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Edición 304
Escrito por Jean-Michel Vernochet   
Miércoles, 29 de Mayo de 2013 22:46

LAS RAZONES-PRETEXTO DE OCCIDENTE

 

Irán, obstáculo que hay 

que vencer y borrar

 JEAN-MICHEL VERNOCHET*

(Segunda  parte)


 IRÁN ES UN OBSTÁCULO que hay vencer, barrer o borrar a corto o mediano plazo, a menos que un deus ex machina, bajo la forma de un acontecimiento totalmente inédito, venga a modificar el rumbo de las cosas y el reparto actual en la función global. Rusia puso a prueba, el 7 de junio 2012, dos misiles intercontinentales con cabezas múltiples, el Bulava y el Topol, que sobrevolaron el Medio Oriente, desde Armenia hasta Israel. 

¿Es posible que eso haya logrado calmar los ardores de los halcones de Washington, Riad, Doha, Londres y Tel Aviv? ¡Ojalá!



Las “primaveras árabes” han parido gobiernos regidos por la Hermandad Musulmana y componentes salafistas, apadrinados a su vez por Turquía y por el wahabismo rigorista de Qatar y Arabia Saudita con la bendición de Washington.


Persia delenda est

Pues sí, hay que destruir Irán como sea, por lógica y a cualquier costo, incluso si ello da lugar a un conflicto regional o mundial imposible de controlar. Algunas declaraciones oficiales de China y Rusia contemplan esa posibilidad. China, superpotencia militar, ya ha multiplicado en estos últimos años las advertencias en cuanto a las situaciones incontrolables que podrían producirse en el Medio Oriente, región de crisis que ya cuenta 60 años de inestabilidad permanente, especialmente en los últimos 20 años. Esas crisis van en aumento y las tensiones Este-Oeste van a la par, a tal punto que se puede hablar de guerra fría, y esto se hace cada día más claro en el contexto de la crisis siria.

Es por eso que, entre las amenazas recurrentes en estos últimos años de ataques unilaterales contra las instalaciones nucleares iraníes por la aviación israelí o por misiles de crucero embarcados en los submarinos furtivos proporcionados por la Alemania de Angela Merkel, muchos observadores prudentes pronostican un incendio dentro de poco, quizás en los próximos meses.

Los anuncios de guerra inminente no son nada nuevo, pero no por eso es menor el peligro asoma, que parece cada vez más cercano.

Hay que destruir Irán, no por ser una nación chiita, sino por tratarse de una «teocracia nacionalitaria» que hay que «normalizar». O sea, no es que se pretenda atacar el Islam. El objetivo es el Estado-nación, modelo y concepto contra el cual la democracia universal, participativa y descentralizada, ha declarado una guerra sin piedad desde 1945. A la Nación, desde la Segunda Guerra Mundial, se le acusa de todos los males, empezando por la guerra. Sin embargo, a pesar de lo que dijo recientemente la secretaria de Estado Hillary Clinton, convencida de que «a lo largo de sus 236 años de existencia, Estados Unidos ha defendido la democracia en el mundo entero», debemos recordar que esto le costó unas 160 guerras exteriores antes de 1940, en su mayoría guerras de injerencia, en busca de la anexión de territorios o de la expansión.

Lo que conviene normalizar es el carácter revolucionario, nacional islámico y místico de Irán. Esto ya figura como necesidad y prioridad en las agendas políticas occidentales (Estados Unidos, Israel, Unión Europea): hay que convertir a Irán en una democracia liberal.

Quiéralo o no, la República Islámica tiene que fundirse en el gran caldero de las sociedades disgregadas, dentro de un espacio regional de libre cambio, como el que justifica la construcción europea, por ejemplo, donde la fragmentación social, por no decir atomización individualista, permite la máxima segmentación de los mercados. Ello servirá para desmultiplicar los actos y los actores económicos: minorías étnicas, confesionales, sectarias y sexuales, mujeres, grupos de edad subdividas a su vez; así es como los niños se convierten en objetivos de la publicidad a los 2 años de edad, edad para una precoz inmersión escolar. Dicha segmentación ad libitum choca con las barreras morales, o sea con aquello que conlleva cierta rigidez en las costumbres; pero se trata de una segmentación imprescindible para la plena integración del país en el mercado único o unificado dentro del sistema-mundo.

El sistema-mundo se estructura en torno a unos pocos centros nerviosos y sus satélites, las grandes plazas bursátiles. Las principales son la City de Londres, la isla de Manhattan, Francfort y también la bolsa de materias primas en Chicago, donde se decide el destino de la alimentación de los pueblos del mundo, especialmente de los pueblos del Tercer Mundo, que padecen los flujos y reflujos de las tasas de cambio inducidos por la especulación frenética y se encuentran por lo tanto indefensos ante las turbulencias de los mercados, extremadamente inestables.

Es que la volatilidad necesaria, o mejor dicho consustancial de la economía financierizada, exige una flexibilidad y sobre todo una movilidad de la producción y los circuitos de distribución, lo cual requiere cada vez más deslocalizaciones y reestructuraciones que no afectan únicamente a las sociedades postindustriales, dando lugar a «planes de ajuste», o «planes sociales», considerados por el sistema como simples variables.

