YA SON CUARENTA Y OCHO los niños muertos en un bodegón de Hermosillo habilitado como guardería. Ya hay una funcionaria regional del IMSS en la cárcel (¡una!) y en pocos días sólo hablaremos de los escándalos poselectorales. El gobernador Bours y el secretario Gómez Mont siguen confirmando que lo único importante, por ahora, son las elecciones del próximo domingo. En eso mismo están los líderes sindicales y nadie parece recordar que esos líderes y líderas, como diría el ilustre Fox, eligen entre sus parientes y cuates a los empleados de base y a muchos de confianza. Son cómplices, pero nadie los molesta. ¿Qué va a pasar con los niños quemados que sobrevivan? El IMSS y el gobierno de Bours ha ofrecido -no sé si entregado- dinero a sus familiares; el Consejo Técnico del Seguro autorizó el servicio médico de por vida a los sobrevivientes. Los niños están siendo atendidos en distintas clínicas. Pero este no es un asunto de cifras, sino de personas, de cada padre y madre, de cada niño quemado. Supe algo de una niña a la que llamaré Paula. El rostro y gran parte del cuerpo le quedarán cubiertos de cicatrices. Esperan los padres que el servicio médico incluya a cirujanos plásticos que oculten un poco las cicatrices… con el tiempo. Paula tiene tres años y en tres más entrará a la primaria de su barrio, cuando su caso deje de ser noticia. Los niños del salón y de la escuela probablemente la discriminen y se burlen de su aspecto, quizá no la llamen por su nombre, sino por un apodo despectivo, cicatriz del alma que perdurará tanto como las del cuerpo. Paula será adolescente y quizá vaya a “antros” como todos los jovencitos de esa edad; si los cirujanos plásticos logran que su rostro no sea repulsivo, tal vez algún chavo “se la ligue”, como a las demás, o ella misma “se ligue” al chavo que le guste. Pero si la cirugía no hizo milagros, las burlas y las bromas serán aún más crueles. Dudo que Bours y Gómez Mont hayan reparado en minucias, pero de estas minucias está hecha la vida y la salud emocional de los adolescentes, eso será esencial para Paula en diez o doce años más. ¿Cuánto vale la baja autoestima de una jovencita quemada? ¿Hay pastillas para que una jovencita no se sienta monstruosa? ¿Están en el cuadro básico del IMSS que tan generosamente aprueba el servicio médico de por vida para Paula? (“Gracias a Dios que está viva, dijo la madre de una jovencita que perdió el habla, el movimiento y el control muscular en la redada de los policías en el “News Divine”. No está muerta, pero tampoco volverá a un antro, a la escuela; no podrá evacuar o comer por sí misma). Paula disfrutará de servicio médico de por vida. ¿Qué exactamente significa eso? En las primeras semanas será atendida con afabilidad por médicos, enfermeras y quizá hasta reciba la visita del director de la clínica u hospital. Pero en un año o dos, sus padres tendrán que hacer “cola” desde temprano para obtener una ficha, esperar en una sala aglomerada y quizá sentarse en una silla desvencijada que no esté “ocupada” por una bolsa del súper o un suéter. Por los pasillos cruzarán parvadas de internos de bata blanca en busca de la señal del celular, enfermeras desveladas, burócratas malhumorados. Los padres deberán comparecer ante una “trabajadora social” para demostrar que el Consejo Técnico autorizó el servicio médico de por vida. La respuesta, fría y distante, será que eso no aparece en la pantalla de la computadora o que el expediente está extraviado, pero les fijarán un plazo perentorio para traer los papeles conforme a la “normatividad”. En la fila de Paula y sus padres habrá rostros de resignación, ancianos que pretenderán agradar al burócrata, lisonjear a la enfermera o al camillero. La ventanilla tiene dos lados: el de adentro y el de afuera. Afuera, cuando a cada quien le llegue su turno, habrá sonrisas falsas, forzadas, casi como muecas de indefensión y miedo. Adentro, rostros agrios y ojos clavados en el formulario, en pantalla, no en los enfermos que buscan algún alivio. Paula irá aprendiendo poco a poco que en la medicina social hay dos clases de personas: las que suplican, intentan adular, sollozan en las salas de “Urgencias”, esperan, esperan, esperan, y las que toman café y comen “chetos”, charlan animadamente entre ellas o con su celular, ponen sellos, llevan y traen papeles a menos que sea el “cambio de turno”. Nadie es responsable de nada. Hay un espíritu de cuerpo, una complicidad colectiva que a todos los hace impunes. Hay un sindicato que los protege indiscriminadamente y una autoridades apáticas, comodinas, que no quieren tener problemas. Y “no hay presupuesto”. Nadie es inocente, todos tienen una cuota de culpa. Y no hablo sólo de Bours o Gómez Mont y sus congéneres; hablo de los burócratas y, al hablar de ellos, me refiero a la llamada “sociedad”. Hablo de los médicos indolentes en la mañana y voraces en las tardes de consultorio privado, de enfermeras, burócratas, trabajadoras sociales que se dicen hartos de los partidos. Hablo de los políticos que gobiernan los sistemas de salud y seguridad públicas y de los comerciantes rapaces dueños de los privados. Hablo de este pueblo de “peladitos” cantinflescos del que soy parte, un pueblo apto para ocultarse, para evadirse, para “arreglarse” con el policía. Un pueblo proclive al abuso, la simulación, la mentira, el pisoteo a los más débiles, el desdén por las leyes. Los Bours, los Gómez Mont, los Diegos, los Calderones, los Salinas, las Elbas, los Germanes los Andreses, son nosotros, son espejos que reflejan nuestro rostro múltiple y repulsivo.
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