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Edición 211
Escrito por Pino Páez   
Sábado, 30 de Mayo de 2009 19:24


 
CUANDO LA NARIZ escurre alguna exhalación se pierde toda la poesía, no hay más remedio que sonarse y entrapar una prosaica trompetilla; no sólo se deslizan de tal apéndice los verdores, también en el pañuelito se estampan los prejuicios cual bosque diluido en podredumbre.

Prejuicio uno estacionado en China

   A varios comentaristas -a causa de que en esa República Popular cualquier mexicano era candidato a una cuarentena- les floreó lo sinófobos, uno de éstos, en un noticiario vespertino del ’40 soltó un “¡China tu madre!” . Otro “comunicador” de una emisión matutina del 4 se destapó con un “¡Hijos de la chinada!”. En el 28, una conductora posó un rictus de berrinche a la cámara uno para interrogar enojadísima: ¿Por qué hacen esto, si en México siempre tuvieron las puertas abiertas?, en cuestionario destinado a chinos sin caireles.

   Ninguno de los “analistas”  quienes -más que protestar- insultan, no sólo aunque sí fundamentalmente, a chinos y cubanos, ha expelido frente al micrófono o el tintero ni una gotita de indignación por asesinatos del prejuicio y en perjuicio de paisanos, a los que entenados del Ku Klux Klan balean confundiéndoles con puerco espín. Ni por los encadenados (incluidas mujeres y menores de edad) de muñecas y tobillos por la migra. Ni ante declaraciones de un congresista para quien debe rechazarse toda reforma migratoria, porque EU no requiere “analfabetas mexicanos”. Ni...

   De la influenza humana igualmente brotó el prejuicio de mexicanos contra mexicano, pues aquéllos al unísono corearon estridentes contra éste “¡Que no entre, que no entre!” al avión que los traía de regreso a México por estar contagiado. A su suerte lo abandonaron, pese a que les fueron explicadas las medidas de seguridad. Del patriotismo al patrioterismo sólo queda la frontera de la tos.
Desde luego que impedir vuelos de y hacia México (e intentos peores, v.gr., los del señor Sarkozy) rebasa las necesidades de preservar la salud interna, supera también un hipotético desdén a la administración de don Jelipe: ofende, incluso por inercia, a los mexicanos, hasta la mismita mayoría cuyo itinerario aéreo se da en avioncitos de papel.

   Respecto a lo de “puertas abiertas” no está por demás indicarle a la señorita reportera que en el porfiriato al chino, denominado culí, se le esclavizaba bajo un disfraz “salarial” en diversas áreas, sobre todo en la construcción de vías férreas con jornadas que rebasaban las 15 horas diarias, además, la socialité pulquera tenía por “raza inferior” a chinos, negros e indios.

   Tal sinofobia, o aversión a los chinos, no era exclusividad porfiriana, en los ’20 el gobernador obregonista Alejandro Bay decretó la prohibición de matrimonios entre chinos y mexicanas. El corresponsal de El Universal que informó tal normatividá, de su percudida cosecha añadió que igualmente debía prohibirse el matrimonio entre negros y mexicanas. En algunos la tez del otro resopla escalofríos.

A la izquierda del señor Bay y el reporterito de la época, estaba Pancho Villa quien tampoco pudo librarse del prejuicio antichino. Hizo recargar a muchos arribados del lejano oriente... en el oriente cercano de un paredón. Macabra paradoja del gran revolucionario que, haciendo a un lado su mestizaje, se autodefinía indio por completo, en la henchida completud de la procedencia, ya que una de las tesis más aceptadas de El origen del hombre americano es precisamente con ese título subrayado la de Paul Rivet, para el cual el asiático es quien puebla primerito estos lares que atravesó por el estrecho de Behring. De allí los rasgos tan afines. De allí lo paradójicamente macabro. De allí que el discriminar sin falla desbarata lo reflejado en la desolación de su propio espejo.

A la izquierda de Pancho Villa hallábase Ricardo Flores Magón, militante del Partido Liberal Mexicano, agrupación que imprimió un manifiesto donde se proponía prohibir la entrada de chinos al país. Es posible que más tarde el grandioso anarquista -por tal sinofobia- expresara arrepentimiento. Probabilidad alta de autocrítica de un mayúsculo personaje de la REVOLUCIÓN de antaño y hogaño a quien los trabajadores de todas las esferas, todas las edades y todos los contornos... debemos los altísimos re-vuelos de su prosa y de su aliento que todavía aletean por todos los renglones y todos los cristales.

Prejuicio dos anclado en el estereotipo

Al prejuicioso le resulta canon y cartabón la estereotipia de los que asume y sume abajeños en los peldaños de la sangre: El negro -elucubran los racistas- es la materialización ontológica del instinto, harto falo y escaso cerebelo; al indio y al chino los hace compartir el mismo escalón petrificados, ambos reverberan -según los discriminadores-una melancolía misteriosa, nada se descubre en el crucigrama de su semblante, ni se sabe qué maquinan en la perpetua torcedura de una idea oculta en las hendiduras de una perversa miradita.

Alfonso Taracena, en un texto de El Universal en los ’90, evocaba que durante una charla que sostuvo con José Vasconcelos en La Habana, el autor de La Raza cósmica externaba su admiración por Cuba, isla a la que encontraba un solo defecto: tener muchos negros.

