RETOBOS EMPLUMADOS
PINO PÁEZ
Incomprendido protector de retaguardias
Al retobador le impresionó la noticia acerca de un hombre joven que -burdamente vestido de matrona- arrejuntaba completito todo el peso del pecado contra desprevenidas espaldas femeninas, en horarios pico del Metro tan atestados de cachorruna inhumanidá, en vagones para ellas exclusivos donde el vago-vagón sin empacho se empachaba... en adherida impiedad de arrejuntadero.
La razón sinrazón de aproximar rigores
El de los Retobos Emplumados coscorroneaba con disquisiciones la escasez de su sesera... preguntándose ¿qué pipianesco resorte del espíritu impulsó a ese pasajero a rimar sin rimas el prosaico arrimón?, ¿cuál catapulta interna lo forzó a untarse gandallesco en dorsales de mujer, a riesgo de la bofetada y el bolsazo... o, peor aún, la cárcel donde arrimarse a lo anticachondo de la sombra duele una lobreguez?
Lo remitieron divulgadísimo en un escándalo de primeras planas, salió en “las de ocho” con su peluca de señito acabadita de levantar, mandilito deshilachado, falda liada a nudo ciego de mecate mostrando peludos tobillotes de lanzador de jabalina, laberínticos y disparejos senos de hule espuma y papel periódico como para leer un furor de taquicardias... Calzaba femeniles sandalias de número muy inferior que exhibían uñísimas de gavilán en curvo aterrizaje, espantando roedores y alimañas con unos calcañares descomunalmente gordos, como si al final de cada pie luciera jocundos cachetes de rinoceronte.
Los fotógrafos se solazaban eternizándole un perfil mal rasurado, en tanto la policía del Metropolitano cuidaba no lo fueran a despellejar usuarias enfurecidas. En las fotos, más que deprimido por su inminente reclusión, se le veía melancólico, con el cubismo facial de una tristeza peculiar. Lo enviaron al penal del norte, con puros centauros sin Villa ni división, lo dejaron en el “pueblo llano” de tal reclusorio, un espacio enorme donde la penitencia es mucho más que diablesco eructar de llamaradas.
A través de conductos oficiales buscó el tundemáquinas entrevistarse con el arrimador de condenaciones... siempre y cuando éste accediera. No tenía claro el de los cronicares para qué contactarlo, sólo le interesaba observarle sin apuestas literalmente despelucado... y conocer su versión-perversión que lo impelía -entre empujones de Satán- a restregar contra las féminas el intempestivo rigor de su locura.
No creyó el cronista tener éxito en su redactada solicitud... ¡pero le llegó lo anuente en escueta epistolita! En tal respuesta supo los generales completitos del travesti arrejuntador de tiesuras: Adán Epifanio Robledo Perea, de 26 abriles, oriundo de la colonia Escuadrón 201, de la cual (el redactor dedujo repentino) descendió, más que en repartos de cigüeña... agarrado a dos manos al paracaídas de su mismísima lujuria.
Charla con un guardaespaldas que no es guarura
La espera no fue excesiva. Adán arribó sin Eva pero con una manzanota en el cogote, acompañado por un custodio que de inmediato hizo mutis. Era un hombre con la clásica palidez carcelaria, enmascarado en marchitez de geranios. En un separo heladísimo como desprecio de mujer, nos sentamos uno frente a otro en rústicas sillitas de plástico cuyos espaldares estaban copados por la publicidá de una marca cervecera. Su estatura ronda en 1.70 y, como a otros convictos, a sus ojos los agüita una piletita de pesar. Su aspecto carece de extremos de apostura o fealdad. Físicamente, pues, no denota “exigencia” de sorprender descuidados reversos femeninos, a fin de ser aceptado en la celestial intimidad de los meneos.
Se hizo el silencio estereotipado de quienes sin presentador acaban de conocerse... hasta que al de las crónicas le surgió la inquisitorial perogrullada del ¿Cómo está? La responsiva de Epifanio fue una sonrisita diplomática y, cual guajolote en ayunas, fue al grano: “Tengo entendido que usted es periodista, en verdad me interesa que se publique mi realidad que ninguna referencia guarda con tanto amarillismo impreso”.
Eso de “amarillismo impreso” estaba en la rotativa de su mismísimo semblante. No había tintes lumpenianos en su vocabulario... y la curiosidad del aprietateclas fue tan evidente en su coloración que no pasó desapercibida para Robledo quien -sin interrogación de por medio-corroboró nombres, apellidos, residencia... y lo que no venía en la misiva de marras: “Soy proctólogo”, añadió, mirando desde su acuosa melancolía el desconcierto, la ignorancia supina, del de los Retobos Emplumados para quien eso de “proctólogo” tenía una connotación de misticismo, de metafísica pura que alardea sabidurías en la divina constelación de Catemaco.
