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Edición 296
Escrito por Jorge Beinstein   
Sábado, 05 de Enero de 2013 11:26

DECLINA EFICACIA Y CRECE LA CORRUPCIÓN

DEL COMPLEJO MILITAR-INDUSTRIAL

 

El horizonte de la barbarie
JORGE BEINSTEIN
(Tercera y última parte)

 

ACTUALMENTE EL COMPLEJO MILITAR-INDUSTRIAL norteamericano (en torno del cual se reproducen los de sus socios de la OTAN) gasta en términos reales más de un billón (un millón de millones) de dólares, contribuye de manera creciente al déficit fiscal y por consiguiente al endeudamiento del Imperio (y a la prosperidad de los negocios financieros beneficiarios de dicho déficit.)

Obama

Su eficacia militar es declinante, pero su burocracia es cada vez mayor. La corrupción ha penetrado en todas sus actividades, ya no es el gran generador de empleos como en otras épocas. El desarrollo de la tecnología industrial-militar ha reducido significativamente esa función. La época del keynesiamismo militar como eficaz estrategia anti-crisis pertenece al pasado.

Presenciamos actualmente en Estados Unidos la integración de negocios entre la esfera industrial-militar, las redes financieras, las grandes empresas energéticas, las camarillas mafiosas, las “empresas” de seguridad y otras actividades muy dinámicas, conformando el espacio dominante del sistema de poder imperial. La historia de las decadencias de civilizaciones, por ejemplo la del Imperio Romano, muestran que ya comenzada la declinación general y durante un largo período posterior la estructura militar se sigue expandiendo sosteniendo tentativas desesperas e inútiles de preservación del sistema.

En consecuencia la decadencia general y la exacerbación de la agresividad militarista del Imperio podrían llegar a ser perfectamente compatibles. De allí se deriva la conclusión de que, al escenario previsible de desintegración más o menos caótica de la superpotencia, deberíamos agregar otro escenario no menos previsible de declinación sanguinaria, guerrerista.

Tampoco la crisis energética en torno de la llegada del “Peak Oil” debería ser restringida a la historia de las últimas décadas. Es necesario entenderla como fase declinante del largo ciclo de la explotación moderna de los recursos naturales no renovables. Ese ciclo energético bisecular condicionó todo el desarrollo tecnológico del sistema y fue la vanguardia de la dinámica depredadora del capitalismo extendida al conjunto de recursos naturales y del ecosistema en general.

Lo que durante casi dos siglos fue considerado como una de las grandes proezas de la civilización burguesa, su aventura industrial y tecnológica, aparece ahora como la madre de todos los desastres, como una expansión depredadora que pone en peligro la supervivencia de la especie humana.

En síntesis, el desarrollo de la civilización burguesa durante los dos últimos siglos (con raíces en un pasado occidental mucho más prolongado) ha terminado por engendrar un proceso irreversible de decadencia. La depredación ambiental y la expansión parasitaria están en la base del fenómeno.

Existe una interrelación dialéctica perversa entre la expansión de la masa global de ganancias, su velocidad creciente, la multiplicación de las estructuras burocráticas civiles y militares de control social, la concentración mundial de ingresos, el ascenso de la marea parasitaria y la depredación del ecosistema.

Las revoluciones tecnológicas del capitalismo han sido en apariencia sus tablas de salvación. Así fue durante mucho tiempo, incrementando la productividad industrial y agraria, mejorando las comunicaciones y los transportes, pero en el largo plazo histórico, en el balance de varios siglos constituyen su trampa mortal, han terminado por degradar el desarrollo que han impulsado al estar estructuralmente basadas en la depredación ambiental, al generar un crecimiento exponencial de masas humanas súper explotadas y marginadas.

El progreso técnico integra así el proceso de autodestrucción general del capitalismo (es su columna vertebral) en la ruta hacia un horizonte de barbarie. No se trata de la incapacidad del actual sistema tecnológico para seguir desarrollando fuerzas productivas sino de su alta capacidad en tanto instrumento de destrucción neta de fuerzas productivas. Se confirma así el sombrío pronóstico formulado por Marx y Engels en pleno auge juvenil del capitalismo: Dado un cierto nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, aparecen fuerzas de producción y de medios de comunicación tales que, en las condiciones existentes solo provocan catástrofes, ya no son más fuerzas de producción sino de destrucción.

En fin, el ciclo histórico iniciado hacia fines del siglo XVIII contó con dos grandes articuladores hoy declinantes: La dominación imperialista anglo-norteamericano (etapa inglesa en el siglo XIX y norteamericana en el siglo XX) y el ciclo del Estado burgués desde su etapa “liberal industrial” en el siglo XIX, pasando por su etapa intervencionista productiva (keynesiana clásica) en buena parte del siglo XX para llegar a su degradación “neoliberal” a partir de los años 1970-1980.

