RETOBOS EMPLUMADOS
PINO PÁEZ
(Exclusivo para Voces del Periodista)
Tres indigencias cronicadas
Los indigentes transitan con la pesadumbre de la nada, puntuales arrastran el vacío y, de sus siluetas tan ignoradas... un reclamo se les desprende de la espalda, como sombra que protesta lejos de la luz, así estén prendidos los faroles o el mediodía intente sin eclipse desmentir la verdadera oscuridad: no la de ellos, sino la de quienes no los ven, creyendo quizá que tanta vacuidad es mera jugarreta de fantasma.
Indigencia preliminar
Se trata de un hombre maduro, no viejo, adelantado en calendarios por el sueño feroz de la intemperie y la gritería interior de serpientes que chillan un desierto. Igual que demás indigentes, el andrajo es insignia y uniforme; usa barba no muy cerrada, pero luenga que casi cae cual helecho en la inminencia de un precipicio.
Su nombre él mismo lo sepultó a lo largo de la escarcha que tanto asuela de frío y cuchicheos. Fue morador de uno de los plantones en la centralísima Alameda y Juárez, avecindado al hemiciclo como para que el Benemérito, sin parpadear, fungiese de centinela desde el albo mirar de mármol.
Plantón sui géneris el suyo que -similar al resto duró alrededor de dos abriles- no era farsa, sólo simulacro de protesta, a fin de poseer una techumbre multicolor con los cadáveres que ofertó algún globero. Y comer algo más que pepena pajarera, con la vitamínica solidaridad que brindaban los otros plantones... y algunos transeúntes que aportaban no solamente el testimonial de una caminata.
El desalojo para él e inquilinos bajo el mismo techo globolizado, se efectuó con la mayor represión, no de macanas o perros que babean en pos de una tarascada: el lanzamiento a la más absoluta soledad (característica atroz de la indigencia) saudade acompañada de costalitos ixtleros o bolsones plastificados dónde recluir los tambaches de tanta desolación.
Se para frente a diversas librerías en aparadores o anaqueles, escruta con su mirada lacustre los títulos y el lomo, da la impresión de treparse sobre un texto y cabalgar por donde no quepa la ceguera de los otros.
Su constancia es adelgazar, a lo mejor en la peculiaridad de una promesa; adelgazar hasta esconderse en los biombos mismos de la bruma; adelgazar para que ya no lo vean, los que sólo “miran” aquel fantasma.
Indigencia intermedia
Seres sin nada y sin nadie son los indigentes, pasean su anatomía en una especie de exilio hacia el alud, a su cotidiano desmoronamiento sin que ninguno los estreche al final ni en un puñado de tierra que transforme en continente tanto olvido.
La mayoría son silentes por convicción de cerradura, aunque varios ejercen un hablar como sin labios. Unos sin interlocutor monologan el torrencial de un soliloquio, por ejemplo, un menesteroso embutido en su propia umbredad, cita y re-cita sólo oscuridades desde la Avenida Las Torres hasta la de Revolución, en un zig-zag de vaivenes que enronquece tal peregrinar; simula una brizna escapada de alguna exhalación monumental de la tiniebla, únicamente menciona lo umbrío, logorrea definen especialistas a ese requerimiento de platicar hasta que la voz sangra una silenciada. Se refiere, en mediana tesitura, a “Los habitantes de cuencos disecados por impotencia de llorar/ capullos invisibles al olor de rastreadores/ argucias de un descolorido relampaguear/ que nos aquieta en mandatos del fundir...” . Cuando el timbre se le apaga... se ovilla en un esquinario y carraspea una y otra vez, en búsqueda de que el tono retorne, que en riachuelo de noche seca se reincorporen las palabras, para proseguir quizá en la penitencia de su corpóreo anochecer arrebujado de charlas que fluyen certeramente empapadas de sequía.
Otras personas en indigencia también sienten el impulso de “conversar” pero con diferente cometido: lo soez sale estereofónico de su cartuchera, dan la impresión de un desquite por tamaña desdicha que ninguno testimonia siquiera de reojo, del calibre de su lengua irrumpe un fusilamiento hacia quien el azar a su vera aviente, coprolalia explican los técnicos es el término, es decir, caca expresada en un disparo, en ráfagas de retrete que una mujer de estatura pequeñita soltaba en banquetas de Aranda y Ayuntamiento contra quien la casualidad topara. A una matrona que amamantaba un bebé le espetó con decibeles de pedrada: “¡Vejeta chichisdeperra lo vas a poner ladrar!”. A un señor de pródigo abdomen le interrogó con una parvada de alfileres: ”¿Cómo le haces pa’hallarte la de miar en esa cordillera de manteca?”. A un muchacho muy encorvado asimismo preguntó: “¿Cuántos kilos de nalga te echó diosito en la joroba?”... Ésa probablemente era su revancha contra la peor coprolalia de los miopes que sólo avistan el avaro trajín de su propio desaliento.
