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Edición 374
Escrito por Alberto Carmona   
Lunes, 30 de Julio de 2018 22:59

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La ‘guerra sucia’ se acelera en Colombia, 311 líderes sociales han sido asesinados en el país desde finales de 2015, pero desde los comicios la tendencia ha cobrado un ritmo vertiginoso. Paramilitares y ejecutores se sienten empoderados

Colombia, donde:

Perder las elecciones es perder la vida

Alberto Carmona

TERRIBLE VIOLENCIA EN COLOMBIA,311 líderes sociales asesinados entre el 1 de enero de 2016 y el 30 de junio de 2018, según datos de la Defensoría del Pueblo. 283 muertes desde que se firmaron en La Habana los históricos acuerdos de paz, entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia FARC.

UN ASESINATO POLÍTICOpor día desde que se celebraron las elecciones presidenciales el 17 de junio pasado. Las cifras, aunque difieren levemente según las fuentes, reflejan un aumento de la violencia contra los líderes comunitarios desde que las FARC cedieron terreno a otros grupos armados, en particular los grupos paramilitares que, supuestamente desmovilizados en 2006, se reorganizaron en grupos más heterogéneos y menos identificables, nombrados eufemísticamente como bandas criminales o “bacrim”.

El posible ganador

Ese domingo 17 de junio ganaba las elecciones Iván Duque, el candidato del Centro Democrático, partido fundado por el ex presidente Álvaro Uribe Vélez tras la ruptura con su sucesor, Juan Manuel Santos. Para muchos líderes sociales y defensores del territorio, no era sólo una derrota política que alejaba el sueño de la paz en Colombia —Uribe fue desde el principio un acérrimo enemigo de los acuerdos de paz—, sino también la contundente amenaza de un recrudecimiento de la violencia paramilitar, dado el vínculo muchas veces señalado entre el uribismo y el paramilitarismo: varias personas cercanas al ex presidente han sido condenadas porformar parte de lo que se llamó “parapolítica”, y el propio Uribe ha estado muy cerca de ser encausado: en los últimos años, al menos en tres ocasiones jueces colombianos han solicitado, hasta hoy sin éxito, que la Comisión de Acusación investigue esos supuestos nexos.

Los asesinatos se ensañan con los “municipios del posconflicto”, esto es, aquellos que han sido más afectados por el conflicto interno armado. El 47% de los casos se dieron en lugares donde hay siembra de coca y, según datos, el 81% de las víctimas pertenecían a organizaciones campesinas, indígenas o afrodescendientes.

EL MAPA DE LA VIOLENCIA

“Señora Ballestas, se tiene que ir de la región, o si no, la asesino. Usted sabe que en esta región, nosotros asesinamos al que se nos dé la gana”. Así fue amenazada Deyanira Ballestas, una maestra de San Pablo, en el departamento de Bolívar, al norte del país. Resolvió irse, como muchos otros líderes comunitarios. La diferencia es que ella logró grabar la conversación y la hizo pública, para demostrar que en su tierra sigue habiendo presencia paramilitar, y que como ella, son muchos los que reciben panfletos de muerte como el que a ella le enviaron. Los que eligen quedarse, saben que se están jugando la vida.

Y temen también que, con el uribismo al mando y las FARC desmovilizadas, las cosaspueden ponerse mucho peor: “Aquí, las FARC han servido de contención al avance de los paramilitares: ahora nada les frena, y van a disputar el control del narcotráfico”, afirmó un campesino en Tumaco, en la frontera con Ecuador.

EL MAPA DE LA VIOLENCIA EN COLOMBIA se superpone con el de los cultivos ilícitos y las rutas del narcotráfico, pero también con los recursos naturales. Las zonas más afectadas por la violencia en estos últimos meses son también las más ricas en recursos: Nariño, Chocó, Antioquia, Buenaventura, entre otras. Es cierto que el paramilitarismo de los 90 es diferente que el que se consolidó en la última década; pero hay más de continuidad que de ruptura.

