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Edición 209
Escrito por PINO PÁEZ (Exclusivo para Voces del Periodista)   
Lunes, 27 de Abril de 2009 10:44

Idolatrar es verbo que desencarna, lo adorado en exceso tórnase volátil, esto es, pierde la piel, jamás será zalea, ni tapete para empolvar otras caminatas. De tal veneración Ehécatl brota, el Dios del Viento silba cancioneros que frotan de milagro a los follajes. Así, Pedro Infante significa vida y muerte en la eterna integridad de un oxímoron, paradoja que conjunta lo imposible, contradicción sin errores en la salvación de la dialéctica.

Id por el ido ídolo

O vayan tras el entrañable que se les peló... podría ser también cabeza intermedia, ahora que están en boga las decapitaciones. Al referido Pedro se le ha re-vestido de apóstol sin red pero con lira, está a un vistazo de la pantalla o a un tímpano de la taquicardia con su Amorcito corazón. Infante “explica” y simboliza al ídolo, al imantador de multitudes sin mesmerismos, el que, como Heródoto de Éfeso señalaba, más que ser es devenir o hacerse y rehacerse en la continuidad de la existencia de uno y la memoria de los otros.

¿Qué caracteriza al ídolo? Varios tecleadores han pretendido responder, arrojando cubetadas a granel de personalidad, carisma o ángel... al grado de despoblar todos los santuarios. Para estos maquinistas de la Olivetti, el idolazo irrumpe instantáneo, desde el cuñá-cuñá primario que desencadena la nalgada. No faltan analistas para los cuales la idolatría es producto de la publicidá, de machacar hasta las dimensiones del guacamole, de colmar retinas y neuronas con un aluvión de cantaletas. Hay asimismo versiones y perversiones de que un idolatrado sólo cabe en la vacuidad de una multitud, una especie de relleno en lo más absoluto de la nada.

En realidad al ídolo sólo se le “explica” entre comillas, es decir, no se le explica, o -en paráfrasis al bardo y crítico estadounidense Archibald McLeish acerca de la poesía- al ídolo no se le explica, es. Por ello el actor y cantante mazatleco equivale a paradigma, desmorona las hipótesis del párrafo precedente: el Pedro Infante de Nosotros los pobres no es el Pedro Infante de Escándalo de estrellas, pese a que en esas cintas fue principal protagonista, dirigido en ambas por Ismael Rodríguez, de la primera salió catapultado en idolatría, de la segunda (realizada en las antelaciones de una década) no produjo ni pizquita de la pasión que alueguito convocaría marejadas, no es cuestión meramente de nacer, requisitos también son el devenir aquél y lo imponderable del sino, la suerte canija que culebrea, como en el caso del Tizoc cinematográfico que recibió un respaldo monumental de su esposa María Luisa León, y la increíble paciencia jobiana de cineastas de harto influir que lo programaban en sucesivos repartos con todo y que en los inicios no atraía ni ánimas desorientadas hacia la taquilla, aparte de que le doblaban la voz ya que la suya era tan bajita y mal articulada que se atoraba en los decibeles de un pujido, incluso -por recomendación de René Cardona- le operaron los labios “demasiados obesos”, cosas de moda y época, el colágeno no era menester, ahora se lo inyectan en una cantidad que más que besos, da la impresión que los quicoretes son duelo de almohadazos; los que lo catalogan efecto de mercadotecnia no consiguen quitar el vaho del dilema: ¿Por qué a Pepe El Toro sí se le idolatra y no a centenares y centenares de sus colegas recipiendarios de igual o mayor impulso? Sólo don Perogrullo se atreve a imaginar una contestación, consistente en que el idolazo trasciende los mansos fogonazos del neón y los demás se ahogan en el cintilar de sus propias marquesinas, se le ama en vastedad en la dictadura de una incógnita, sin imposiciones se impone, es fijo patrimonio amoroso de multitudes; a los alérgicos a la muchedumbre habría que asestarles la puntiaguda maestría de aquella perogrullada, es decir, que el tumulto al apoderarse hasta la médula lo que “idoliza” crea y re-crea cultura, gran cultura por más que los “antimasa” la quieran achaparrar en “baja” o “popular”, arte y filosofía es legado y re-legado nunca relegado que aporta el gentío en la magnífica laicidad de sus altares.

En síntesis, el ídolo es y deviene, sin embargo, necesita que lo envuelvan las volubles piruetas del destino, estar ahí y en el momento, de lo contrario será idolatrado por las sombras en la repleta desolación de la penumbra. Ahí y en el momento estuvieron, además de Pedro Infante, Cantinflas quien con su madurez “desgabardinada” y al perecer octogenario es uno de los ídolos que desmintieron la trilladísima sentencia de “Los dioses los prefieren jóvenes”, cómo arremolinó en su funeral oleajes de humanidad mojada en su mismísimo sollozo, mares también tristemente alebrestados desató Jorge Negrete en su deceso, el Charro Cantor y Mario Moreno idolazos fueron, son, en España (idolatría de ultramar que no logró el sinaloense), María Félix es la cuarta carta que hace el póquer, devino idolatrada principalmente con Doña Bárbara tan distinta y distante a su primer rol en La monja Alférez (con guión por cierto de Xavier Urrutia); en este oficio hay sub-ídolos quizá con mejores facultades actorales aunque sin el arraigo mágico de aquéllos que estacionaban tumultos en la médula: Pedro Armendáriz, Dolores del Río, Tin Tan...

