Calderón: nuevo rol de una presidencia fallida
ALÁN ARIAS MARÍN
UNA PARTE del discurso del presidente Calderón, pegoste tardío del absurdo y reiterado triunfalismo de logros y valentía dominante, acierta a describir la dura realidad inercial del país. No se trata, en rigor, de un diagnóstico, mucho menos un ensayo de autocrítica. La incómoda pretensión de enunciar un esbozo tardío de agenda pública deriva en la reiteración de los viejos y grandes problemas nacionales, sabidos como cambios necesarios y perentorios desde hace décadas. Reconocimiento de lo no hecho. Confesión elíptica de culpas, malamente endosadas a los otros y a la fatalidad de aztecoides plagas bíblicas. Pareciera, más bien, un relámpago testimonial autoculposo de una presidencia (y una apuesta partidista) fallidas; y que apunta a ser -temor generalizado- un acto político fallido, anuncio premonitorio de un simbólico final prematuro del sexenio.
Un presidente con abruptas y ostensibles limitaciones para gobernar, asumiendo un nuevo rol de agitación y propaganda: predicar en el desierto de las ineptitudes, los intereses cortos y las desconfianzas de la clase política, de la cual es parte, cómplice y socio minoritario pese a ocupar la cúspide del poder. Habría que ser bobo o cínico para no percatarse de lo monumental de los lugares comunes planteados con pretensiones propagandísticas de punto de inflexión. De la obvia intención (las reformas deseables son responsabilidad mayor del Congreso) de culpabilizar a la mayoría de las fuerzas políticas de oposición -en particular al PRI y al movimiento biplanar (institucional y de masas) de AMLO- del muy probable fracaso de esta súbita vocación por cambios de fondo que desechen el exitoso posibilismo reformista de sus logros de apenas antier.
Era prudente y necesario un diagnóstico de la situación nacional a la mitad del gobierno, razonable y esperada (wishful thinking) la autocrítica, dada la ostensible crisis multidimensional -sistémica- del país y lo avaro de los resultados de la gestión. La mayoría de la opinión pública ilustrada, sobre todo la que incide en los grandes medios electrónicos de comunicación de masas, editorializaron sus propias ganas de oír lo que, en rigor, no se dijo y de ver lo que no ocurre. No hay diagnóstico y mucho menos autocrítica. La debilidad de la cultura teórica de la opinión ilustrada deviene en una trivialización del análisis; se quiere impostar una realidad opuesta a lo que sucede: el discurso de un presidente en acción, si ya no gobernando, al menos en una (obligadamente efímera) campaña de agitación y propaganda.
En el discurso de Calderón no hay lógica que soporte la existencia de un diagnóstico que auspicie la autocrítica. La construcción argumental no está encaminada a la corrección del comportamiento del gobierno, ni tiene la estamina necesaria para plantear con claridad (honradez, se ha dicho) lo que el gobierno del Presidente quiere respecto de los temas enunciados.
El discurso del post-Informe no concuerda con el texto del Informe, su parte final contradice el sentido manifiesto de la inmisericorde espotiza asestada a inermes ciudadanos. Es esquizoide y de minimalista y anómala lucidez; los grandes y añejos problemas nacionales los conocen y padecen bien millones de mexicanos, lo que mueve a escándalo es lo anacrónico del pronunciamiento y que haya sido el Presidente, el adalid de los avances y los éxitos, en patente quiebre conceptual y emocional, el emisor insólito.
No hay diagnóstico ni autocrítica puesto que, por un lado, sólo hay enunciación, descripción nominal, de los 10 temas planteados; no surgen inferidos de una explicación de su carácter problemático, ni relacionados con omisiones o errores políticos; tampoco aparecen jerarquizados u orientados respecto de alguna intención política expresa en su abordaje o reforma. Puede haber algo de interés si se piensa en relación con el sujeto del discurso, al Presidente, respecto del cual se constata su renuncia a ejercer una conducción política y –acaso- su nueva voluntad de portavoz de las viejas y malas nuevas; un ilustre agitador y propagandista, un resignado ante el fracaso de su (la) política, un converso ante la evidencia dura de su derrota electoral.
El decálogo de virtuales reformas, añadido tardío al discurso prosopopéyico de los logros alcanzados y de lo mucho que falta por hacer (lo que es retórica vacía ajena a la autocrítica), no indica plausibilidad alguna de prioridades reordenadas. La “guerra” al crimen, ubicada en noveno lugar de la lista, le mereció 20 minutos al orador, en tanto que el combate a la pobreza y la salud ocuparon cuatro minutos y la educación de calidad dos; a los derechos humanos les dedicó 0 segundos. ¿Cambios de fondo? ¿Orientación alguna? Quien tenga oídos para oír que oiga.
FCPyS-UNAM. Cenadeh.
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