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Tres contaditas
crónicas de a cero
Toda existencia es un fijo cronicar, como el resuello que no cesa de azuzar el bastión de tanta ventolera; incluso en la más atadora inmovilidad… la crónica se desenvuelve, desatada, bufando rumbo al viento los registros de la vida.
Hemiciclo a Juárez en la ciudad de México.
Crónica uno: Común ser común
Adán Parra de la Vid juramentaba en la “homílica” intensidad de cada borrachera que haría un acto heroico. Nunca explicó la consistencia de su hipótesis. Sólo afirmaba y reafirmaba su inevitable heroicidad.
Adán, una vez dispersos los espejismos de la víspera con todo y la amnesia de sus reflejos, volvía a su rutina; era un burócrata joven metido a la vetustez del expediente colectivo, anónimo, pese al titipuchal de su nomenclatura, con el olor costumbrino de lo desconocido en la fetidez de la dialéctica.
Parra era la representación exacta del hombre común, en su físico y en su quehacer, de rostro tan tumultuario donde se aparentan todos y ninguno. La huella se le pierde, como si el pie jamás hubiera estado, como si a su zapato nadie calzara, como su fuese un olvido ambulante que a sí mismo pisotea.
De la Vid no bebía seguido, pero en cada esporádica embriaguez… recuperaba el estereofónico jurar, que en eso se estacionaba, en pura-impura banalidad jurada, cosa de tomadores, héroe por propia voz de un hombre común, de un ocasional briagadales común, báquico común que no se salía de su script en la euforia del común bebedor en certerísimo apotegma: No hay borracho que no sea prócer.
Parroquia de Arcos de Belén en el D.F.
Adán Parra de la Vid, sin pizca de alcohol intermediario, cumplió lo jurado en una nochecita tibia, de luna magníficamente visible, una especie conjugada de hostia y platería… se instaló en la tribuna del hemiciclo a Juárez. A peatones y circunstantes atrajo con una promesa clara y nítida, igualita al plenilunio aquél: “¡Pronto tendrán un héroe frente al azoro de su mismísimo testimonio!”. La congregación puso a sus plantas la ofrenda expectante de una medialuna, cada vez mayor, tomando casi anagrámica por asalto el asfalto, atestiguando cómo extraía del bolsillo interno de su saco, un filero rarísimo y pequeñito, algo similar a diminuta hoz, de un brillo que sudaba astronomías, con una larga y vertical empuñadura de madera, que asió desde la crispación de su diestra; en un haz de fulgores apenitas perceptibles, se rebanó la garganta en un tajo perfecto, profundísimo, con la yugular despilfarrando un manantial.
Adán, con su muerte inclinada, goterosa de una purpurez extrema, de fuego domeñado en lagunita… más público convocó a su entorno. Contemplaban al héroe en su pileta de incendio manso, con el rictus hacia el norte, la boca semiabierta limpiecita de hemorragia. Sólo palabras se adivinaban en esos labios y esos ojos también en apertura, un sermón sin vino, ni eucaristía, gozo nada más del juramento cumplimentado.
Parra, en su velorio, fue visto por los amigos anochecidos de café y vigilancia; desde la ventanita del sarcófago, más embalsamaban de miradas al que aún persistía con un dejo de decires entre las aberturas de su boca y las pestañas.
De la Vid se fue como un héroe cumplidor, pero más héroe hubiera sido si todavía estuviera, si todavía fuera, sin estar fuera en la inútil vacuidad de una inexistente redundancia.
Adán Parra de la Vid, lo atestiguaban los presentes en la centralísima ausencia de un funeral, hubiese sido un héroe mayúsculo y sin comillas, más grande todavía que en sueño literalmente re-cortado… si alguien le hubiese explicado que el mayor de los héroes es el ser común, el común ser, el único que burila los nudos que enceguecen el paisaje. Si alguien se lo hubiera dicho, en vez de aquel manantial despilfarrado, habría todo un río por gritar.
San Judas Tadeo.
