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Edición 211 | ||||
Escrito por Mouris Salloum George | ||||
Viernes, 29 de Mayo de 2009 17:24 | ||||
(O cuando los bufones se quitan las máscaras) EL TÍTULO DE ESTA ENTREGA corresponde a una de las exclamaciones que, en sus memorias, acuñó, ya como ex presidente, Miguel de la Madrid Hurtado, al contar la historia del megafraude electoral de 1988 -un golpe de Estado técnico, según lo tipificaron algunos constitucionalistas- que facilitó al delincuente Carlos Salinas de Gortari el asalto a la Presidencia de México. De la Madrid se refería entonces al pánico que se extendió en el eje Secretaría de Gobernación (sede entonces de la antigua Comisión Federal Electoral)-Los Pinos-Partido Revolucionario Institucional, del que Salinas era candidato presidencial, cuando, al recibirse al anochecer del 6 de julio de aquel año los primeros números de la votación, se vio que éstos favorecían al candidato del Frente Democrático Nacional Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. ![]() Casi 21 años después, víspera de las elecciones federales intermedias y de cambios de gobernaciones en algunos estados, De la Madrid vuelve a estremecer el tinglado público con revelaciones hechas a la colega Carmen Aristegui, en las que saca a balcón la profunda descomposición del sistema político mexicano, en cuyo centro de gravedad aparece el malhadado Salinas de Gortari. Nada de lo dicho por el ex presidente, sólo la oportunidad con que lo hizo, sobre el enfangamiento de la política mexicana, es nuevo. Al menos Voces del Periodista no ha cejado en documentar sistemáticamente el hoyo negro en que el neoliberalismo ha sumido a la República. Lo que llama la atención sobre ese tema, es que la conmoción de la vida pública de México la hayan provocado con sus confesiones, con De la Madrid, otros dos personajes de la política francamente impresentables: Carlos Ahumada Kurtz, un filibustero argentino, y el tabasqueño Roberto Madrazo Pintado, de cuyo ascenso a la presidencia del PRI, la también ex dirigente nacional de este partido y actual senadora por el mismo, María de los Ángeles Moreno, denunció en su momento como obra de la “delincuencia organizada”. Menos atención se ha puesto, pese a la acuciosa y seria investigación documental que han hecho, por ejemplo, otras dos figuras del periodismo y la academia, Martha Anaya (1988: Año en que calló el sistema) y José Antonio Crespo (2006: Hablan las actas), que ponen en evidencia el grado de complicidad, cinismo e impunidad a que el grupo dominante de la política mexicana ha llevado el sistema electoral, para perpetrar y perpetuar el régimen de opresión durante ese trágico ciclo, que culmina con la implantación de la supremacía de los poderes fácticos -entre ellos el de la droga y los medios electrónicos- sobre el Estado nacional. Tope en ello, lo rescatable de este nuevo y acertado capítulo de la tragicomedia mexicana, es que, como en martes de carnaval, los bufones mucho tiempo embozados se quitan las máscaras, pero lo doloroso, y bochornoso, de esa ópera bufa, es que sus revelaciones se transforman en un cínico festín circular, sin que haya autoridad, ni moral ni política, mucho menos judicial, que se atreva a tomar de oficio la averiguación de los crímenes denunciados para intentar su castigo. No existe esa autoridad porque, como lo demuestra José Antonio Crespo en su obra, la presidencia de Felipe Calderón es producto de una actuación jurídicamente sospechosa del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que operó sobre información y dictámenes del Instituto Federal Electoral, a la que añadió sus propias omisiones o desviaciones. Esperar que tome el toro por los cuernos la Fiscalía Especial para Delitos Electorales de la Procuraduría General de la República, es pedirle peras al olmo, cuando el titular de la PGR, subordinado de Calderón, Eduardo Medina Mora, por otra causa, está en tesitura de arresto administrativo por desacato a mandato de juez federal. Esa es la penosa realidad de nuestra vida pública, en la que no se ve quién pueda cerrar por fueras las celdas penitenciarias de este atribulado México. La Dinamarca shakesperiana se nos ha quedado chiquita. More articles by this author
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