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Nostalgias de un periodismo que fue
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Edición 262

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Nostalgias de un
periodismo que fue

ROQUE SANTACRUZ

 

¡Cómo han cambiado las cosas! ¿O no? Es natural y muy significativo. Admitamos que se amplió la libertad de expresión en el país. Los horizontes de los periodistas están más despejados. En algún diario y dos o tres publicaciones semanales se opina con buen juicio y seriedad. Hay que reconocer que hemos evolucionado para bien. Pero, ¿por qué?

 

Son dos los bastiones en que se apoya esta conquista: El profesionalismo y seriedad de los informadores y la ineficacia y la debilidad del poder público que se resigna pero que no lo hubiese aceptado si en sus manos estuviera la posibilidad de dominar e imponer sus designios.

 

A las grandes empresas de comunicación el respeto a la opinión pública les importa lo que el aire a Juárez. Hacen pactos, no los cumplen, minimizan noticias, hasta las ocultan y enarbolan banderas ajenas. Los aludidos están en jauja. Tienen mayor poder, hacen menos periodismo y aumentan sus ganancias. Han llegado al frenesí de la alegría y de la impunidad.

 

Ocurre, como en otras partes del planeta, que los medios responden bien si las utilidades son cuantiosas. La noticia y sus consecuencias pasan a un segundo término. Primero el comercio, después el bienestar completo, en seguida, la soberbia y sus dictados. Y si algo queda, digámoslo por radio;  presentémoslo en imágenes por televisión o recurramos a los periódicos que están a nuestras órdenes.

 

Claro, no es nada nuevo pero la forma de ejercer el poder se ha sofisticado para beneficio de los menos y la lucha constante de los que defienden la verdad y piden objetividad desde sus textos.

 

En 1994 se inició un período en que personajes de la política refinaron sus métodos de censura. Los golpes bajos durante el gobierno del democratizador Ernesto Zedillo contra sus detractores se construyeron en la oscuridad de los gabinetes, o del gabinete, o del despacho de los que mandaban. 1

 

 

Los periodistas, no todos, fueron acorralados sin estruendo pero con sibilina eficacia. El presidente tenía una piel muy sensible a las críticas y aprovechó su mandato, que le cayó por sorpresa, para hacer limpia a su antojo.

 

El politécnico estableció prioridades. Extendió su red de acoso. Planeó sus futuras arbitrariedades con mucho cuidado. Creció su rencor y su frustración originó grandes problemas y golpes de mano a diaristas. Los que no hacían su juego estaban sentenciados. No podía permitirlo. Había que acabar aquello que no llevara su huella.

 

Luego, los vasallos pulían el arma falaz. Secuaces y otros no menos importantes contribuyeron -cierto periodista más conocido- a redondear el ataque. En una reunión en la sala López Mateos de Los Pinos, el democratizador engañó, hay que reconocerlo, engañó a un diarista y con la complicidad de aquél se burló con escarnio de éste: Reconoció “el mérito de quién, aunque no se esté de acuerdo con sus ideas, merece aquí un especial reconocimiento por su profesionalismo”.

 

Previamente el conocido periodista cómplice lo había ensalzado también. El escenario fue prefabricado para el menosprecio de quien no lo merecía y el democratizador volvió a exhibir su actitud inmoral y perversa.

 

Se juntaron tres acontecimientos importantes en esos momentos: El fin del siglo, el apoyo de Don Ernesto para aupar al PAN y la necesidad de limitar el panorama informativo para dejarle a su sucesor, Vicente Fox, el campo libre.

 

Suena fuerte pero es la verdad. Lo digo por experiencia.

 

Dicho lo anterior, recordemos algo grato:

 

En los años 60 del siglo pasado, esos años en los que inclusive el cielo estaba azul, casi sin contaminación; en esa época en que la ilusión tenía casa y amplias habitaciones donde construir un mejor país, viene a mi memoria el acontecer cotidiano en la calle de Bucareli.

En ese ayer, las noticias eran leídas, bebidas, comentadas en todo su esplendor por una opinión pública abierta y ansiosa de conocer lo que ocurría.

 

2

Paradójicamente, lo que más se vendía, las notas que llamaban la atención y anunciaban los voceadores a gritos eran los crímenes, las trifulcas, los enfrentamientos entre pandillas urbanas y los robos en los barrios elegantes de las Lomas de Chapultepec. Hoy, tres cuartos de lo mismo. Los asesinatos que cometen los narcotraficantes, su complicidad con funcionarios públicos, policías y la corrupción imperante son el pan nuestro de cada día.

 

A Don Felipe Calderón le ha tocado bailar con la más fea y no ha sabido hacerlo. O no supo negarse a bailar con ella. Apechugó y su exaltación basada en el combate a los cárteles de

 

la droga han forjado una nación temerosa, hipersensible y desesperanzada.

 

El presidente de la República no es, obvio es decirlo, el único culpable. Pero cómo ha contribuido a que la gente lo convierta en el principal protagonista de un combate interminable.

 

Entonces, en la época a la que me referí al principio, el periódico La Prensa tuvo la mayor circulación de todos los diarios. ¿Por qué? … Don Mario Santaella lo adivinó y empezó a sumar lectores. Su tabloide describía minuciosamente, un poco amarillo, los actos de violencia, las peleas callejeras, historias de gangsters reales o inventados. ¿No es cierto, Manuel Camín?...