Capitalismo mundial, imperialismo y predominio anglo-norteamericano constituyen un solo fenómeno. Una primera conclusión es que la articulación sistémica del capitalismo aparece históricamente indisociable del articulador imperial (historia imperialista del capitalismo). Una segunda conclusión es que al ser cada vez más evidente que en el futuro previsible no aparece ningún nuevo articulador imperial ascendente a escala global, entonces desaparece del futuro una pieza decisiva de la reproducción capitalista global a menos que supongamos el surgimiento de una suerte de mano invisible universal (y burguesa) capaz de imponer el orden (monetario, comercial, político-militar, etcetera). En ese caso estaríamos extrapolando al nivel de la humanidad futura la referencia a la mano invisible (realmente inexistente) del mercado capitalista pregonada por la teoría económica liberal.

La declinación imperial de occidente incluye la de su soporte estatal, abarcando una primera etapa (neoliberalismo) marcada por el endeudamiento público, el sometimiento del Estado a los grupos financieros, la concentración de ingresos, la elitización y pérdida de representatividad de los sistemas políticos y una segunda etapa de saturación del endeudamiento público, enfriamiento económico y crisis de legitimidad del Estado.

El colonialismo-imperialismo y el Estado moderno han sido en términos históricos pilares esenciales de la construcción de la civilización burguesa. Sobre los antecedentes coloniales del capitalismo no hay mucho más que agregar. Respecto de la relación Estado-burguesía es evidente, sobre todo a partir del siglo XVI en Europa, la estrecha interacción entre ambos fenómenos. No es posible entender el ascenso del Estado moderno sin el respaldo financiero y de toda la articulación social emergente de la naciente burguesía, cuyo nacimiento y consolidación hubieran sido imposibles sin el aparato de coerción y el espacio de negocios ofrecido por las monarquías militaristas. Y también es necesario tomar en cuenta el mutuo respaldo legitimador, cultural, social que permitió a ambos crecer, transformarse hasta llegar a la instauración del capitalismo industrial y su contraparte estatal. La historia de la modernidad nos sugiere tratarlos como partes de un único sistema (heterogéneo) de poder.

Hacia el final, en la fase descendente del capitalismo sesgada por la financiaización integral de la economía, el Estado (en primer lugar los estados de las grandes potencias) también se financiariza, se va convirtiendo en una estructura parasitaria (un componente de las redes parasitarias), entra en decadencia.

La convergencia de numerosas “crisis” mundiales puede indicar la existencia de una perturbación grave pero no necesariamente el despliegue de un proceso de decadencia general del sistema. La decadencia aparece como la última etapa de un largo súper ciclo histórico, su fase declinante, su envejecimiento irreversible (su senilidad). Extremando los reduccionismos tan practicados por las “ciencias sociales”, podríamos hablar de “ciclos” parciales: energético, alimentario, militar, financiero, productivo, estatal y otros, y así describir en cada caso trayectorias que despegan en occidente entre fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX con raíces anteriores e involucrando espacios geográficos crecientes, hasta asumir finalmente una dimensión planetaria para luego declinar cada uno de ellos. La coincidencia histórica de todas esas declinaciones y la fácil detección de densas interrelaciones entre todos esos “ciclos” nos sugieren la existencia de un único súper ciclo que los incluye a todos.

El siglo XX

A partir de un enfoque plurisecular del capitalismo, es posible avanzar una explicación del ascenso y derrota de la ola anticapitalista que sacudió al siglo XX. La Revolución Rusa inauguró en 1917 una larga sucesión de rupturas que amenazaron erradicar al capitalismo como sistema universal. El despegue revolucionario se apoyaba en una crisis profunda y prolongada del sistema que podríamos ubicar aproximadamente entre 1914 y 1945 y cuyas secuelas se extendieron más allá de ese período.

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Dicha crisis fue interpretada por los revolucionarios rusos como el comienzo del fin del sistema pero el sistema, aún sufriendo sucesivas amputaciones “socialistas” (Europa del Este, China, Cuba, Vietnam...) y la proliferación de rebeldías y autonomizaciones nacionalistas en la periferia, pudo finalmente recomponerse y sus enemigos fueron cayendo uno tras otro a través de restauraciones explícitas como en el caso soviético o sinuosas como en el caso chino.

Las élites occidentales pudieron entonces afirmar que la tan anunciada declinación del capitalismo y su remplazo socialista no fue más que una ilusión alimentada por la crisis. Y algunos gurús como el ahora olvidado Francis Fukuyama hasta proclamaban el fin de la historia y el pleno desarrollo de un milenio capitalista liberal.