En el empañado abultamiento de los estereotipos, también espejean un chafísimo mapa genómico de la etopeya, de las costumbres de un pueblo, en lo que a mexicanos concierne son -describen los cartógrafos desbrujulados- en esencia perezosos, del lunes hacen santidad y construyen más puentes que dentistas en devastados reíres de chimuelos. No comen caviar pero son tributarios de Su Majestá, La Hueva.

Varios escrutadores del ser nacional casi se desgañitan en arquimédica ¡eureka! al afirmar que en trilogía sintética del incumplimiento inamovible, localizaron la dialéctica tartufa en lo mero-mero del espíritu del mexicano: Mañana, al ratito y orita voy.
                         
En estas fechas de mucha influenza aparecen los pontífices de la discriminación hallando y hoyando en los nativos de aquí, el alderiano complejo de inferioridad que algunos leyeron en El Perfil del hombre y la cultura en México, de Samuel Ramos, quien en ese texto se lanzó contra el albur, sin asir las paradisíacas hosterías de la pequeñez. O antes, en el Ensayo sobre los rasgos distintivos de la sensibilidad como factor del carácter mexicano, del porfiriano y racista Ezequiel Chávez. O en Génesis del crimen en México, de Julio Guerrero, académico también del porfiriato que con re-visiones lombrosistas veía en cada proletario un apasionado apagador del resuello ajeno.

Para varios ensayistas de la psique nacional, la única forma de crecer espiritualmente consiste en erigir estatuas a Hernán Cortés y arremolinarse en forma colectiva en una adoración filial. Otros estudiosos de la mexicanidá reconfortan al mestizo asegurándole que en la lavandería de las generaciones, la tercera y primera raíz (negra e india) desaparecerán enjabonadas... hasta que sólo reste la pulcritú de la sangre hispana, en una desmalinchinización que culminará en pura sangrita cortesana, en sangría señorial pa’brindar abriéndose las venas por la plenitud absoluta de lo castizo. ¡Arza, jolines!

De lo que uno es se ha especulado en diferentes resoplidos de la estrella de los vientos, del bilbaíno y maximalista (por su fervor a Maximiliano, el de Carlotota), Niceto de Zamacois que publicó Los mexicanos pintados por sí mismos, inspirado en un libro acerca del alma gala, sin galanuras ni galerías, sino de Francia: Les francais vus par eux memes (Los franceses vistos por ellos mismos), al divulgadísimo Laberinto de la soledad, en el que don Octavio tecleó textual sobre dorsales de la “Chingada”, a la cual el señor Paz define “Madre” singular con eme grandota, “Madre mítica”, pero sin pluralidad de madres que inferir... excepto la desinencia que va del soberbio “chingón” al más que diminutivo, diminuto, “chingaquedito” que a soto voce cuaja un caudal de chingaderitas. Laberíntica y sabrosa redacción en esencia conservadora que -para no salirnos de este temporal de tapabocas- a Villa y a Zapata apenas les permite que, en términos históricos, se expresen con un bisbiseo. De la obra paceña, José Revueltas diría, en paráfrasis de Federico Engels que el retobador reinterpreta, arroja un haz de pensamientos sin más destino que el azar.

El señor Revueltas, asimismo, le entró a la temática con la edición de pocas páginas, Posibilidades y limitaciones del mexicano, donde le tupe a Lombardo Toledano con quien alguna vez participara en el Partido Popular. Anota en otros párrafos don José que “Amamos a la mexicana  (...) con la entrañable ferocidad de dulces homicidas virtuales o en potencia...” . Hacia el “licenciado colonial” afila el plumín del que dimana curare: “Este ‘licenciado’ es el profesionista -de limpio título a no durarlo, y más preclaro aun si lo obtuvo en la Libre de Derecho- caballeroso, cortés, bien educado (feo, católico y sentimental’, como dijera Del Valle Inclán), dueño de los bufetes más prestigiados y poderosos de México y representante de las más variadas empresas, a través de las cuales ejerce el papel de experto dragomán de los inversionistas extranjeros”. Aun de la Libre de Derecho, asienta don José que avizoró a egresados como don Jelipe ’ora con la banda, la bandota, a lo largo del tronco en Los Pinos, y a Gómez Mont abufetado en Bucareli, y a Lozano Alarcón el musicólogo, pianista y guillotinador de “cuelo” blanco, o a Sergio Vela, exconaculto y director de orquesta que dejó las arcas más exiguas que un atril al final del concierto, o Juan Velázquez que sin estar está en Palacio con más influencias que la influenza, o Ignacio Morales Lechuga, salinista y notario exclusivo del señor Ahumada y casi candidato -aquél- a virrey jarocho por el entonces PRD de doña Amalia, o al librederechista Fernández de Cevallos que sin ser Cristóbal posee gran colón, o Alejandro Gertz Manero que de cuauhtemiano pasó a foxista y hoy converge con Dante el de la comedia nada divina. Todos de la Libre de Derecho, en efecto, de la libre de todo derecho, la de Jorge Vera Estañol y demás chiqueados recolectores en el huertazo de don Victoriano, o...

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