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Edición 209
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Escrito por Mouris Salloum George
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Lunes, 04 de Mayo de 2009 22:58 |
Es hora de la Tregua de Dios MOURIS SALLOUM GEORGE LA NUEVA SOCIOLOGÍA política en las Américas documenta que, durante la oleada de golpes de Estado en el sur del continente en la segunda parte del siglo XX, que permitieron el encumbramiento de regímenes militares de corte fascista, se operó una estrategia neogoebbelsiana de control-aterramiento de la sociedad, mediante el enervamiento de mitos al través de los medios de comunicación, preferentemente audiovisuales. Ensayos de esa índole han tratado los casos de Chile, Argentina y Perú bajo las dictaduras de Augusto Pinochet, Rafael Videla y Alberto Fujimori, respectivamente. Esas prácticas de manipulación y desmovilización colectiva, basadas en el terror mediático, se adoptaron como recurso para prolongar la presencia de gobiernos que carecían de base social y electoral, aún en el caso de Fujimori, quien llegó al poder por la vía de las urnas. Siempre que aparecía un asomo de resistencia popular en los países del Cono Sur, invariablemente los poderes espurios echaron mano de espantajos para distraer la atención popular de los verdaderos factores de las crisis políticas, invariablemente de orden económico. “Maniobras diversionistas”, se les denominó.
En México, dichas perversas tácticas se adaptaron durante la presidencia fraudulenta de Carlos Salinas de Gortari, víctima aún de sus propias creaturas: El chupacabras, se le moteja todavía al ex presidente, en alusión al coco que se popularizó durante su administración. La ocurrencia podría pasar a los cuadernos de la picaresca mexicana, si no fuera porque sobre su gestión pesa hasta la fecha una sospecha mayor: De la epidemia del cólera, que afectó entonces principalmente a poblaciones indígenas de Oaxaca, Guerrero y alguna porción de Michoacán, llegó a decirse que fue provocada deliberadamente por manos criminales que diseminaron en las cuencas hidráulicas de la región el vector asesino, que generó una psicosis incluso de alcances internacionales.
Si la hipótesis es comprobable o no (los crímenes de Estado nunca son esclarecidos), lo cierto es que alcanzó un alto grado de verosimilitud porque -independientemente de sus mortales saldos inmediatos- desde aquella intimidante alarma floreció la industria del agua embotellada, uno de los sectores más rentables del ramo de los bebestibles, y menos explorados de la política de privatizaciones del salinismo, no obstante su monstruoso impacto en la economía popular.
Hoy estamos de nuevo frente a un fenómeno de psicosis general, ahora derivado del sospechoso manejo propagandístico de la epidemia de influenza porcina (conocida científicamente como H1N1), que ha desquiciado en México las actividades productivas, educativas, recreativas y hasta religiosas; ha cerrado en el extranjero el mercado de cárnicos nacionales y ha desencadenado alertas a potenciales viajeros a nuestro país en diversas regiones del planeta, etcétera.
Obviamente, haciendo abstracción de su origen, ese problema de salud pública es real -aún dosificado, el elevado número de muertos y hospitalizados está plenamente documentado-, aunque haya sido tardíamente abordado por el gobierno de la Republica. Existen testimonios médicos y familiares de varias entidades federales que, desde mucho antes de la aceptación oficial de su presencia de la epidemia, hablan de víctimas por diagnósticos equivocados u ocultos, y de tratamientos fallidos por la falta de medicamentos idóneos o la inoportunidad de su aplicación.
Para adversidad de las autoridades gubernamentales -que actúan en un ambiente de mentiras institucionalizadas- las voces críticas echan leña a la hoguera de la incredulidad respecto de la diligencia y eficacia de sus reacciones después de que pasó la etapa preventiva y se complica el método curativo de la peste. Y no es para menos: es que la calamidad se presenta cuando el gobierno falla en la guerra del y contra el crimen organizado; no le encuentra la cuadratura al círculo de la crisis económica y están encima las elecciones intermedias federales y algunos cambios de gobernadores y legislaturas estatales, en un escenario en el que el PAN rema contra la corriente en las encuestas sobre preferencia del voto. No hay por donde esas autorizadas puedan remozar su imagen.
Para atizar la falta de credibilidad del gobierno, al secretario de Hacienda, Agustín Carstens (el que hace un año presentó el cataclismo económico mundial como un catarrito), de visita en Washington se le ocurre abrir la boca para declarar que la epidemia no provocará un daño permanente a la economía mexicana, y que los mercados “no deben preocuparse” por el funcionamiento del sistema económico mexicano. Él, como otros funcionarios del gabinete de Calderón Hinojosa, no son capaces de aceptar la oportunidad de permanecer con la boca cerrada.
Al margen de filias y fobias políticas y partidistas, frente a un enemigo común cuya magnitud es difícil de ponderar en un clima de confusión y ofuscación, es pertinente recomendar lo que en buen cristiano se denomina “la tregua de Dios”, mientras que las autoridades de Salud, con serenidad y honestidad, atinan a restablecer la tranquilidad entre los mexicanos, condenados a pasar de una indefensión a otra.
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