Perea, con la delicadeza del que ilustra entre mímica y circunloquios evitando herir susceptibilidades de burrez, explicó que “El proctólogo es un médico especialista en atender males que ocurren en lo más chiquito de cualquier silueta vista por detrás”.
Al tecladista sin piano pero con letras, más aún se le incrementó el asombro: ¿Debido a qué un doctor cuyo quehacer es tentar sin tentaciones la máxima pequeñez de atrás... se enfunda en ropajes de señora con intenciones de diluirse pecador en la desapercibida zaga de una dama?
Adán Epifanio Robledo Perea no requería cuestionario. Informaba tener poquito de haberse especializado... y de recibir “Un mensaje extracientífico sin voces ni transfiguraciones, energía absoluta de un mandamiento sin Biblia para proteger retaguardia de mujeres con el rígido disfraz de mi vanguardia”.
Corridito y de cerquita aunqueseapene
¿Padece Adán alguna perturbación cerebral... o actúa con algún propósito de teatro puro, de puro teatro?, inquiría en sus adentros el retobador. Ninguna de las internalizadas vías solucionaba el dilema, ¡ni cómo dilucidar el preguntadero de la esfinge!: ¿qué ganaba Epifanio en la hipótesis de una patraña?, ¿salir de la cárcel e ingresar al Fray Bernardino, donde más friolera todavía causan sus paredones entre fusilamientos de risotadas que cuartean el alma, y empalidecen con mayor demacración el deshumanizado cultivo del encierro?, ¿pretendía Robledo concitar para sí la conmiseración universal que sin pleonasmos a la deriva... deriva en un indulto?, ¿sería Perea algún ufólogo abducido por venusinas que -bajo ordenamientos de la mismísima Venus- obtuvo la encomienda de proteger con su untadero anterior lo posterior de apetecibles diosas terrenales?
Adán liberó al mecanógrafo de tanta interioridad irresoluta: “Fui receptáculo de un recadito de fulgores contra la misoginia”, dijo con una seriedad roquiza la cual, paradójicamente, acentuaba en su rictus la pesadumbre de un espíritu traqueteado.
Al igual que lo de “proctólogo” eso de “misoginia” tenía para el oído del garabateador de andanzas ribetes de sobrenatural filosofía. Epifanio reemprendió su didactismo: “Misoginia es prejuicio hacia la mujer, se le devalúa como si los pezonez fueran toztonez de vil bilimbique, o si del quietecito mar de sus caderas... salpicaran impíos cubetazos de Sábado de Gloria... ¡la misión que me destinaron los resplandores es enfrentar misóginos, defenderlas del reduccionismo patriarcal que pretende achaparrarlas en un mero depósito de espermas!”.
El de los Retobos Emplumados descartó de Robledo la “locura” y lo “teatral”, sólo un adjetivo -tras lo escuchado- tuvo para él: ¡cínico!, gritó en sus cronicados adentritos con sus labios hechos una sepultura, ¡cínico!, re-calcó entre ensalivadas calcas, con la única audiencia de sus tripas, ¿quién tomaría como defensa femenil el adherirse con celo de asno primaveral?
Perea quizás algo leyó en aquella boca de lápidas, puesto que raudo hizo aclaraciones: “El lumínico decreto que se me deparó, estriba en demoler el machístico apotegma ‘Detrás de un gran hombre, hay una gran mujer’... ¡Mi tarea es ejemplificar que toda mujer es una gran mujer y que detrás de una gran mujer... hay una gran mujer... con la vestimenta mujeril de un hombre que con rigidez protege y reconoce su GRANDEZA!”.
Captó el cronista que Adán Epifanio Robledo Perea es adalid del feminismo, víctima de quienes sólo ven... y sienten lascivias, de un ser encomendado por la luz a preservar retaguardias de señorita y señorona, hasta derruir aquel apotegma a la dimensión de las moronas. Un carcelero indicó la conclusión del tiempo... y se llevó al preso, quien viró la testa hacia el retobador para decirle en voz chiquita, como de manantial a cuentagotas: “Un relevo tendrá que cuidarles el reverso”.
Coligió el de las re-señas sin tic pero con guiño, que la última sentencia de su charla era para él, ¡que lo relevara haciéndose cargo de femeninas retaguardias en el Metro!, ¡que carnavalesco luciera faldita y pechos de cartón!, pero ¿cómo esconder rastros de bigote tan empulcado?, ¿cuál bilé inventaría una fogatita en gajos de cementerio?, ¿dónde ocultar las ojerotas de tanta contemplación inútil?, ¿comprenderán ellas que repegárseles de a corridito y de cerquita aunqueseapene el arrimador, es apostolado contra el apotegma?
¡Estafetas de purísimo relumbrón ya dictan mandatos de arrimón para el suplente!
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