Existe una visión falsa (pero no totalmente falsa) de la decadencia occidental frente a la emergencia del mundo nuevo a partir de la Revolución Rusa, incluso si es entendida como “decadencia hegemónica”. Esa visión pareció quedar desmentida por la realidad con el sometimiento chino (1978) y el derrumbe soviético (1991). Sin embargo, era apuntalada desde 1968-73 cuando empezaron a declinar las tasas de crecimiento del Producto Bruto Mundial y parcialmente confirmada desde 2008 porque el sistema se degrada velozmente (condición necesaria para su superación), aunque su sepulturero no aparece o aparece en una dispersión de pequeñas dosis históricamente insuficientes.

Insurgencias (hacia la negación absoluta del sistema)

La contracara positiva de la decadencia podría ser sintetizada como la combinación de resistencias y ofensivas de todo tipo contra el sistema, operando como un fenómeno de dimensión global y actuando en orden disperso, expresando una gran diversidad de culturas, diferentes niveles de conciencia y de formas de lucha.

Desde los indignados europeos o norteamericanos que (por ahora) sólo pretenden depurar al capitalismo de sus tumores financieros y elitistas, hasta los combatientes afganos peleando contra el invasor occidental o la insurgencia colombiana animada por la perspectiva anticapitalista, pasando por un muy complejo abanico de movimientos sociales, minorías y pequeños grupos críticos y rebeldes. Oposiciones a gobiernos abiertamente reaccionarios y a ocupaciones coloniales, pero también a las fachadas democráticas más o menos deterioradas que intentan suministrar gobernabilidad al capitalismo, lo que plantea la hipótesis de la convergencia y radicalización de esos procesos y entonces la posibilidad de profundizar el concepto de insurgencia global pensado como realidad en formación alimentada por la declinación de la civilización burguesa. La alternativa insurgente emerge como rechazo y apunta hacia la negación radical del sistema y al mismo tiempo abriendo el espacio de las utopías post capitalistas.

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El sujeto central de la insurgencia es la humanidad sumergida en expansión a la que la dinámica de la marginación y la superexplotación (la dinámica de la decadencia) empuja hacia la rebelión como alternativa a la degradación extrema. Se trata de miles de millones de habitantes de los espacios rurales y urbanos. Este proletariado, mucho más extendido y variado que la masa de obreros industriales (incluye a sus franjas periféricas y empobrecidas), no es el nuevo portador de la antorcha del progreso construida por la modernidad, sino su negador potencial absoluto el cual en la medida en que vaya destruyendo las posiciones enemigas estará construyendo una nueva cultura libertaria.

Sin embargo, la irrupción universal de ese sujeto se demora. Un gigantesco muro de ilusiones bloquea su rebelión. Es que la autodestrucción del sistema global recién está en sus inicios, su hegemonía civilizacional es todavía muy fuerte. Es casi imposible pronosticar, establecer teóricamente el recorrido temporal, el calendario de su desarticulación. Si es posible establecer teóricamente la trayectoria descendente, aunque sin pegarle fechas.

Utopías (el retorno del fantasma)

Aquí aparece el postcapitalismo como necesidad y posibilidad histórica concreta, como utopía radical que hunde sus raíces en el pasado revolucionario de los siglos XIX y XX y mucho más allá en las culturas comunitarias precapitalistas de Asia, África, América Latina y de la Europa anterior a la modernidad. No se trata de una etapa inevitable (une suerte de “resultado inexorable” de la declinación del sistema decidido por alguna “ley de la historia”), sino del resultado posible, viable del desarrollo de la voluntad de las mayorías oprimidas.

Ya en la génesis del sistema existía su enemigo absoluto, negando, rechazando su expansión opresora. En Europa en torno del siglo XVI emergían los despliegues coloniales, la industria de guerra bajo moldes pos artesanales, las primeras formas estatales modernas, los capitalistas comerciales y financieros asociados a las aventuras militares de las monarquías. Y la superexplotación de los campesinos, la destrucción de sus culturas, de sus sistemas comunitarios, generando rebeliones como la que encabezó el comunista cristiano Tomas Müntzer en el corazón de Europa, bajo la consigna “Omnia sunt communia” (todo es de todos, todas las cosas nos son comunes).

El amanecer de la modernidad burguesa fue también el de su negación absoluta. Ambos bandos aportaban nuevas culturas pero al mismo tiempo heredaban viejas culturas de opresión y emancipación.

La alianza de banqueros, terratenientes y príncipes que derrotaron a los campesinos en la batalla de Frankenhausen (mayo de 1525) y asesinó a Müntzer, unía sus nuevos apetitos burgueses con los viejos privilegios feudales mientras los campesinos rebeldes reinterpretaban los evangelios de manera comunista y asumían la herencia de libertad comunitaria del pasado, incluidas valiosas tradiciones precristianas. La construcción de alternativas innovadoras (de opresión y de emancipación) hundía sus raíces en el pasado.

