Editorial
Ley SB-1070: lodos
de aquellos polvos
Al menos desde el sexenio de Miguel de la Madrid, que colocó a nuestro país en el sombrío umbral del neoliberalismo, en reuniones parlamentarias México-Estados Unidos fue ostensible la presión del Partido Republicano, entonces instalado en la Casa Blanca, para uncir a México al carro imperial, exigiendo la adopción del modelo de economía norteamericano, cuya condición sine qua non demandaba, básicamente, la proscripción del sistema sindical tutelado por el Estado conforme el mandato constitucional sustanciado en el artículo 123.
El alegato sostenido desde el otro lado, esgrimía el argumento de garantía plena a la inversión estadunidense en la franja fronteriza mexicana, en proceso de absorción por la economía del vecino país mediante la expansión de la maquila, cuyas rentabilidad estaría supuestamente amenazada por la protección de los derechos de la clase trabajadora organizada, no obstante la creciente implantación del sindicalismo blanco en aquella parte del territorio mexicano.
Esa perversa tendencia cobró estado con la firma por Carlos Salinas de Gortari del Tratado de Libre Comercio (TLC-TLCAN), en el que su gobierno -no obstante el clamor de diversas centrales obreras y de organismos empresariales- se rehusó a negociar -junto con el libre flujo del comercio y la inversión-, el libre tránsito de mano de obra. A posteriori, México y Washington firmaron una “carta de intención” en materia laboral, cuyos compromisos, si los hubo, se perdieron en la noche de los tiempos.
El salinismo, contrario sensu, fascinado por el fundamentalismo neoliberal, se aplicó obsesivamente al desmantelamiento de la economía estatal y social, lanzando a la calle a cientos de miles de trabajadores y empleados, a cuyo ejército de reserva incorporó a millones de campesinos desamparados con la contrarreforma agraria de 1993, que hizo de los posesionarios ejidales y comunales parias del jornalerismo.
Es esa, y no otra, la causa de la explosiva y desordenada migración interna y de la incontenible emigración ilegal hacia los Estados Unidos, contra las cuales el gobierno neoliberal -engolosinado con las medallas a su “buena conducta”- jamás quiso tomar providencias productivas, pues esa válvula de escape disimulaba los devastadores saldos de la crisis socioeconómica doméstica. Planteado el descomunal problema como foco de tensiones entre ambos gobiernos, la presidencia panista se afanó en pedir a la Casa Blanca le reforma migratoria, con la mascarada de la enchilada completa, sin responder a la incesante contrademanda estadunidense, de que el gobierno mexicano hiciera su tarea con la corrección de la política económica que permita reactivar el empleo.
Hoy, como ruidosa expresión de una latente constante de los gobiernos de los estados de la Unión Americana donde mayor es el flujo ilegal de migrantes mexicanos, y de cara a la violencia transfronteriza, el de Arizona, a cargo de la republicana Jan Brewer, promulgó la Ley de Inmigración-Aplicación de la Ley y Vecindarios Seguros, conocida como SB-1070, que, a juicio del gobierno mexicano, criminaliza la presencia de nuestros compatriotas en esa entidad. Con acento patriotero, la secretaria de Relaciones Exteriores, Patricia Espinosa, y la propia Presidencia de la República, ponen el grito en el cielo por ese atrevimiento que, afirman, atenta “contra los derechos humanos y la dignidad” de los mexicanos; agravios que, dice la canciller, obligan a plantearse la utilidad de los esquemas de cooperación con el gobierno de Brewer.
Más allá de la hueca retórica, no existe una reacción sustantiva del gobierno de Calderón. La oportunidad para la administración calderoniana de ser seria y responsable, la ha sugerido el ex presidente Clinton, a cuyo gobierno tocó la instrumentación y puesta en marcha del TLCAN. Orador ante la Convención Bancaria 73, Clinton planteó que es buen momento para revisar el Tratado, no sólo en lo que toca a la expansión del producto interno, “sino también en la creación de empleos en ambos lados de la frontera”. Empleos dignos, debió agregar. Pero, ¿qué hace Calderón? Criminaliza la resistencia sindical e impulsa una contrarreforma laboral en la que el patrón sea amo y señor en el mundo del trabajo, cuyas consecuencias no serán otras que más desempleo, más criminalidad y más emigración. Más de lo mismo, pues.
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