EXISTEN TEMAS POLÍTICO-EDITORIALES que nos ponen al día una vieja e ingente advertencia del dramaturgo Bertolt Brecht.: “Primero se llevaron a los comunistas/ pero a mí no me importó/ porque yo no era. Enseguida se llevaron a unos obreros/ pero a mi no me importó/ porque yo tampoco era (…) Ahora me llevan a mi/ Pero ya es tarde”.
La cuestión del espionaje es un vicio añejo que practican, con la coartada de la supervivencia propia, todos los sistemas políticos establecidos. Desde el clásico francés Fouché, hasta las revelaciones, hace apenas medio siglo, de Garganta profunda, que empujaron al abismo político al presidente estadunidense Richard Nixon, la sociedad civil aparece como convidada de piedra.
Rudimentario sería el espionaje que en 1808 abortó la Conspiración de Valladolid (Michoacán) contra la corona española. Un poco más tecnificado sería aquél que, en plena revolución mexicana, pretendió embarcar a México en la pugna de intereses estadunidenses y europeos, particularmente alemanas, en la perspectiva de la Primera Guerra Mundial.
Una década después, cobraría celebridad nuestro nativo Valente Quintana, un sabueso policiaco que exacerbó con sus hallazgos la pugna religiosa en México, que desembocó en La Cristiada.
Cambian los métodos, no los fines
Cambian los métodos y los recursos técnicos, pero no los fines del espionaje. Entre los sexenios de 1964 a 1976, testimonios de ex agentes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos, dieron a conocer los alias con los que, presuntamente, en plena Guerra Fría, los ex presidentes Luis Echeverría y Gustavo Díaz Ordaz servían como informantes de Washington.
La disposición de ingenios digitales en la era neoliberal ha sacado a balcón a altos mandos del gobierno federal espiándose entre sí; en algunos casos, desde la misma Oficina de la Presidencia en Los Pinos.
Cuando empezó a funcionar en 1998 la primera Policía Federal Preventiva (PFP) dependiente de la Secretaría de Gobernación, su área de Inteligencia, puesto en uso ya el sistema de teléfonos móviles, descubrió que desde su interior los agentes usaban sus unidades para alertar a las bandas del crimen organizado sobre los operativos que preparaba esa corporación.
La deliberada obsesión por el escándalo político
Desde hace al menos dos décadas, el producto del espionaje, extraído de grabaciones de conversaciones telefónicas privadas, sirve como piedra de escándalo político al ser filtrado a los medios de comunicación.
Así se ha llegado a documentar complots con fines electorales. Hace cinco años, por ejemplo, la candidata presidencial del PAN, Josefina Vázquez Mota, se declaró víctima de fuego amigo y acusó al secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, y la vocera presidencial Alejandra Sota, de grabar y hacer llegar a los medios, conversaciones telefónicas potencialmente comprometedoras.
Meses antes, por el mundo circularon cientos de cables diplomáticos cruzados entre la Embajada de los Estados Unidos en México y el Departamento de Estado, cuyo protagonista central fue el embajador norteamericano Carlos Pascual, experto en fisgar en Estados fallidos.
Esa odiosa práctica se ha vuelto horizo
ntal cuando el propio gobierno de la República, en su impotencia ante el crimen organizado, ha estimulado, por un lado, la denuncia anónima y, por otro, en la gestión de procuración de justicia, la contratación de “testigos protegidos” que, con tal de favorecerse con tratamiento especial respecto de sus propios delitos, incriminan a aquellos sobre los que el propio Estado tiene interés específico.
El voyerismo rompe todo principio de convivencia social
La relajada regulación en México de la venta y uso de aparatos celulares ha vuelto el espionaje un oficio voluntario que adquiere una forma gratuita de voyerismo al alcance de todos.
Lo grave se presenta cuando un ejercicio personal, familiar o vecinal trasciende a la vida de personajes políticos que son expuestos, muchas veces sin otros elementos de prueba, al linchamiento público.
Ese fenómeno ha alcanzado ya a los profesionales de los medios de comunicación mexicanos, particularmente aquellos desafectos del régimen, contra quienes bocas de ganso del propio gobierno alientan la insidia mediante la delación con fines represivos.
Llevado a la anarquía ese tipo de prácticas, hemos denunciado la tentación de implantar en México “el pensamiento único”, propio de los sistemas totalitarios reacios a respetar las libertades civiles y los derechos políticos del ciudadano.
De las intimidaciones a la acción directa
Lo hemos hecho, porque tal pretensión conculca los derechos a la Información y a la Libertad de Expresión, sin cuya observancia no hay democracia que pueda preciarse de tal.
No nos hemos equivocado en nuestra posición de alerta: Cada vez son más las víctimas mortales no sólo de los poderes fácticos, sino de los poderes constitucionales, exterminadas en el ejercicio del periodismo libre.
No basta, ante las denuncias de esos atentados, con respuestas casuísticas. El Estado mexicano requiere un cambio radical que atienda el corrompido sistema económico, la degradación político-electoral, el modelo de justicia penal y aun las formas de hacer y divulgar cultura.
Es, ese, un imperativo irrenunciable e impostergable. El gobierno debe empezar por un ejercicio de autocrítica y un ajuste de cuentas en sus propias responsabilidades constitucionales. Siempre es tiempo, a condición de que se asuma la voluntad política para atacar la corrupción y la impunidad, que son el caldo de cultivo de la decadencia mexicana.
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