Se trata de un sistema económico que no tiene en cuenta el factor humano y de un sistema especulativo que se alimenta del desequilibrio mismo en que se mantienen los mercados, llegando a armarse un aquelarre donde prosperan los juegos a la baja o al alza, los delitos de iniciados, los rumores asesinos, las «ofertas públicas de compra» de tipo caníbal, etc. Este motor económico tiende a desbocarse del todo y acelera la sobreexplotación de los recursos naturales hasta agotarlos, con una simple finalidad, la destrucción masiva consumista, conocida como «crecimiento».

Ese es el núcleo del reactor económico que está a punto de salirse de control y que bien puede estarnos llevando a una fusión demoledora. Muchos lo comentan con toda razón, sin catastrofismo ni angustia neurótica. Después del Chernobyl financiero del 14 de septiembre 2008, está por llegar un Fukushima económico global, con el derrumbe del euro y el estallido de la Unión Europea, al que seguirá el probable colapso probable de Estados Unidos. Llegados a ese punto, una guerra de gran magnitud es lo único que pudiera salvar un sistema que ya alcanzó una velocidad tan alocada que implica pérdida de control, porque ha alcanzado la fase de agotamiento de sus recursos dinámicos.



El 16 de marzo de 2003, José Manuel Durao Barroso, primer ministro de Portugal; Tony Blair, primer ministro británico; George Bush, presidente de Estados Unidos; y José María Aznar, primer ministro español, se reúnen en las Azores en lo que fue el preludio de la invasión perpetrada contra Irak sin mandato previo del Consejo de Seguridad de la ONU. Ninguno de los responsables de esa violación flagrante del derecho internacional ha sido sancionado y el señor Durao Barroso incluso preside actualmente la Comisión Europea


La destrucción de Irán debe dar paso a la salvación de Occidente, evitarle la quiebra, y tal vez –esperanza bastante quimérica– dar un nuevo impulso al sistema, hacerle entrar en un nuevo ciclo rico de potencialidades abiertas gracias a la economía «verde». Con lo verde, se procura darle un barniz ético al sistema que empezó su ascenso vertiginoso a finales del siglo XIX mediante el abandono casi total de los frenos impuestos por el «orden moral» de antaño, hoy en día repudiado porque estaba fundado en metafísicas y en un edificio teológico. Si bien la transgresión de los imperativos morales era algo frecuente en el pasado, cada cual sabía al menos dónde se situaba el límite a respetar y cuál era la regla. Uno trataba de mantenerse en el marco de lo éticamente aceptable y próximo al eje del deber, al menos en apariencia.

Hoy se ha llegado al divorcio completo con el capitalismo patrimonial respaldado en cierta trascendencia, a raíz de la gran «ruptura epistémica» de fines de los años 1960. Regía hasta entonces lo que Werner Sombart y Max Weber habían explorado y que ilustraba el ministro francés Guizot con una sonora consigna: «¡Enriqueceos!», dándose por sentado que había que hacerlo «mediante el trabajo, el ahorro y la probidad», nada que ver con el enriquecimiento a través de la especulación y la ruina de los peones de la bolsa o de la producción.

La desregulación empieza en realidad por la desreglamentación metafísica. «Si Dios no existe, todo está permitido», decía Dostoievski. Pero además, el sistema se vale de dos caras para una misma realidad: por un lado, la utopía o el espejismo colectivista, y por el otro, la ilusión o mentira liberal, fundadas en el mito de la autorregulación de los mercados, de la mano invisible y, al final, de la democracia «representativa». El modelo se vio además tergiversado e incluso viciado por ciertos mecanismos concebidos expresamente para perennizar rentas de situación y monopolios, de los que gozaban las nomenklaturas del Este, donde la vox populi padecía una expropiación semejante a la que conocemos hoy día a nivel del debate público. La «dictablanda» ya ha dejado paso a la «democratura», o sea al verdadero rostro de la democracia confiscada.

El feroz ateísmo de las sociedades colectivistas que se gestaron a raíz de la Revolución de 1917 sobre la base del materialismo dialéctico, convertido en seudociencia, es lo que anunció el materialismo triunfante del anarcocapitalismo, último avatar desestatizado, descentralizado, proteiforme y falaz. Ya no tenemos «ni Dios ni amo» pero sí una inmensa muchedumbre de esclavos, empezando por las víctimas del endeudamiento con tasas variables y usureras.

En realidad, todo esto ocurre en el plano de la larga duración, a la escala de los tiempos modernos que debe tener en cuenta la aceleración presente de los acontecimientos. La escala de los tiempos no es algo fijo, de modo que la velocidad de los acontecimientos crece de manera vertiginosa en ciertas coyunturas históricas, cuando nos acercamos a la boca del embudo. Hoy en día, una década vale lo que un siglo o dos de antes y la aceleración no termina nunca… «La decadencia del imperio romano duró 4 siglos, la nuestra sólo tomará 4 años…», decía el excepcional filólogo que fue Georges Dumezil pocos años antes de fallecer, en 1986. Es cierto, estamos viviendo una ruptura cataclísmica con el mundo tradicional, un trastorno de las conductas y los modos de pensar, un caos organizado y la irrupción en la vida corriente de técnicas mutágenas tales como telecomunicaciones por satélite, inteligencia artificial, enlaces entre individuos a través de redes transcontinentales. Al mismo tiempo se da la desrealización del mundo, lo cual se manifiesta por su proyección virtual en las pantallas parietales de la imaginación colectiva.

*Red Voltaire



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