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Linchamiento
versus justicia
Ninguna novedad entraña decir que, desde hace un año, cuando el presidente Felipe Calderón instruyó a la jefatura nacional del PAN y a la Secretaría de Gobernación, entonces a cargo de Fernando Gómez Mont, para que plancharan insólitas alianzas electorales con PRD de Los chuchos contra el PRI, particularmente en el Estado de México con vistas a las elecciones generales de 2012, la sucesión presidencial fue puesta sobre rieles, objetivo reiterado el pasado 28 de noviembre, en que el mandatario anunció como tragedia el eventual retorno del priismo a Los Pinos.
Temeridad semejante -la “sucesión adelantada” a contrapelo del procedimiento institucional-, la asumió en su momento Vicente Fox, movido emocionalmente por la intención de entregar a “la señora Marta” -bajo la formalidad constitucional- el poder que ésta ya compartía en condominio desde que el guanajuatense instituyó la pareja presidencial. Las nefastas consecuencias de ese delirio conyugal derivaron en toda suerte de trapacerías y desviaciones de la ley para -abortada aquella pretensión- asegurar al menos, en julio de 2006, la permanencia del PAN en el ejercicio del Poder Ejecutivo federal.
Como en 2006, inducidos o por iniciativa propia -intereses creados matan libertad de elección-, algunos empresarios de medios de comunicación electrónicos que hacen de los términos de la concesión estatal ley del embudo, atrincherados en un privilegio sin contraprestación social se apropian ya de un papel protagónico a fin de determinar la suerte del juego democrático en el que, teóricamente, debe definirse la formación de los poderes públicos en 2012.
Con independencia de la “legitimidad” de dicho propósito empresarial -legitimidad que en México tiene lecturas a sabor, muy poco qué ver con el precepto conforme a la ley-, algunas barras televisivas “de análisis” se han constituido en tribunal inquisitorial, no para juzgar, sino para condenar a priori a otros medios de la competencia informativa, preferentemente impresos, a los que se pretende dictar normas éticas de política editorial, precisamente desde tribunas en que la ética es un principio muy poco observado.
Aunque la intencionalidad de quienes oficiosamente se erigen en jueces de sus pares es muy otra, sin embargo -viendo la paja en el ojo ajeno- han puesto a debate un cuestionado método de acopio y reproducción de “información”, que en México se ha convertido en uso corriente: Las filtraciones que se atribuyen a “fuentes confiables” -para el caso, contenidos en expedientes de averiguaciones previas, que de suyo deben estar bajo reserva, si la ley se tomara como imperativo esencial y no como instrumento capcioso.
Un primer sesgo del tema, es que, algunos de los que ahora censuran dicho método, para otros efectos, los que tocan su interés profesional, han sido celosos defensores del secreto de las “fuentes” que les proveyeron tal o cual “información”, que, obviamente, toman como veraz. El segundo punto -el que nos parece más relevante- es que, tratando de “matar al mensajero”, lo que logran los nuevos censores es poner en el banquillo a los emisores de material bomba; frecuentemente autoridades gubernamentales que con esas filtraciones pretenden obtener dividendos políticos a costa de los adversarios, contra quienes urden linchamientos mediáticos sin esperar que autoridad competente dicte sentencia de ley alguna.
En el centro de gravedad de esa cuestión, se ha puesto en tela de juicio la facciosa figura del testigo protegido o testigo colaborador, invariablemente un criminal al que se ofrece tratamiento judicial blando y hasta exoneración, y al cual cada vez con más frecuencia recurre la autoridad ministerial federal para incriminar a terceros en un perverso toma y daca de valores entendidos. En esto es aplicable la conseja popular de que tanto peca el que mata la vaca, como el que le detiene la pata.
Para la regeneración institucional, es saludable que el tema se ventile públicamente y, ya que existe entre legisladores federales cierta alarma por el abuso ministerial de esa figura, se proceda a su revisión para hacer de la justicia un bien confiable, en lugar de recurso para consumar venganzas políticas, un siniestro fin que se logra de inmediato, sin que esta monstruosidad antijurídica se castigue cuando, a posteriori, el juez de la causa absuelve a los indiciados.
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