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La reaparición
de Diego Fernández de Cevallos
LORENZO ALDRETE BERNAL
El personaje reaparece con luenga barba cana; si blandiese un báculo y portase vestidura talar podría escenificar convincentemente la caracterización de algún profeta bíblico o algún eremita taumatúrgico. Su palabra es vehemente, hasta sentenciosa por momentos. Invoca a Dios y a la Virgen como los vigías y garantes salvíficos de su libertad. Profiere frases de perdón a sus plagiarios, exhorta a las autoridades a tratar su caso como uno más, a fin de no menoscabar la importancia de otros, acaso más desgarradores y lamentables. Insta al Estado a que se abstenga de actos de tortura o de conculcación de la dignidad humana en sus empeños elucidatorios del crimen perpetrado contra su persona.
Tributa un reconocimiento genérico a todas las voluntades que convergieron solidariamente durante los atribulados meses de su confinamiento, congratula a los comunicadores por su profesionalismo, mesura y caridad. Manifiesta que se consagrará a empresas altruistas y nobles para mitigar la pobreza y la desigualdad. Niega con acento tajante ser un abogado opulento hasta lo indecible y refiere que sus captores respetaron en todo momento su dignidad. Expresa su tristeza por un México violento y sentencia retóricamente que crímenes como el secuestro, que tanto lastiman a la nación, deben cesar.
Supongo que la emoción que lo embargaba en su reaparición pública, obnubiló su memoria y se confundió al atribuirle un romance anónimo a Cervantes (“mis arreos son las armas/ mi descanso el pelear/ mi cama las duras peñas/ mi dormir siempre velar”), quien en el capítulo II de El Quijote entrevera sin literalidad tales versos en un diálogo entre el célebre hidalgo y un ventero andaluz.
El primer mandatario y su secretario de Gobernación hablan de que el asunto se esclarecerá, diversos políticos expresan su deseo porque no prevalezca la impunidad; empero, no falta el descomedido que lamente que haya sido liberado. Las alabanzas y los denuestos se prodigan, cuasi unánimemente las primeras en los medios hegemónicos. Uno de sus socios y al parecer interlocutor en la negociación de pago de rescate, dice que los perpetradores conforman una organización muy poderosa que desafió al Estado en la comisión del plagio. Por lo demás, la mención está nimbada de misterio, como conviene en tales declaraciones lapidarias.
Y la pregunta ineludible al final de esta crónica reproducible en inagotable detalle hasta la náusea, es qué trascendencia tenga la reaparición del personaje más allá de la que conlleve para sus allegados o el morbo mediático. Estamos ante una historia sobre la que es ocioso emitir juicios de valor pues nada consta de todo lo relatado, en virtud de que lo que se comunica al público son nada más que los dichos de un político sobre su presunto cautiverio y las medias verdades -o acaso asertos mendaces- de una autoridad desprestigiada en virtud de sus métodos consuetudinariamente legamosos, con los que acomoda los asuntos coyunturales comprometedores para tratar de preservar una imagen cada vez más resquebrajada. Si de lo que se trata es de hacer un acto de fe, creamos que las cosas acontecieron como oficialmente se nos estipula que todo esto sucedió. Empero, si prescindimos del recurso fiduciario, estamos ante un problema epistemológico, a saber: ¿Cómo sabemos que todo esto sea verdad?
Sin duda, los pasquines políticos “radicales” elucubrarán sobre conspiraciones, planes aviesos de todo jaez, hundirán sus fauces lancinantes en la leyenda negra del personaje, hurgarán en la intimidad inconfesable o la connivencia política que haya el incumbente promovido, y una vez que las aguas se calmen, que el impacto mediático ceje, el caso quedará consignado como un acontecimiento más de efeméride, si no ocurre otra cosa.
Diego Fernández de Cevallos, el Jefe Diego como se le distingue, da pues pábulo a la noticia del momento, llena el vacío de conversación en estos tiempos decembrinos, constituye una dádiva a la plática de sobremesa o de liturgia cafeteril. Digamos que el hombre es por ahora una luminaria -controvertida se dice eufemísticamente-, pero en última instancia no del firmamento, sino de camposanto, es decir, efímera como un fuego fatuo.
En la marquesina de nota roja sobresale el aparente flagelo de su terrible sufrimiento (de nuevo es la versión del personaje y del discurso mediático hegemónico que lo cobija ), es el hombre del día y de las próximas semanas quizás. En nuestro país difícilmente este tipo de relatos consiguen perpetuarse en el mercado noticioso más prolongadamente.
Pero Diego Fernández de Cevallos dista mucho -no obstante su pálida tez, luenga barba y afiladas facciones- de ser un profeta o un eremita; antes bien encarna con más credibilidad al hacendado de reciedumbre ecuestre, al amo de horca y cuchillo, de fisonomía de encomendero; más gachupín que criollo, cuasi un émulo de Lucas Alamán defendiendo con celo jurídico los bienes del Duque de Monteleone -consanguíneo y legatario de Hernán Cortés-, al hijo dilecto del Bajío sinarquista e intransigente, al militante inamovible, temido y respetado, que impone subordinación, al caritativo desde su condición de señor feudal que puede permitirse de vez en vez dispensar favores a sus siervos de la gleba.
Diego Fernández de Cevallos es el símbolo de un México atávico que permanece enquistado en el presente bajo su lógica de componenda jerárquica y de secrecía gremial: el abogado litigante altamente eficiente que sabe lo que hay que hacer y cómo prevalecer en los tribunales, el político de los pactos personales siempre ventajosos en nivel presidencial o de otra índole. Por tal se le tiene, como tal se le evoca en el ánimo popular.
Diego Fernández de Cevallos ha reaparecido justo en el umbral de los dos últimos años de un gobierno federal panista que buscará a ultranza conservar el poder, su ordalía le dará alguna tela de donde cortar para mantenerse visible, y si no sucede otra cosa ahí concluirá el asunto y la ley del olvido para los ausentes a la que alude Proust, se aplicará inexorablemente a su persona. Empero, ¿terminará Diego en efeméride? Para seguir en lo castizo del asunto, a mi no se me da un adarme por ello, es decir, me importa…un bledo. Sin embargo, le deseo al personaje felices fiestas en compañía de Dios, la Virgen y los suyos, y hasta ahí, porque más prosperidad pudiese ser obscena.
El Virtuoso Cívico.
Nec vero habere virtutem satis est, nisi utare
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