1963,
Rayuela, mundo para armar ERNESTO PÉREZ CASTILLO*
EN AQUEL AÑO, SI SE MIRA BIEN, el
horno no estaba para pastelitos. Aunque el número 1963 como que no suena, y
pareciera ser una cifra vana, aburrida, de esas sin eco que no llaman a nada,
fue todo lo contrario. Ese resultó ser un año muy movido, te viraras para donde
te viraras.
Para decir poco, el mundo acaba de salvarse por los pelos
y las barbas, sobre todo las barbas, de una conflagración nuclear que hubiera
sido la primera y sin dudas la última, ya que el hongo atómico no borraría del
mapa sólo a la islita rebelde, sino que borraría al mapa en sí, todo,
completico, sin dejar títere con cabeza que lo pudiera contar.
Muy, muy lejos del Caribe, en el
mismísimo epicentro europeo, visitaría Kennedy apenas unos meses después el
Checkpoint Charlie del Antifaschistischer Schutzwall (el Muro de Berlín, según
los que al final escribieron la historia), soltando luego su famosa frasecita:
“Ich bin ein Berliner”, queriendo decir “yo
soy un berlinés”, aunque para otros que sí conocen de a de veras el alemán
(a mí no me crean) lo que eso realmente quiere decir no es sino: “yo soy una
dona cremosa”.
Ich bin ein berliner
Haya dicho o querido decir lo que fuera que fuese, de
todas maneras antes de terminar el año moriría baleado por solo un par de
proyectiles, que si hemos de creer el cuento que de eso se ha contado oficialmente,
tienen que haber sido disparados por Billy “el
Niño” o por “Bufallo Bill”, pues
nunca antes ni después nadie logró hacer tan buena diana, a tanta distancia y
produciendo tantos estragos en el cuerpo del asesinado.
En tanto, otra frase cruzaba el planeta, mucho más
profunda y contundente. La sembró Martin Luther King ante más de un cuarto de
millón de personas, y hablaba para ellos y por todos ellos y los que vendrían
después: “I still have a dream”, y es
el mismo sueño que tenemos todavía.
Tengo un sueño
En ese mismo sesenta y tres, Tito -Josip Broz según su acta de nacimiento- se declaró Presidente
Vitalicio en Yugoslavia, también se fundó la Organización de la Unidad Africana y,
para colmo, a bordo de la
Vostok 6, la cosmonauta soviética Valentina Tereshkova se convertía en la primera
mujer en orbitar varias veces la
Tierra desde el espacio exterior.
Así las cosas, quien quiera más es un goloso. Pero hubo
más: Comenzando el verano, una novela rara, muy rara, saldría de la imprenta.
Su título hasta última hora fue “Mandala”, pero finalmente su autor decidió
cambiarlo por Rayuela.
Esa novela, y todo lo demás, está cumpliendo ahora sus
cincuenta años.
Cortázar la escribió queriendo dejar en ella “la
experiencia de toda una vida y la tentativa de llevarla a la escritura”. Y por
impreso dejaba recomendaciones que no había que seguir al pie de la letra,
sobre cómo debía, o podía, ser leída su obra: de atrás para adelante, a saltos,
al azar, solo algunos fragmentos, o de la manera convencional si el lector se
arriesgaba.
Yo nunca corrí el riesgo. Más de veinte años después de
escrita fue que supe de ella, y conozco más de uno que aún no se ha enterado,
ni falta que le hace. Yo llevo otros veinte años más leyenda, a cómo puedo, a
raticos, a como se me ocurre, disfrutando algunas partes mucho muchísimo, y
aburriéndome soberanamente con otras.
Pero, pero, pero: Es la novela de ese año, de 1963, y
probablemente, de muchos de los años que siguieron, porque es enciclopédica y
al tiempo es banal, contando desde el origen y surgimiento de las tijeras, con
pelos y señales, hasta el sufrir de una madre por el hijo que muere.
Meterse con ella, con Rayuela
digo, es meterse con la historia, a pulmón. Pero con la historia cuando es
contada en su fragmentación, desde los individuos, que viven como si afuera no
se estuviera acabando el mundo, o como si ellos no se hubieran enterado.
Y de hecho, no se ha acabado, ni el mundo, ni Rayuela.
Ya pasaran otros cincuenta años, ya veremos qué se
escribe entre tanto, si aún se sigue escribiendo, y si alguien habrá podido
para entonces desentrañar todos los misterios allí atrapados. *La Jiribilla
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