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Ediciòn 293

RETOBOS EMPLUMADOS

PINO PÁEZ

Cronicario indigente

 

SON SERES QUE AVANZAN rumbo a un punto sin fuga, sin perspectiva que al menos mienta la bonanza en alguna lejanía. No caminan: patinan una doliente lentitud, tallan con sus plantas vericuetos que no le interesan al rastreador. Los ojos se les agrandan para observar mejor al precipicio, al mareo sin mar que en marejada sala implacable la existencia.

Pino

Paradojas de multitud desolada

Se multiplican no en aras de la bendita fornicación a la cual el gran Miguel Hidalgo despojó de cualquier pecado, de cualquier pleonasmo mandato-mandamiento, de cualquier mosaico-mosaica traducir de mañosos exégetas que condenan el acompasado rumiar de los jadeos.

Se cuantifican en espiral empujados por la miseria más absoluta, por lo paupérrimo en los escalones todavía más abajeños del abismo, por el olvido de la más total desmemoria, por la ceguera de la más abarcadora invidencia que no ve la tragedia del otro, aunque esté a la distancia de una zancada en los océanos de una banqueta, aunque esté a una brazada en las inundaciones de una negrura en pleno mediodía…

Se apìñan de aparente contradicción humana, de aparente contradicción inhumana. Son la congregación del abandono, su sola compañía no es el hombre sino el hambre en crueles jugarretas del devenir en homofonía, son espectros que no penan ni pepenan, zombis carentes ya de la inercial mendicidad: paradojas de multitud desolada, tumulto que areniza redundante el arenal de su desierto en perenne deserción

Desalojos de intemperie a otra destechumbre

A la ciudad “afean”, espanta su múltiple peregrinación en un circular atestado de cuarteaduras, de la intemperie los desalojan a otra destechumbre, los avientan en la literalidad del cascajo, sin embargo, el círculo es la vuelta-devuelta, la manda sin Dios ni banderolas sobre un redondel, donde las pisadas en éxodo perpetuo torturan al peregrino sin meta, en la imagen de un involuntario apisonador que aplasta la seca vid de su propia biografía.

Si la santidad existiera, ellos serían la personificación de las aureolas, sin lauros que de luz coronan, sin letanías que alaban en las burocracias del estribillo, sin feligresía en el ritual de las súplicas. Ellos están canonizados por el dolor que más santifica: el dolor de merodear en los confines de la nada. No son la santidá que bonifica, ni serán inmortalizados en un recuadro de estampita, son Nazarenos involuntarios, laicos, sin religión, pero con la tortura sin fábulas ni sacramentos del ser más atormentado: el que nunca es oído, así irrumpan sus salmos en cada exhalación de dolida lengua universal, en el masacrado idioma de un viento descarrilado en el cabús de los otoños, en el lenguaje desoído por quienes sólo tienen tímpanos para retacar su misma cantinela. Las llagas sin mito consagran, en la ceremonia de los seres que transpiran un río lastimado.

Se recuestan en harapienta mortaja sobre tapetes de  sombras abatidas de los muros. No hay miradas en su congestionado entorno de soledades, ningún transeúnte tiene iris que les brinden un arco… sólo y a solas del temporal más ennegrecido los “desalojadores” los echan a empujones a otras latitudes, a fin de que quienes nunca ven, ni de soslayo atisben la pesadumbre más dolientemente amotinada.

Mujer de besos atrincherados en un solo labio

Entre la procesión de los seres cuantitativamente desolados, hay una mujer vestida en un mendrugo, no en un harapo, en una especie de migajón asaz envejecido, como nube que jamás alcanzó su cielo; sus pequeñitos pies calzados de un polvo muy antiguo, en símil de transitar solamente por espacios en que distancias y paraderos no guardan ningún sentido ni señal. Tiene su hermosa boca sellada en las inminencias de un silbido… o de un beso que no consigue dónde aterrizar en el chasquido.

El retobador anhela cobijarse su  perfil con ese ósculo petrificado, que a su ajada mejilla crecida por los años en mejillón… la preserve el labio de la dama de alburas, damalba, enfundada en auroras de pan desmoronado, empero, no logra el temple de suplicarle que sus bellísimos gajos de tiempo impronunciable acaricien un tramito de su destartalada faz, teme que la mujer se indigne por el ruego de un desconocido… y adelante su compás en esa permanente huida circular, que desangre toda la harina de su alborada… y de sus restos no se aposenten comensales en eucaristía.

