Edición 245 |
DÃa de Muertos, la
marca de la casa
Bien visto, no es una paradoja que, al noviembre mexicano, se le denomine el Mes de la Revolución como expresión jubilosa de triunfo y esperanza colectiva y que, los dos primeros dÃas de ese periodo, se dediquen a la recordación de los muertos. No lo es, porqué, tradicionalmente, éstas dos últimas fechas son, más que de luto, de relajo familiar chocarrero. Pero, paradoja sà es, corregimos, porque, lo que fue luminoso destello de victoria y promesa, ha sido apagado y devenido duelo y miedo en una sociedad que hoy teme hasta a su propia sombra, agobiada como está por la miseria y la barbarie.
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No es que la gente del llano, la gran mayorÃa, haya sido gratificada plenamente -UtopÃa es un lugar remoto-, al triunfo de la Revolución y en su etapa de reconstrucción nacional. Pero hubo época en que fue dotada de satisfactores a sus necesidades básicas, que le permitieron una existencia relativamente decorosa y tranquila: Tierra, empleo, vivienda, salud, seguridad social, educación, seguridad pública y modesta recreación, instituidos en el texto de una Constitución que procuró universalizar garantÃas individuales y derechos sociales en busca de una sociedad, si no igualitaria, menos desigual.
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Los derrotados por los tres grandes movimientos históricos mexicanos, aferrados al partido del retroceso, se refugiaron en las sombrÃas y fétidas catacumbas, y desde ahà expectoraron su amargura: Robolución, le llamaron al régimen emanado de la lucha armada iniciada hace un siglo. No se quedaron sólo en el agresivo denuesto: Tuvieron la larvada astucia para esperar la revancha, mientras maquinaban ora sigilosa, ora estridente, la contrarrevolución.
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Mataron a un Presidente reelecto, Ãlvaro Obregón, que encarnaba la amenaza de cumplimiento del programa revolucionario y del proyecto social-constitucional. Les faltó punterÃa para hacer lo mismo con los presidentes Pascual Ortiz Rubio y Lázaro Cárdenas del RÃo, y aun con Manuel Ãvila Camacho, no obstante haberse declarado éste un Presidente creyente, como concesión a la reacción católica, que se habÃa complacido con el asesinato de Francisco I. Madero, y recibió bajo palio y en Te Deum al asesino usurpador Victoriano Huerta, y festinado la ejecución de Obregón.
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Llegada la hora de la contemporización priista con Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortines, no como un desafÃo, sino como una convicción, el arzobispo Luis MarÃa MartÃnez -identificado entonces por la revista Time como zapador del camino de regreso de la Iglesia católica- pudo decir en 1955: Lo único que queda por hacer ahora, es cambiar la Constitución.
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Fueron suficientes 33 años -la edad de Jesús en su calvario-, para que se confirmara el aviso del arzobispo MartÃnez: La jerarquÃa del catolicismo ocupó palco de honor en la toma de posesión del priista Carlos Salinas de Gortari en diciembre de 1988 y, en efecto, éste acometió el cambio de la Constitución. No preocupó a los prelados, contraliberales de vieja data, que se pusiera sobre rieles el neoliberalismo. Contaban con la promesa de que el cambio constitucional les retornarÃa algunos “derechos†perdidos, en cuyo reclamo contaban con el leal apoyo del partido católico, que en ese momento ya tenÃa listo el bolÃgrafo para firmar con el usurpador la alianza estratégica, que derivó a la larga en la entrega del poder presidencial a los herederos de los celebrantes del asesinato de Madero.
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Noviembre mexicano: Mes de la Revolución. ¿Tienen algo qué celebrar 80 millones de compatriotas que vegetan en condición de parias? No. Los que sà tienen que festinar, y mucho, son aquellos que llamaban Robolución a la traición al movimiento armado de 1910. Lo festinan, porque el cambio de la Constitución -la victoria de su revancha- les ha recompensado con creces, aun con lo que no se ha cambiado, pero es letra muerta: No hay “manos limpiasâ€. Son manos que destilan sangre. Los que antes llegaban por lana y salÃan trasquilados, hoy llegan por lana y se retiran con mucha, pero mucha lana. La plutocracia sà puede festejar DÃa de Muertos. Lo puede festejar todos los dÃas, porque muertos los hay de sobra, si no por plomo, por hambre. Es la marca de la casa: La muerte tiene sus escuadrones
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