“La violencia se asumió en Colombia como parte del modelo de desarrollo económico: cada transformación significativa del modelo económico vino acompañada de un ciclo de violencia”, afirmó el politólogo Carlos Medina Gallego, profesor de la Universidad Nacional.

La macabra realidad confirma su hipótesis: en 20 años, entre 4,5 y 5,5 millones de personas, según las diversas fuentes, fueron desplazadas a la fuerza: aproximadamente el 10% de la población del país. La gran mayoría eran pequeños campesinos que dejaron tras de sí alrededor de seis millones de hectáreas de tierra productiva de la que se apropiaron paramilitares y narcotraficantes, pero también terratenientes y empresas multinacionales que impusieron por la fuerza sus proyectos extractivos, como la minería, las mega represas o las plantaciones de palma aceitera. Santos lanzó una Ley de Restitución de Tierras que prevé que los campesinos despojados recuperen lo que era suyo; sin embargo, quienes deberían activar el proceso de restitución son sistemáticamente amenazados y violentados.

El 4 de julio fueron asesinados dos indígenas en el departamento de Putumayo, en una aldea donde la comunidad estaba organizando una consulta previa acerca de un proyecto petrolífero. El 7 de abril pasado, un grupo paramilitar declaró objetivo militar a organizaciones indígenas y campesinas de los departamentos de Cauca y Valle del Cauca. Tampoco faltan en la lista quienes participaron activamente de la campaña de Colombia Humana, un movimiento político que apoyó al candidato Gustavo Petro, que pasó a segunda vuelta y fue finalmente derrotado por Duque. Una de ellas es Ana María Cortés, asesinada en Cáceres, un municipio del Cauca, que, pese a las constantes amenazas, lideró la campaña.

Un 45% de los votos de ese municipio fueron para Petro en segunda vuelta; pudieron ser más, afirmó ella antes de morir, si no hubiera sido porque se vio obligada a abandonar la campaña para atender a los afectados por la represa de Hidroituango, que debieron ser alojados en refugios ante el riesgo de avalancha por complicaciones en la construcción de una represa, por cierto, polémica por sus impactos socioambientales y la férrea resistencia de la población local: un proceso que ya se cobró la vida de dos activistas del Movimiento Ríos Vivosel mes de mayo pasado.

“No son números, son vidas humanas y libertades que se pierden”, recordaba Alberto Brunori, representante de la ONU para los Derechos Humanos en Colombia, en un reciente artículo en El Tiempo. En él, alertaba de que los homicidios son la consecuencia más extrema de esta violencia, pero no la única: “Además de los asesinatos y otras violaciones manifiestas (como las torturas o las violaciones sexuales), los ataques también se manifiestan en discursos que estigmatizan y promueven el odio, acoso por redes sociales, seguimiento y amedrentamiento, interceptaciones ilegales, robo de información y otras formas de persecución”, que también “silencian y crean un ambiente regido por la coerción”.

“Nos están matando”

EN RESPUESTA a la inquietante tendencia de las últimas semanas, las organizaciones sociales se movilizaron bajo el lema “Nos están matando”, y convocaron una “Velatón” —concentraciones con encendido de velas en homenaje a las víctimas— en 80 ciudades de todo el mundo, incluyendo España. El mandatario en funciones, Santos, instó al Ejército a hacerse presente en los territorios más afectados; el presidente electo, Duque, afirmó que los crímenes merecen “sanciones ejemplarizantes”. De momento, se mantiene la impunidad que ha primado en los últimos años: de los 171 líderes sociales asesinados en los dos últimos años -la cifra, más prudente, reconocida por las Naciones Unidas-, sólo 32 casos han ido a juicio, y apenas 15 han acabado con una sentencia. Mientras tanto, el propio Estado, de la mano de la Unidad Nacional de Protección, costea la protección de más de 3.600 líderes sociales que se consideran en riesgo.

 



 

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