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2006-2012:
Sexenio de la muerte
Los más catastróficos escenarios que alguien pudo imaginar para tipificar el actual periodo presidencial como el sexenio de la muerte, han sido superados con creces por una indomable y macabra realidad que no se compadece del luto humano que se ha vuelto estampa cotidiana y santo y seña de una asustada y postrada sociedad mexicana. Sería caer en la paranoia esotérica ceder a la tentación de buscar una conspiración paranormal en la cadena de sucesos que disparan día con día la estadística funeral, pues a ésta no les es ajeno el desatino en el diseño y ejecución de políticas públicas que, para no pocos efectos, evaden todo concepto de protección civil.
Con independencia de las causas objetivas que cobraron la vida del cuarto secretario de Gobernación del calderonato -segundo que, con el carácter de coordinador del gabinete de seguridad nacional, sucumbe trágicamente en vuelo de trabajo-, no deja de percibirse una anomalía en la confección de la agenda de altos funcionarios que, por añadidura, se desplazan trocha moche en unidades que se supone certificadas para el servicio y cuya operación se asigna a pilotos con una hoja laboral de excelencia que, sin embargo, no logran controlar súbitas contingencias.
Hemos señalado no pocas veces que la urgencia mediática de difundir la impresión de una administración dinámica y omnipresente genera, por el contrario, la imagen de seres epilépticos que saben donde despegan pero no dónde pueden ver sellado su destino. La observación vale, sobre todo, para el propio presidente de la República al que el Estado Mayor mueve a distancias insólitas a veces en un mismo día y de un extremo a otro del país y en ocasiones del mundo, sin calcular que un indeseado percance puede dejar la conducción del país acéfala y en situación caótica.
Algunos de quienes conocen a Felipe Calderón han dicho de éste que, por desconfianza en sus subalternos, no sabe delegar funciones o responsabilidades. Miembros del gabinete, como subordinados espejo, suelen caer en la imitación y sea por disciplina o por protagonismo personal se obligan a presidir fuera de sus despachos actos rutinarios que bien podrían ser encomendados a personal de otro nivel. Es la circunstancia en que fallecieron a unas cuantas millas del aeropuerto de la ciudad de México Juan Camilo Mouriño Terrazo y Francisco Blake Mora; ambos, dicho sea de paso, activos en la bitácora de guerra, en cuyo caso su epitafio podría consistir en la leyenda: “Daños colaterales”. La burocracia también llora.
La primera reacción gubernamental frente a ese tipo de deplorables acontecimientos es la de tratar de disuadir a los especuladores, tiro por la culata que, lejos de atemperar la insidia la enerva incluso entre quienes no cultivan “profesionalmente” el sospechocismo. En el erizado clima imperante desde que se declaró la guerra narca en 2006 y en la densa atmósfera de ingobernabilidad que amenaza la suerte de la sucesión presidencial, es llegada la hora en que el gobierno de la República intente reconciliarse con la sociedad -la política, la civil, así como lo hace con la sociedad religiosa- antes de que la caída al abismo resulte definitiva. Seguir dando la coz en el aguijón sólo puede seguir arrojando más sangre.
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