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Edición 275

 

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Se enervan desconfianza e irritación

Roque Santacruz

 

La duda, la desconfianza y la frustración asuelean a México; la irritación crece, los indolentes despiertan. Mujeres, hombres y hasta jovencitos se sorprenden. Tenemos una nación altiva que sin embargo soporta todos los defectos aunque se rebelen contra ellos como lo demostró a lo largo de la historia.

Este es el momento preciso para hacer frente a un deterioro del que todos somos culpables y cómplices. De las cuevas de los Indios Verdes bajan despacio pero sin interrupción, los marginados, los que viven entre rocas, adosados a ellas, clavados los pies que sangran con la cal y la arena. En sus rincones cóncavos echan un taco, el guisado de chicharrón y mantienen la esperanza de prosperar.

Miseria

Los chilangos, y los que vinieron de otras partes, buscan una vida mejor, se hacinan en las laderas de los montes pelones, dentro de casuchas cacarizas con paredes de alambres desgastados, cubiertos por papeles que, con el tiempo, se han convertido en rejas.

Creyeron haber encontrado un camino hacia la felicidad tan anhelada. Abandonaron sus campos fértiles por culpa de la sordera de la CNC que vegeta e hizo el escarnio de todos ellos. Los mantuvo y mantiene en el olvido.

La promiscuidad invade sus espacios de abrigo. Las madres, las hijas, novias, las vecinas hacen tortillas en el comal. La cabeza agachada, las manos que parlotean al contacto con la masa de maíz.

Los varones, de rostro arrugado, bigote negro, canoso, ancho o delgadito como el de un petimetre, salen, no muy temprano, en busca de trabajo.

No saben dónde ir. Siguen sugerencias de amigos más avisados y se acercan a las naves industriales que les rodean y vigilan por costumbre. Se ofrecen como peones, se unen sin permiso previo a los que cargan adobes, piedras, baldes pesados que portan agua, aceite o líquidos que luego se venden en botellas sucias, apenas enjuagadas, con restos de tequila, mezcal o

marranilla. Allí se inicia el contrabando más barato; es un negocio ilegal contra el que la policía carga a diario para justificar su fracaso en la lucha contra el narcotráfico.

2Acuden prestos para traficar con todo. Allí se encuentran a los que, en su desesperación, aceptan ser camellos, matones a sueldo, serviles y mal pagados, damas de compañía y de cama.

De la prostitución no se habla pero ahí está, en todas sus formas y actitudes. Se usa un término usual, casi sin sentido: o eres puta o eres puto. Eres un trágala o un gusano. Actúas por órdenes o por hastío.

 

Ellos arrastran los pies, se ajustan el cincho, la camisa raída tiene agujeros aquí y allá, arrugas, manchas de todos los colores. Sus chanclas, tenis, están picados de viruela. Las suelas desgastadas, casi inexistentes.

Muchos caminan descalzos, son ya inmunes a las alimañas. Les pican, se rascan y las aplastan repten o vuelen en su entorno.

Los cacharros de una cocina casi invisible esperan el turno para quitarles parte de la mugre. No hay agua corriente. Llueve y los grifos están lejos, casi inalcanzables. Además, no tienen ganas de salir, aunque el hambre y el llanto de los críos los ensordecen.

No saben cómo están. Trabajan por inercia, nunca con un fin previsto. El “ai se va” es su alma mater. Son fuertes, mestizos e indios y algún que otro güerito cuyo cabello pajizo se oculta detrás de las barrigas de ellas y de los sombreros o gorros de los padres de familia. El incesto forma parte de sus vidas.

Una tierna niña, 15 o 16 años de edad, espera su turno para ser violada. Sabe que ocurrirá en cualquier momento. Están resignadas y lo toman como parte de su ritual.

Ellos, machistas o deprimidos, nunca permiten que las mujeres opinen. Sólo aprueban o maldicen los alimentos que les dan. La hembra es un mal destinado a satisfacer los instintos carnales o los estómagos macilentos y desbordantes de sus dueños.