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Repasando luego el siglo XIX europeo y más adelante la crisis occidental entre 1914 y 1945 y sus consecuencias vemos como una y otras vez el demonio burgués derrota a su enemigo mortal que renace más adelante para presentar nuevamente batalla. Desde las insurgencias obreras europeas hasta llegar a la derrota de la Comuna de París en la era del capitalismo industrial juvenil que ya asumía una dimensión imperialista planetaria hasta llegar a las revoluciones comunistas rusa y china concluyendo con la degeneración burocrática y la implosión de la primera y la mutación capitalista-salvaje de la segunda.

En su prolongada historia la civilización burguesa fue pasando desde su infancia europea hasta su madurez en el siglo XX y finalmente a su vejez y su degradación senil desde fines del siglo XX hasta nuestros días.

En la era de la decadencia del capitalismo va asomando nuevamente la figura de su enemigo. Se trata de un nuevo fantasma heredero y al mismo tiempo superador de los anteriores. Una mirada pesimista nos señalaría que será nuevamente derrotado, si ello ocurre esta civilización planetaria se irá sumergiendo en niveles de barbarie nunca antes vistos ya que su capacidad (auto)destructiva supera a cualquier otra decadencia civilizacional. Ahora no está en juego la supervivencia de algunos millones de seres humanos, sino de más de siete mil millones.

Pero ese pesimismo se apoya en la historia de la modernidad pensada como una infinita repetición de escenarios donde cambian la dimensión, la complejidad tecnológica, los modelos de consumo, etcétera, pero queda intacta la dinámica amo-esclavo; el primero controlando los instrumentos que le permiten renovar su dominación y el segundo embarcado en batallas perdidas de antemano. De esa manera es ocultado el hecho de que la modernidad burguesa ha entrado en decadencia, lo que abre la posibilidad del quiebre, del colapso de dicha dinámica perversa abriendo el horizonte de la victoria de los oprimidos. Ello no fue posible en la etapas de adolescencia, juventud o madurez del sistema, pero si es posible ahora.

Es la declinación de occidente (entendido como civilización burguesa universal) lo que abre el espacio para el nuevo fantasma anticapitalista que necesita, para imponerse irrumpir, bajo la forma de una vasto, plural proceso de desoccidentalización, de critica radical a la modernidad imperialista, sus modelos de consumo y producción, de organización institucional, etcétera. Se trata entonces de la abolición del sistema en el sentido hegeliano del concepto: Negar, destruir, anular las bases de la civilización declinante y al mismo tiempo recuperar positivamente en otro contexto cultural todo aquello que pueda ser utilizable.

Volviendo a Hegel para superarlo, es necesario afirmar que la marcha de la libertad que él suponía avanzando desde “oriente” (entendido como la periferia del mundo occidental-moderno) para realizarse plenamente en occidente, en realidad avanza desde el subsuelo del mundo y puede llegar a dar un salto gigantesco aplastando, desbordando a los baluartes de la opresión occidental, irrumpiendo como una ola universal de pueblos insurgentes.

El primer fantasma fue europeo de cuerpo y alma y dio su última batalla en 1871 en la Comuna de París. El segundo fantasma asumió una envergadura planetaria, levantó su bandera roja en Rusia y China, alentando un amplio espectro de rebeliones periféricas. Tenía un cuerpo universal pero su cabeza estaba impregnada de ilusiones progresistas occidentales (el tecnologismo, el aparatismo, el estatismo, el consumismo). Su fecha o período de defunción podemos fijarla entre 1978, cuando China ingresa en la vía capitalista, y 1991 (derrumbe de la URSS.)

Lo que necesita el siglo XXI es el desarrollo de un tercer fantasma revolucionario, completamente desoccidentalizado. Es decir, negador absoluto de la modernidad burguesa y por consiguiente universal de cuerpo y alma, anticapitalista radical, construyendo la nueva cultura postcapitalista a partir de la confrontación intransigente con el sistema, heredando los antiguos combates, levantando la bandera multicolor de la rebeldía de todos los pueblos esclavizados del planeta, de sus identidades aplastadas, sumergidas convertidas gracias a sus combates en contraculturas opuestas al capitalismo.

En suma la emergencia, la avalancha plural de pueblos sometidos, de la humanidad verdadera, liberada (en proceso de emancipación) de la prehistoria, de la historia inferior del hombre enemigo de su entorno ambiental, del espacio que le permite vivir, y en consecuencia del hombre enemigo de si mismo.

No se trata de una utopía universal única apuntando a una humanidad homogénea sino de una amplia variedad de utopías comunitarias ancladas en identidades populares específicas interrelacionadas, conformando un gran espacio plural marcado por la abolición de las clases sociales y del Estado.

 

* Ciclo de Conferencias “Los retos de la humanidad: la construcción social alternativa”,
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH)
de la Universidad Nacional Autónoma de México, 23 al 25 de octubre de 2012
.



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