Más de un indigente está inserto en lo que algunos psicólogos denominan “complejo de Jehová”, aunque se trasmutan en cualquier deidad: de Yahvé a Vishnu, de Oruz a Tecaztlipoca, de Zeus a Chac-Mol, de Changó a Pan-Kú... Uno hubo con tal característica aún más singular: únicamente en Diosa Mayúscula se transformaba, no en deidad pagana, sino en purísimo endiosamiento de Altísima Mujer. Aflautaba la voz con dulzura de sonata....¡y la Virgen María mostrábase repentina! no sólo la madre del Nazareno: Diosa en Plenitud, anexada por Sor Juana a la Trinidad, con la misma jerarquía del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en una Tetralogía de Grandeza. Con su rarísima pelambre -tan hirsuta como estética- se cubría media faz en una especie de chal tinto en madrugadas, su lampiñez casi definitiva, junto a un matiz intensamente demacrado, le “teñían” un misticismo de membrillo. Por áreas de Pantitlán se presentaba como La Guadalupana excarcelada del sayal. O la Diosa Tonatzin con un manojo de lunas quietecitas que guiñaban una platería. O Chimalma, la Gran Deidad femenina de los aztecas,“ De ustedes, hijos míos, atareados todavía en hallar el lago donde los resplandores de paz serán bebidos”. O Shajtia, la divinidad hindú de la Energía “Para que los que nunca son vistos sean mirados, desde el hospitalario caserón de la luciérnaga”...
Recolectada indigencia del pe-penar
Por Iztacala un indigente mete en antiquísimo veliz pequeñito, los rumores que se desploman de la fonética tumultuaria. Como si se tratara de una voz sin nadie, coloca su diestra semiabierta en los portones de un oído... y escucha una revelación del transitado mar de polvo. Unas ocasiones ríe, se carcajea en los linderos mismos del desbaratamiento... otras, su cara se angula en un poliedro, algo escucha que afila el perfil en cimitarra, quizá oye a moradores de Babel en la indescifrable traducción de una polvareda. Después, a puñados de glotonería, se alimenta de audiciones, asea de sus comisuras -con la yema de un pulgar- los rescoldos de un coloquio en avispero... Y harto de tanto babélico palabrear... en siesta de indigestión se adormece, a fin de reponer la fuerza del hambre y proseguir la recolección con la fe de hallar en eureka un lenguaje que no le suene tan estentóreamente retirado.
En Tlalnepantla, entre la interioridad del parquecito de la Diana, un anciano descalzo y con el torso también desnudo... se levanta de continuo de una banquita de metal y corre para devolver a un paseante lo que se le ha caído: ¡la sombra! “¡Señor! -dice en elevadísima tesitura de cuchillos- le devuelvo lo que se le acaba de desprender” y cuando aquél voltea y dialéctico ve sin ver al indigente, de una corazonada se tienta la cartera y sin mirar mira al viejecito sosteniendo un abrigo de neblina... corre más que el correteador, hasta donde su prisa lo aparte del fantasma. A una escolapia le indicó con elevada tesitura de remolacha:”Hijita, desahoga un poco tu carga porque de tu mochila la sombra está vomitando un ahorcamiento”. Algunos creen que en su “insania” , a su modo, escenifica La maravillosa historia de Peter Schlemihl, novela de Adelbert von Chamisso, aunque aquí al protagonista el chamuco le mercó la sombra; arguyen tales psicólogos prácticos que en lo sombrío de su “zafadez” avizora pieles umbrías como estolas deslizándose de todas las hombreras... sin embargo ¿cómo interpretar que un perrito callejero rapado en las torturas de su misma sarna, tatuadísimo de violetas en los costados por tanto puntapié... haya dejado de titiritar la intimidad de sus frioleras en cuanto el ancianito, tras desabotonarse una sombrita de edredón desde la desnudez de sus dorsales y con ella tapar ese frigorífico en epilepsia, cesara la hipotermia de aquel terremoto?, ¿cómo explicar que hombre y animal hicieran un bastión de luz en la intercalación de sus miradas?, ¿cómo traducir que con las manos repletas de paz, el indigente en bálsamo borrara del can el inhumano tatuaje de aquel ramillete?, ¿cómo descifrar esa atalaya de amistad a la intemperie... si los testigos cíclopeamente se entuertan... sin notar siquiera el tiradero de sombras que tanto pisotean?
Los indigentes no surgen del bostezo de algún Dios fastidiado, son reos a ras de cielo, desterrados en el círculo de su hambruna. No se les mira aunque se les vea... porque podrían ser imagen premonitoria en los destinos del reflejo... de quien por comodidad se ha enceguecido.
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