 

Era el tiempo de periodistas vestidos de camareros en hoteles de lujo para investigar los crímenes; de reporteros campesinos que se adentraban en los pueblos y las afueras del DF para dar a luz hasta el más mínimo detalle de la violencia. Narraban con imaginación y buena prosa la vida privada de delincuentes y descubrían, muchas veces, quiénes eran antes que la policía. La letra impresa era el grifo con agua en que abrevaban los lectores.

 

Proliferaron las revistas amarillas. Salían periódicos “católicos” -así los denominábamos porque se publicaban cuando Dios quería. Es decir cuando alguien aportaba el dinero  suficiente.

 

Los dos o tres diarios de mayor circulación y prestigio todavía se resistían a sacar provecho de las malformaciones de la sociedad. La nota policíaca la metían adentro. Aunque, de vez en cuando, una buena crónica acaparaba la atención de la primera plana (Carlos Ravelo); pero era el mejor tiempo para las Extras. Últimas Noticias, El  Universal Gráfico, Ovaciones y El Diario de la Tarde, se consumían por miles y miles de personas. Los compañeros voceadores estaban de plácemes. Pedían y pedían más tiraje y sus ejemplares eran arrebatados de sus manos por lectores ávidos de distraerse.

 

Los reporteros de policía eran estrellas en el firmamento de la noticia. Investigaban más que los detectives. Se colaban en las casas de las víctimas o de los victimarios y se llevaban fotos, cuadernos de notas, dibujos hechos a mano, utensilios pequeños y describían el lugar del homicidio con todo lujo de detalles.

 

Sin embargo sus versiones no traspasaban las fronteras de lo absurdo. Eran unos señores profesionales curtidos en la lucha diaria por ganar la noticia. La vida en el DF trascurría en una armoniosa amalgama de sorpresas y sucesos llamativos. La noticia llegaba antes de la boca del amable e ingenioso periodiquero que por radio o televisión, medios aún sin cuajar en ese entonces.

 

Se sabía de narcotraficantes. Pero eran seres casi etéreos, intangibles, se conocía de sus conexiones y de su existencia pero rara vez aparecían en primera plana de los diarios. Por ello un decomiso de droga se vendía como pan caliente. El público devoraba los relatos minuciosos que se hacían. Más si en la operación resultaban muertos o heridos.

 

Dibujemos un día en el escenario en que los ejemplares eran esperados. Los voceadores, distribuidores y jefes de circulación de los diarios empezaban su trajín a las 3 de la mañana con los matutinos. Frente a El Caballito, en nuestra calle de Bucareli flanqueada por El Universal y Excelsior, se distribuía todos periódicos nacionales. Las Extras representaban el material más esperado. Los gritones salían como alma que lleva el diablo, corrían hacia el centro, Cuauhtémoc, El Zócalo, Insurgentes, Reforma y a todas las colonias periféricas, cientos de ellas.

 

Los tambaches, en el mejor de los casos, los colocaban en la parte de atrás de su bicicleta o lo recibían en las manos con expresiones de regocijo.…hijín… qué p`..so contigo… Señor, aquí está su Extra… Acaba de salir del horno… está calientita… Y de sus gargantas curtidas anunciaban el acontecimiento ocurrido. Casi siempre exageraban o inventaban lo que traía el periódico. Los distribuidores se frotaban las manos y comentaban entre ellos: …abusados… sale a tiempo y con un notón…

 

Por todos lados se oía la frase de siempre: …échale cuántas… vuelvo por más… estas se las doy a mi vieja y regreso al ratón, al ratón macías… La algarabía aumentaba. Entre ellos los puestos de tacos, con su bombilla; el charro que vende los de canasta desde tiempo inmemorial… el chicharrón con tortillas… el refresco y algún que otro chínguere pero no muchos. Si acaso un cafesito con piquete. Se convivía alegremente. Todos  conocían sus nombres y apelativos… sí, mano, el ruco ese… Señalaban a un veterano que estaba sentado y recostado sobre un edificio para que le llevaran su cuota de ejemplares.

…Al güero, cuídenle las manos… ya ves cómo es… si no te fijas pues se lleva un montón más… Los papeleros, casi nunca de mal humor, solían tener sus enfrentamientos. Pero era a golpes, a patadas, puñetazos aquí y allá, mentadas… pero ahí quedaba todo.  Si acaso se amenazaban… ya verás cuate… ya verás cuate… ahora que vuelva, nos vemos… y el otro contestaba... pero nos vemos, ¿no?... porque luego ni nos vemos… qué se me hace que te rajas… aquí te espero… no te olvides… y no traigas canchanchanes…

 

Después vendrían tiempos malos. Los repartidores, encargados de llevar las instrucciones, empezaron a protestar. Formaron un grupo radical. Ya empezaban a quedarse con los diarios y no entregarlos en los domicilios. Luego los revendían. Y claro, las quejas abundaban. El ambiente se puso tenso y los jefes de circulación de los diarios no podían controlarlos. Pero ahí se iba. Al final muchos se citaban en la Coliseo para ver las luchas de El Santo Black y Blue Demon, el Cavernario Galindo y otros. Un buen día, todos nos quedamos estupefactos: uno de los diarios más prestigiados publicó a ocho columnas la siguiente noticia: “Mató a su madre sin causa justificada”. Y la sorpresa derivó en carcajadas que se oían por todo el entorno. Fue una de las más increíbles pifias del cabecero en turno. Pero también se olvidó. Durante mucho tiempo hubo buen humor y la vida se desarrollaba con más tranquilidad.

Ha cambiado mucho el periodismo desde entonces, para bien y para mal. Aquéllo fue producto de una época nostálgica, agradable que no volverá.

 

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