De los catres a los cates

En el deporte nada más el boxeo ha generado ídolos, hay admiración copiosa v.gr. en el fut para Hugo Sánchez (lo que no lo eximió de sinfónicas chifladeras en su etapa de entrenador) y en el beis hacia Fernando Valenzuela, empero, ese reconocimiento a raudales tiene por origen su condición de triunfadores, de ganar hasta el hartazgo lo que en sus respectivas disciplinas ningún connacional ha obtenido ni en las premiaciones del delirio, mas de ello a la tumultuaria adoración que se cuela a los escondrijos de la osamenta.... hay una lejanía sideral, apartados en cordillera en el sentido del apasionar colectivo, se encuentran del “Ratón”, el “Toluco” y el “Chango”, estos dos últimos solían combatir crudísimos, con la sed y el espejismo retorciéndoles en nudo gordiano los intestinos, púgiles trepados al cuadrilátero con la palidez sacramental de quienes en la víspera consiguieron la marítima paz en el camastro, de los catres a los cates, del clinch de mayor sabrosura ensabanada...  al abrazo casi del oso con guantazos de conejo y desesperantes toquidos en el portón de los riñones.

Raúl “Ratón” Macías era la personificación del tótem, el ídolo que trastocaba el ring en sitial de adoraciones. Cómo lo seguían en estereofónica devoción las multitudes, la mujer colectiva a la baba alababa su rostro aniñado como esculpido en una travesura, faz de contrastes que apasionaba con la “roedora” sonrisa tejida de alegrías con todo y amaranto... y un bigotillo perfectamente recortado de padrotito bienhechor.
A Raúl, antes y después de su actividad deportiva, le han intentado diluir en aserrín sus tablas de boxeador, dizque más inflado que un globo de Cantoya, objeto-sujeto de aquella publicidá, quesque polichinela movido por manos atrás del biombo con la frase-cita de “Todo se lo debo a mi manager y a la Virgencita de Guadalupe”, mañosamente elaborada por el ventrílocuo mercadólogo, estos detractores hasta un segundo apodo pretendían agenciarle: “Bell boy”, ya que por rivales le ponían un arsenal de maletas. Falso. El “Ratón” fue un pelador estupendo de estilo elegante y espectacular, maese del gancho izquierdo abajo que al hígado reubica en las repisas de la joroba. Se enfrentó a rivales de enorme nivel y variadas características, desde el torbellino que personificaba el filipino Domy Ursúa, pasando por la técnica y “ponch” escandaloso del sordomudo Mario D’Ágata, a la extrema habilidad del zurdo Fili Nava, uno de los más sapientes pontífices del guamazo.

Macías no era marioneta de ninguno, fue el primer boxeador en exigir bolsas que no estuvieran copeteadas de moronas, sacó concentradísimo jugo a la imagen de estampita con que se le promocionaba, como la de esposo incapaz de humedecer colchón ajeno, el “Todo se lo debo a mi manager” no fue suficiente para continuar con Pepe Hernández, su primigenio manejador (con el que guardaba un parecido físico extraordinario) al que “corrió” para irse con Pancho Rosales, carente del científico conocimiento del mandarriazo... pero con nexos para concertar desafíos de mayor proyección y mejor remunerados. Se retiró con cara e ideas intactas, tan en buen estado se fue, que un cuatrenio posterior volvió a los encordados -en una función de recaudaciones altruistas- a sostener un duelo real, en Guadalajara, contra el “Chocolate” Zambrano, joven que nada tenía de bulto ni pichón, al que noqueó en cuatro rounds en una demostración que enloqueció al respetable hasta los paroxismos del desgañitamiento. El idolazo permanecía firme y laicamente aureolado en el pináculo de las adoraciones, los promotores le suplicaron que volviera, tratando de convencerlo con lo más lonjudo de sus carteras, pero el “Ratón” Macías mantuvo incólume su palabra, si querían regresos deberían conformarse con el gardeliano Volver, o del tango a danzonear con la pieza que Arturo Núñez destinó al “Ratón” y Ramón Márquez orquestara, el retorno únicamente en los jolgorios del meneo.  

Infieren sus críticos que tuvo miedo de José López, el gran “Toluco”, que el terror impidió la celebración del combate sin duda más soñado y sonado por la afición nacional en toda la historia. Tesis incorrecta. Empresarios del catorrazo calculaban que en un enfrentamiento de ídolos... el derrotado dejaría en añicos sus aureolas. El suculento negocio estaba en riesgo, los entradones acabarían en entraditas, pero en alguna otra retobada nos detendremos con la idolatría causada  por el “Toluco” y el “Chango” Casanova  (y Villa, Zapata, Gandhi o el Che en otras áreas desenguantadas), que en este corolario siga el “Ratón” y la juarista medianía con que vivió tras el adiós a los mandobles. Incluso aquí sus atacantes lo juzgan por sus limitaciones en el ámbito de La Grilla, su condición de suplente de diputados charriles cuando pudo calcificarse en la curul. Le recriminan la anuencia de ocupar cargos pequeñitos en el deporte, sin imitar a los actuales súbditos de El Fémur “Tibio” Muñoz, Carlos Hermosillo o Ana Gabriela Guevara, que a coro entonan Habemus huesum. Viejo error de nuevo. Raúl Macías Guevara tenía otros apetitos que satisfacía en su propio restorán. Al ídolo en verdad se le localiza más allá del esqueleto y más allá de una polvareda.         



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