Crónica dos de un solo paradero
En otra cronología a deshoras de aquel Adán y distinta manzana más que acogotada… oí la súplica en plena calle: “¡Hazme un paro!”, una ronca rogativa de muchos años, seca y desgajada, equiparable a misericordia y alud, desde una garganta cual caverna que socorros peticiona: “¡Hazme un paro!”.
La demanda de favores no era para mí, lo supe al virar la testa y mirar a un hombre de grandes temporales, octogenario quizá, empequeñecido por la giba que la longevidad siembra. Dramáticamente tenía oscurísimo el pelo de betún, tiniebla sin gracia pero con grasa, en sus dos solitarios cabellos renuentes a ser desforestados por la calvarienta impiedad del calendárico talador.
“¡Hazme el paro!”, se desgañitaba suplicante en el mercedario rondín de Manzanares, donde musas del zangoloteo desplazan sus ricuras en redondel. “¡Hazme el paro!”, escandalizaba desde la ronquera de su gruta.
Una compadecida doncella del talón salió de su filita circular, aproximándose al ancianito que en letanía elevó su oda: “¡Hazme un paro!”. La amazona del jadeo, con sus manos hermosas y manicuradas, acarició la boleada tatemita del implorante, luego le hizo cariñitos en su deshilachado gañotito y en el pectoral tan enjuto como hundido, subió después sus dos palmas que deduje calientitas y del añoso sostuvo la mandíbula, una quijadita prognata, estirada por los jalones de tanto vivir transcurrido, “Ha-ha-haaazme unnn ppparo”, rogaba el viejecito ahora en lo bajito de un rumor .
La doctoral experta en paros, hacia ella lo acercó, apaciguadamente, atrayéndolo con el imán de sus manos atoradas de bondad en aquella nuca, el vetusto casi estampado quedó en la monumentalidad de esos senos sin sostén, catedralicios, como un domo horizontal que apunta indulgencias hacia una sed de siglos.
“Hazme unnn ppparo”, en susurrito achaparrado solicitaba el betabelito. La virtuosa del restriego, hospedó la faz del matusalenito en la samaritana mitad de su gran escote; el hombre extrajo su semblante de aquel aposento con un fulgor ambarino en la mirada y, con su boquita de dátil y silbidito, viéndose el sur de su silueta, puso a trepidar la cristalería completita del barrio al exteriorizar en altísima tesitura “¡Milagro! ¡Milagro!”, peroraba perlado de lúbrica gracia extemporánea.
La anfitriona de las grandes bienvenidas regresó a la esférica marchita, complacida de su obra de caridad, por su buena acción de que, pese a carencia de autobús y terminales, otorgó sin andén la mágica benevolencia de un solo paradero.
Crónica tres de un diferente suplicar
En rogativas asaz opuestas a la pecaminosa rigidez del ancianito aquél… devotos de San Judas Tadeo, muchos con su juventud a cuestas, llegan al umbral del templo de San Hipólito con ambas manos ocupadas: en la diestra, la estatuilla del santo estrechada en el costado, para evitar la tentación de iconoclastas; en la zurda, la estopita impregnada de don chemo, a quien le platican secretitos, no de oídas pero sí de olidas.
Las súplicas siembran una multitud, al igual que los agradecimientos que pueblan la calle en la humanidad de una reverencia. Un tumulto se arropa en la ropita de San Juditas, la santidad se multiplica a lo largo de las banquetas, y en la avenida misma copada de clónica redención, en un impresionante desfilar estacionario.
Sin embargo, este patrono que sobre el cráneo expone pensamiento y llamarada, tiene otra parroquia no demasiada lejana, entre Arcos de Belén e Izazaga, donde el canonizado -recluido en una vitrinita- carece de devotos, exvotos y oraciones. La sola soledad nadas más al múltiplo del pleonasmo.
En la saudade aquélla, San Judas llora en yeso el abandono, se disuelve en las inmolaciones de la cal, se despide en el montículo de una nubecita, como para que se atestigüe cómo el desdén tramitos de cielo diluye.
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