No se anima el plumífero a volar hacia esa bellísima estrofa de mujer, le intimida ir rumbo a esa encarnación femenina del haz más lastimado… se conforma en la contemplación de todos los besos contenidos en aquellos labios en víspera de silbar las redenciones. Y la gran mujer se pierde re-vestida de hogaza en el ruedo de su procesión. Y el retobador se pierde también pero sin grandeza alguna, se extravía con el perfil helado, hasta ocultarse emplumado sin otro revoloteo que embriagarse de nostalgia y arrepentimiento semiahogado en el tintero, con la única catarsis de cronicar su indecisión, de reseñar el miedo de que una Diosa en el maremágnum de la intemperie, hubiese rechazado indulgenciar el derruido portal de su mejilla.

El sabio y los vacunos Ojos de El Señor

Un hombre de edad indeterminada ¿predica?, ¿para sí monologa en soliloquios de muy alta tesitura?, ¿es vendedor de hagiografías que tuesta su discurso para agenciarse anuencias extraídas del monedero?, ¿su miseria es miserere a fin de acoplarse afín al aspecto y la oratoria?

No. Su miseria es auténtica, real, trágica… Los ayunos están en los montículos de cada pómulo, en el maxilar casi transparente, en una barba luenga y gris que intenta -fallidamente- esconder de cuello y pectoral la hambruna colectiva instalada en una  indivisible anatomía, se diría que en ese cuerpo, se amontonan todas las anemias, y en esas manos que se adivinan invictas de saludos, la mímica “esqueletea” desde la escapatoria de alguna radiografía, y tras los pantalones raídos hasta los extremo de un andrajo, las rodillas asemejan pinole y mazapán en las antelaciones de espolvorear el erial de una caída.

Habla de Dios, e invita incluso a los ateos a oír su testimonio, que los mismísimos iconoclastas se aproximen y sepan lo que hay que respetar luego de la demolición de todas las estatuas “Los Ojos de El Señor, ilocalizables en las esculturas: el mirar de Teo en las lagunas colmadas de paz con que las vacas desparraman visionarias el agua dulce, el quietecito manantial donde Deus depositó la consagración entre vacunos milagros de parpadeo”.

La gente, poco a poco y mucho a mucho, se le arremolina, secretean algunos que se trata de habladas de locura. Otros creen que es una especie de revancha contra los arponazos de la vida, a través de un lapidario sacrilegio. Unos más especulan que se trata de un actor disfrazado, de un happening teatral… Todos, sin embargo, se silencian más que un pez derrotado en su gritería… en cuanto la ¿predicación?, ¿ecolalia?, ¿recital? re-emprende los sacros mirares puestos en los benditos ojazos de la res:

“Las vacas nos miran desde un dual Ojo de Agua, desde una linfa que nada más puede ser bebida por quienes son capaces de descubrir arpegios de luna reiterada entre los almácigos de la retina. Sólo así la Sed de Dios hidrata, pese a no creer, quien vea lo que El Señor desde una vaca Ve… probará sin simonías la dulzura de una lluviecita que gratis empapa un redimir”.

Burlas y farfullares en contra del ¿orador?, ¿horadante?, ¿profeta?, ¿lurias?... se apagaban, encendiéndose una expectación de la cual incluso los resuellos fluían con timidez, enmudecidos como vientecillo que dosifica sus chiflidos para no despertar abrazos de sombra en el ramal.

“En las ojeras de cada vaca Dios Recuesta todo lo que Ha Mirado, y todos quienes a Él han mirado…poseerán acequias rebosantes de Mirada”.

Fanáticos, creyentes, librepensadores, agnósticos y glotones comecuras…se resguardaron tumultuarios en su hermetismo pero con los ojos bien abiertos, fijándose ya no en la barba plúmbea y descuidada, ni en la impresionante delgadez de la silueta, o en las manos tan huesudas que casi al metacarpo desenguantaban… sino en los ojos del ¿orate-orador?, ¿predicador en predicamento?, ¿fatuo-fausto arengador?

Sus ojos eran de lacustre inmensidad, lumínicos, agua reflejada como eco que eterniza del declamador la esencia del poema entre los refugios de una cordillera. ¡Ojos vacunos!, ¡ojos de res con la gloria del estanque completita!, ¡ojos con que los destechados miran a los que nunca miran!, ¡ojos en la intimidad de una palangana donde Dios, Cualquier Dios… salpica un bautismo de verdad a quienes no tuercen los mirares en la tragedia de la intemperie con que uno se topa a la vuelta de la esquina, a vuelta de  tuerca, a vuelta-devuelta del destino!

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