forzarle a revisar su decisión cuando de la ciénaga parecen surgir maniobras para dar un golpe de Estado palaciego.
Ha continuado con sus negocios privados, a los que prometió renunciar, para consternación de sus leales activistas de base.
Con la elección de los principales miembros de su gabinete, Trump ha lanzado señales contrapuestas: rompió sus promesas respecto a sus políticas económica, diplomática y exterior al nombrar o considerar el nombramiento de varios políticos representativos del ala republicana más convencional para ocupar puestos importantes, incluyendo a un vocal crítico como representante ante la ONU. El ala mayoritaria de los republicanos despreciaba a la masa electoral que apoyaba a Trump. Pero también se ha rodeado de consejeros delegados del sector empresarial más orientados al mercado y menos militaristas que los típicos políticos del establishment demócrata y republicano.
También ha mantenido su promesa electoral de proteger el comercio y la industria estadounidenses, favoreciendo una política comercial con Rusia y pretendiendo negociar acuerdos de comercio más ventajosos con el presidente chino. Ha anunciado el nombramiento del consejero delegado de Exxon, Rex Tillerson, como secretario de Estado, una decisión claramente encaminada a finalizar las sanciones contra Rusia, que habrían cerrado las puertas de ese enorme mercado a las empresas y los gigantes de la energía estadounidenses.
Ha apelado directamente a la masa claramente partidaria de Israel, prometiendo “hacer pedazos” el acuerdo nuclear con Irán, muy impopular entre los judíos estadounidenses e israelíes militantes. A pesar de decir que era “el peor acuerdo de la historia de EE.UU.”, parece haber dado el “visto bueno” a los intereses de las grandes compañías de gas y petróleo, encantadas de firmar contratos multimillonarios con Teherán, y al gigante aeroespacial Boeing para que venda una nueva flota de aviones de pasajeros a Irán.
La demagogia electoral no es solo el triste patrimonio de Obama. La quiebra de las promesas es “la tónica dominante” de todos los presidentes demócratas y republicanos. El engaño y el lenguaje populista falso son moneda corriente porque es lo que exige la democracia capitalista a sus representantes políticos.
Las bases estructurales de la democracia capitalista
En las democracias capitalistas, los presidentes simulan dirigirse al “verdadero pueblo” mientras trabajan hábilmente a favor de los intereses de los grandes capitalistas y banqueros.
Cuando la “democracia capitalista” se ve amenazada y desacreditada, entra en acción la búsqueda de demagogos populistas. Cuando los activistas por la paz y la justicia social organizaban manifestaciones masivas contra los bancos lideradas por el movimiento “Occupy Wall Street”, los banqueros echaron mano del “primer presidente negro de EE.UU” para desviar la indignación de los propietarios de viviendas desahuciados, engañar a los estudiantes blancos, tomar el pelo a los votantes latinos, cautivar a las devotas negras y conducir a todos ellos a los brazos corrompidos del partido demócrata.
Cuando la economía obligó a millones de personas a aceptar trabajos mal pagados y sin futuro y a disminuir su nivel de vida, cuando la globalización empobreció a pequeños y medianos empresarios y tenderos locales, apareció en escena un multimillonario bocazas rey de los casinos para ladrar su hipócrita retórica populista denunciando a la Sra. secretaria Hillary Clinton por sus lazos carnales con Wall Street. ¡Y resultó elegido presidente de los Estados Unidos!
En otras palabras, cuando el capitalismo entra en crisis, los demagogos salen de debajo de las piedras.
Extravagantes capitalistas demagogos reemplazan a los típicos mentirosos transmisores de políticas electorales corruptas. La demagogia de Obama y de Trump ganó a los discursos aburridos de Hillary Clinton y Mitt Romney. Independientemente de lo estrafalarias que sean sus mentiras, Hillary y Mitt no fueron capaces de atrapar la imaginación de los votantes. Las democracias capitalistas se han hecho más frágiles cuando las crisis económicas han arraigado y las recuperaciones son breves y débiles. El ascenso creciente de demagogos presidenciales, de Obama a Trump, refleja el rechazo de las élites capitalistas a compartir cualquier ganancia de productividad con los trabajadores o a pagar impuestos sobre los beneficios que les reportan sus empresas en el extranjero para así aliviar la carga fiscal sobre los asalariados, o de invertir en una economía productiva que proporcione empleo a trabajadores bien pagados en lugar de participar en la especulación.
La “democracia capitalista” ya no puede engañar a los votantes. La mitad de ellos se abstienen de un proceso que no refleja sus intereses. Y la mitad de los votantes reales rechazan a los políticos tradicionales. Para retener una mínima apariencia de legitimidad electoral y permitir que los capitalistas continúen su gobierno, los demagogos tienen que reemplazar a los políticos “averiados” que se han prostituido demasiado abiertamente y con demasiada frecuencia.
Más del 80 por ciento de los votantes saben que sus votos no tienen ningún impacto en las decisiones políticas relacionadas con la guerra y la paz, las desigualdades internas y la distribución de la renta: los asuntos que realmente importan.
El capitalismo ya no es capaz de seguir reproduciéndose mediante una maquinaria electoral falsa. Si no fuera por la predecible aparición de novedades, como el “primer presidente negro” Obama o el “famoso presentador” Trump para ocupar la Casa Blanca gracias a un voto de protesta masivo, decenas de millones de abstencionistas y votantes descontentos podrían llenar las calles, echar a patadas a los líderes sindicales impostores que “hablan” solo por el siete por ciento de los asalariados y rechazar de plano a los dos partidos políticos unidos como uña y carne al servicio de la élite del 1 por ciento.
Conclusión
Imaginemos que los demagogos capitalistas finalmente pierden su atractivo para las masas por causa de sus repetidas promesas incumplidas. Supongamos que se produce un regreso temporal a los charlatanes políticos insulsos, responsables y cotidianos, cuando se agote este llamado “ciclo de outsiders”. El descontento de las masas no desaparecerá. A medida que crezcan la crisis económica y las desigualdades, será inevitable que se produzcan estallidos públicos extra-parlamentarios. Estas explosiones instalarán el miedo y la incertidumbre entre los banqueros, los especuladores y los fabricantes multimillonarios de dispositivos electrónicos. La tan cacareada “arquitectura de Silicon Valley” se derrumbará como castillos de arena.
Puede que la clase capitalista tenga que cambiar las urnas por las balas. ¿Podrán confiar su riqueza y su estatus en las manos de miles de soldados y policías a quienes se les ordene rodear y disparar a millones de sus compatriotas trabajadores? ¿O ya están soñando con robots…?
Rebelión.
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo.
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