 

nenGoberna

 

El alba se mete por las rendijas como puede, no canta el gallo. Si acaso ladran los perros, las ratas corren a esconderse después de una noche provechosa. Las lagartijas siguen por ahí, un poco alocadas. Los mosquitos se disponen a comer sangre humana, los chicos berrean. Las madres se restriegan los ojos. Miran a sus retoños envueltos en sarapes encima de un pesebre de leña y hojas de árboles cercanos, si las hay.

Las cobijas son escasas y, si acaso, algunas se abrigan con ellas, la sujetan contra su cuerpo y se arriman a la lumbre de una hoguera improvisada. Se preparan las mazorcas relucientes aún; el café de olla hierve, los escasos e insaboros chilaquiles que pican o producen úlceras, no faltan. Tampoco los jarritos que pudieron robarse el día anterior en algún mercado sobre ruedas. Las botellas sucias, llenas del pulque. Las ilusiones perdidas, los deseos incumplidos. Las vicisitudes aumentan, la mayoría se conforma; el malestar cubre a todos. El silencio se rompe cuando algún borrachín, tan de mañana, grita y pide “dame de comer, vieja”, mientras sostiene la botella de alcohol en una de en sus manos.

El tiempo no marca horas ni días. Un sucio calendario del año anterior cuelga por ahí, pende de una piedra cortante. Es un trofeo porque tiene dibujitos, pero nadie lo mira ni lo consulta. Es la medida de un tiempo que se hace eterno y mínimo a la vez, oscuro y desesperante.

Las mujeres se mueven al compás de los gruñidos de sus maridos o dueños. Algunos las golpean y les ponen los ojos amoretados, el cuerpo magullado, las lágrimas que se confunden con los lamparones en los trapos sucios y remendados que usan como mandiles. Otras ni eso; sus vestidos son garras con agujeros en todas partes.

Se agachan para servir el agua negra y la calientan. Los hombres aprovechan para darles de nalgadas. “ora, no me provoque….”, les dicen sonrientes la única vez que muestran su dentadura sucia y la amargura vuelve a sus rostros.

¿Quiénes son?

Nadie sabe. Si acaso su miseria convertida en delito, crimen sin castigo, aparece en algunas conversaciones de

elegantes caballeros que se ufanan del crecimiento demográfico en el DF.

Dicen estos individuos “creen que aquí tendrán más oportunidades… son unos pendejos…”, es el mejor calificativo que reciben.

Los niños bien y los mayores catrines los borran de su memoria. “Esos jijos….vendrán a robarnos, quizá a matarnos, son unos desalmados”, se dicen entre sí mientras ingieren su bullshot de la mañana para apaciguar la cruda.

Los automóviles invaden Reforma e Insurgentes. El tétrico tren construido por López Obrador, llega a las estaciones con arquitectura estalinista. Son andenes oscuros con techos sombríos y asientos de fierro. Llueva o haga calor, los pasajeros esperan su llegada que atraviesa de norte a sur la avenida más larga del mundo.

Calderón, Andrés Manuel, Marcelo Ebrand, a lo suyo. La política y el dinero se entremezclan. Las canonjías se reparten. El dinero sucio corre y se distribuye sin control. Los burócratas son cada vez más displicentes. Las escuelas reciben a niños y adolescentes que son tentados por vendedores ambulantes de drogas sicodélicas.

La policía lo sabe y deja hacer. De vez en cuando, hay redadas para que lean en los diarios, oigan en la radio y vean en la televisión que sí trabajan, cuando no es cierto.

El mundo rueda y la diferencia entre unos y otros se hace mayor. Se confunden las ideas, se pervierten los trabajos y en todas las calles discurre la vida de más de 23 millones de habitantes de la segunda área más poblada del planeta.

 

¿Cambiaremos alguna vez?

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