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Edición 261

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perspectivas

 

Elecciones: ¿nuevas esperanzas?

Lógicamente, los comicios de este mes de julio darán pie a ciertos cambios en el panorama político-electoral del país, y sus resultados ofrecerán respaldo a algunas previsiones sobre las elecciones presidenciales del año próximo.

 

Pero habrá que convenir en que, de acuerdo con el ambiente imperante en el país y las amargas experiencias de la tantas veces desencantada mayoría ciudadana, su realización y  resultados difícilmente harán vislumbrar esperanzas de avance en las ansiadas contribuciones a la solución de los enormes problemas nacionales.

 

Claro que, finalmente, el gobernador de un estado -cargo que expondrá nuevos nombres a partir de estos días en los estados de Coahuila, México y Nayarit- no posee el poder ni el lapso de tiempo necesarios para conseguir mudanzas definitorias de las, para millones de mexicanos, lamentables condiciones del panorama patrio.

 

Y, sin embargo, para mucha gente las periódicas elecciones, ya sea de gobernadores  y aún de alcaldes hasta de los más pequeños municipios, debieran dar paso al menos a debates y hasta posibles acuerdos de acciones locales sobre los más ingentes problemas nacionales, como el de la pobreza, que afecta a más de la mitad de la población nacional.

 

Todos sabemos que las campañas electorales y los consiguientes cambios de los ocupantes de las sillas gubernamentales en las entidades federativas, además de acusaciones, prácticas tramposas y algunas veces escandalosas riñas públicas, involucran una serie de promesas de los candidatos, muchas de las cuales, hay que señalarlo, toman en cuenta algunos de los problemas del desarrollo como  la educación y la salud.

 

Pero es evidente que los encargados de la gobernación de grandes extensiones del país no toman en cuenta por su propio designio, o no reciben de los altos mandos de sus correspondientes partidos las previsiblemente acordadas encomiendas que se antojan necesarias para ganar pasos o poner bases, aún elementales, para empezar a abatir esa pobreza de que se habla, sin lugar a dudas el más grande de los problemas de este país.

 

Este fenómeno secular se combate desde tiempos atrás en el país a través de acciones de “desarrollo social” que como todo el mundo sabe, consisten en su mayor parte en dádivas.

 

Sí. Se sabe que hay grandes o pequeños programas de aulas educativas, hospitales  y caminos en algunas lejanas madrigueras de  miseria.

 

Empero, si nunca tales proyectos podrán ser suficientes para atender las crecientes demandas de la población, en la realidad, no hay esfuerzos sólidos, perseverantes, para impulsar lo que pudiera ser el principio de una solución más o menos pronta a la penuria comunal que genera  desesperanza, migración y muchos otros males: el empleo.

 

La creación de empleos, dicen los economistas, es el arma principal para combatir la indigencia de grandes sectores de la población.

 

Está visto que  muy lejos se encuentra el momento en que sea posible crear el millón de plazas de trabajo necesarias para dar respuesta a ese número de personas  que cada año engrosan el mercado del trabajo. Claro, la cifra será menor andando el tiempo, ya que como sabemos, el llamado “bono poblacional” acabará de aquí a no muchas décadas más, cuando México se convierta en un país de viejos, según las previsiones de los estudiosos del tema.

 

Se ha dicho una vez y otra, incluso por parte los mismos representantes de  un gran sector de la iniciativa privada, que  la incapacidad para crear empleo en sus empresas se debe a circunstancias tales como la escasez de financiamiento adecuado,  las condiciones del mercado, la política interna relacionada con los negocios, etcétera, incluida por supuesto en ese etcétera la violencia derivada del narcocomercio.

 

Y ante tal escenario, no son pocos los que estiman que el estado pudiera no solamente poner todas las condiciones, algunas veces harto criticadas, para que la empresa local y la foránea puedan ampliar sus instalaciones, sino también crear directamente un buen porcentaje de plazas de trabajo.

 

Claro que esas son palabras mayores. Involucran dejar de lado la política de adelgazamiento del estado, que se tradujo en la privatización de grandes sectores de la economía, un asunto sobre el cual se han pronunciado coincidentemente analistas y

estudiosos:  ante los resultados de ese esquema, debe asumirse una nueva política económica, se ha  dicho y repetido.

 

Lo cierto es que una mayor participación del estado en la economía no iría a contracorriente de las inclinaciones mundiales actuales en el campo.

 

Baste saber que el porcentaje del gasto público respecto del PIB en cada una de todas las naciones miembros de la OCDE es superior a la de México, de acuerdo con informes de la propia organización. Es decir, hay en ellos una mayor presencia estatal en la generación de renta.

En rigor, mientras que el gasto público de la mayoría de las naciones de ese grupo, entre ellas Italia, Austria, Portugal y Polonia, significa más del 40 por ciento de su PIB, la erogación gubernamental de México ha sido de alrededor de 25 por cien.

 

En todo caso, parece bien claro que la administración gubernamental  debiera tener en nuestro país una mayor participación en la tarea de crear empleo, e iniciar de algún modo la ingente tarea de combatir la pobreza.

Ningún sector puede estar más involucrado en ello que la clase política. Por eso se ocurre que haya voces a favor de que los procesos comiciales, además de nuevos gobernantes con más de lo mismo, se conviertan en punta de lanza no necesariamente para cambiar porque sí  políticas superiores, sino ideas y acciones de solución a los arduos problemas de sus propias comunidades.

 

Es posible…

 

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