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PINO PÁEZ
Crónicas acerca del héroe involuntario
La mayúscula heroicidad no corresponde a quienes doblegan el instinto de conservación: es patrimonio indeseado de los que, conservándolo, deben atestiguar el cotidiano desmoronamiento en sus adentros. ¿Habrá mayor castigo para un pesimista que la longevidad?
Heroísmo sin diana ni laureles
Jerónimo Ramírez Cruz empezó a escribir su biografía -en el albor de los 40 abriles- al salir de una clínica donde le diagnosticaron un mal incurable, el desahucio, la próxima e irrenunciable embarcación, que lo llevaría hacia el horizonte que ya no tiene tretas con qué deslumbrar.
Jerónimo reveló en su manuscrito que la primera idea fue partir de inmediato en el navío de su propia mano, pero se contuvo a zarpar temeroso de que al suicida se le aplique la peor de las sentencias: la resurrección.
Ramírez quizá redactó lo anterior a fin de justificar la imposibilidad de su autoinmolación, lo cierto es que en los pocos meses que le quedaban se tornó en el mayor de los héroes: el que no quiere serlo; tuvo que combatir en la vigilia y en la pesadilla contra su debacle interior, sin el analgésico de un desmayo, guerrear contra el dolor que nada puede anestesiar: el tener que irse, pese a su renuencia de instalarse en lo más brumoso del andén.
Cruz se hizo heroico sin que nadie se enterara, sin una diana que le divulgara la pétrea inminencia de su estatua, sin el sombrerito de laureles con que huelen a gloria todas las ideas, heroísmo puro e invisible que recorría las calles con las últimas andanzas, tentaleando en los muros su propia sombra por desprender... sin una sola golondrina que en pañuelo de adiós, se le izara desde el puerto de algún organillero.
Luto despejado
Bertoldo Jiménez Lerma no anotó sus memorias, sin embargo, tiene muchos biógrafos orales que casi recitan su estancia en el sitial de los resuellos. Declaman casi que fue un héroe involuntario en la batalla frontal contra todos los espejos, enfrascándose a duelo feroz contra el asomo de su mismo reverbero.
Bertoldo, a medio siglo de existir, apenitas inició el descubrimiento de su vejez: el cuello otrora vigoroso con una viril manzanota... comenzaba a colgarle en un telón desordenado; el cabello abundante y aristocráticamente canoso... a mechones de nieve para siempre lo abandonaba, dejándole una monstruosa desolación en los forros del pensamiento; las ojeras cesaban de ser interesantes alforjitas... convirtiéndose en descomunales costalotes, que resguardaban la inutilidad de lo mirado; el cutis que en la víspera pertenecía a un hombre maduro con simpáticas patitas de gallo... derivó en un semblante de bandoneón sin tango pero con patotas de guajolotes en estampida...
Jiménez se injertó pelambre que rapidito también lo deforestaba en desplomes de falsedad. Aniquiló sus ahorros estirándose el gesto, empero, con infame prontitud en manada retornaban los patones. La solución consistió en enlutar sus espejos, en parangón de íntima e interminable semana santa. No quería ser héroe a fortiori, por eso enguantó sus manos en esparadrapo, a fin de no mirar las deyecciones de un estreñido Luzbel, que a diario le amontonaba una crueldad café.
Lerma no pudo desasirse de la imposición del heroísmo, aunque no se viera en los cristales, veíase en la intimidad de un alud. De nada le servía en las aceras eludir reflejos de aparador, los ojos de los transeúntes en lapa lo re-vestían, y en ese ropaje de retinas se miraba heroicamente impuesto, desprovisto de una manta negra que acallara el rumiar de las miradas. Héroe que corroe una polvorienta lágrima. Héroe incapaz de esconder su frío. Héroe sempiterno de acumulativos calendarios. Héroe transpirante de hazañas y arenales.
En pos de la volátil trascendencia
Miguel Alfaro Serna, recién cumplida la veintena de almanaques de rentarle su interioridad al esqueleto... vio recrudecido el requerimiento necio y cotidiano de su ser trascendente, especial, trascendencia visible incluso para los ojos de canica que desde cualquier artesanía contemplan el infinito-infinitivo trascender, de quien por aquí deambuló lo imborrable de tanta caminata.
Miguel, a los 20 añitos, sintió reforzada esa ¿obsesión?, ¿estupidez?, ¿filosofía?... de su unipersonal trascendentalismo, su purísima e individual ontología, de no haber pasado por la vida en balde, hundido en cubeta seca que sólo vierte desmemorias.
Alfaro estaba convencido que trascender equivale a ser distinto, al exilio del lugar común, a fugarse del molde que estereotipa... Había empero un dique enorme para el traspaso trascendental: era un joven promedio, a quien las chicas no miraban guapo o feo, tampoco sus maestros lo calificaban bobo o talentoso, ni sus amigos lo definían valiente o cobarde. ¿Cómo huir de la mismidad tan colectiva?
Serna, en efecto, no era alto o chaparro, culto o ignaro, fuerte o débil. Y esas disyuntivas de conjunción y medianía... no fueron disueltas en la madurez o en la etapa crepuscular de los latidos. Devino maduro arquetípico y anciano también estandarizado. Luenga heroicidad nunca peticionada. El retobador le sirvió de amanuense y a él le reveló en la posteridad de un dictado... que la trascendencia es potestad del ser promedio. “En la más común humanidad laicamente se glorifica el trascender”, dijo al final sin rúbrica o epitafio, para que la trascendencia dé cupo a la GRANDEZA del anónimo.
La orfandad pesa una cuarteadura
Clementina Arévalo Ostos quedó huérfana unos meses antes de su quinceañero vals; su mamá, quien servía el desayuno... se desplomó, con un vasito de leche asido a la diestra, mientras la siniestra sostenía un recipiente de unicel del que brotaba un bendito aroma de pan tostado.
Clementina, abuela ya, relata en reuniones familiares que el acta de defunción dice en letras grandes y gordas como uvas preñadas de tristeza, que su orfandad fue argucia del tramposo corazón, un infarto fulminante, satrapía de los máximos silencios, súbita dictadura del mutismo que sojuzga con el peor de los vacíos.
Arévalo se mutó en forzadísima heroína de una inquilina oquedad que no se desaloja ni se resana, ejemplificaba que era como si en el salivar se comulgara el hundimiento. Íntimos torrenciales de condenación en ahogo le incrementaban su tan adentrado precipicio. Esa pérdida zapa un cráter sin luna ni poesía, “Al que una transporta en el más cruel de todos los cargamentos, un remolino sin voces, sin agua, sin viento... que sentencia con espirales de heroísmo”, meditabunda expresaba que no importa cuándo la pesarosa vacuidad ocurra, “El hueco es un grito sordo, descomunal en su estatura, abierto como grieta que hay que sopesar más allá de donde la raíz se acaba”. Los héroes involuntarios filosofan, disertan desde una hondura que ni en catarsis o tanatología es posible descargar.
Ostos charla con los suyos, a dos manos acuartela sus entrañas, “Paradoja de huérfana” -colige- que tanta vida alumbra... en bastión de noche que jamás cintila. Sus descendientes graban y transcriben, comparten luego lo disertado. A lo mejor intentan desde ahora calibrar el equipaje de la heroicidad impuesta, sin comprender que desde el cálculo mismo, el agobio heroico es pertinaz e indeseable edicto, incomprensible obligación en pro de la proeza que casi se tartamudea, sin vítores ni testimonios, a solas nada más la heroica intimidad de la caída.
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