En el año de Posada,
un gran artista también olvidado: Alberto Beltrán
ELENA PONIATOWSKA*
Trabajo alusivo a la figura de la huesuda del dibujante Alberto Beltrán.
EN 1985, CUANDO A ALBERTO BELTRÁN el gobierno de México le otorgó el Premio Nacional de Artes, Javier Barros Valero le advirtió:
–Debe usted venir de traje y corbata.
–Yo uso chamarra o guayabera.
–Va a entregárselo el señor presidente licenciado Miguel de La Madrid y todos van de traje.
–Si no me permiten ir como visto de costumbre, prefiero no recibir el premio.
Y lo recibió con su morral colgado al hombro y en ese mismo morral metió su premio.
Ese morral es uno de los símbolos de la tenacidad y también de la modestia de Alberto Beltrán, quien nunca quiso dejar de ser un niño pobre. Nacido el 22 de mayo de 1923 en la ciudad de México e hijo de un sastre aprendió a cortar y a coser un traje completito, pero muy pronto se apasionó por el dibujo. Dibujaba yo en cualquier papel, en lo primero que tenía a mano.
Maestro Alberto Beltrán
A pesar del disgusto paterno, ingresó a San Carlos en 1943. Al ver su talento, Carlos Alvarado Lang lo encauzó en el arte del grabado y Alfredo Zalce lo invitó al Taller de Gráfica Popular porque vio en él a un grabador nato.
Cuando el niño Beltrán asistió por primera vez a la escuela primaria, que cual cursó de 1928 a 1934, le asombró que su maestra indicara cómo debía vivir una familia; cada quien en su cuarto o a lo más dos personas en cada habitación, desde luego cada uno en su cama.
Era indispensable dormir con la ventana abierta, usar pijama, desayunar jugo de naranja, frutas, cereales o huevos, bañarse a diario, recomendaciones totalmente ajenas a su familia que ocupaba una vivienda sin ventanas en la que vivía con sus cinco hermanos y dos padres en una vecindad de 60 viviendas con techo muy bajo, en la que compartían lavaderos y excusados.
Desde entonces, Alberto Beltrán empezó a practicar la prudencia, no meterse en las vidas ajenas, no juzgar a los vecinos y no intervenir en pleitos.
En la escuela de gobierno, Alberto llamó la atención de sus compañeros porque podía distinguir por su ruido a todos los trenes que llegaban a la estación cercana a su casa en Ferrocarril de Cintura y les informaba: Este es el ferrocarril número tantos, este otro es el que viene de Veracruz.
En una ocasión, cuando era muy pequeño, la maestra les pidió a los de tercer año que le dijeran el alfabeto al revés. Varios fracasaron.
Alberto era el menor de la clase y aunque muy despacito dijo todas las letras perfectamente y, como premio, la maestra le dio su libertad. Puedes salir y hacer lo que tú quieras y esto le provocó al niño una angustia terrible y se quedó todo el día pegado al muro de la escuela. Es así como probó por primera vez el miedo a la libertad que todos experimentamos.
La muerte también fue un tema explorado por el dibujante Alberto Beltrán (1923-2002), de quien se reproduce uno de sus trabajos alusivos a la figura de la huesuda.
Con sus dibujos que se reproducían en mantas y folletos, Beltrán ayudó a maestros y obreros huelguistas, a campesinos y personajes populares, como el cilindrero y el cartero. Apasionado de la historia de México, uno de sus grabados más reconocidos es el de la entrada de Juárez a México en 1867.
Sus retratos de Ricardo Flores Magón, Francisco Villa y Emiliano Zapata pueden compararse con los de José Guadalupe Posada. Ilustró los libros de Miguel León-Portilla, Gutierre Tibón, Ricardo Cortés Tamayo, Oscar Lewis, Víctor von Hagen y otros autores.
Nunca exigió que se le diera crédito a pesar de la belleza y la eficacia de sus trazos. Ilustró espléndidamente el Juan Pérez Jolote de Ricardo Pozas, las cartillas de tzeltal y los instructivos para la enseñanza del español, así como múltiples libros de cuentos y materiales de lectura para niños indígenas. Ganó el primer Premio de Carteles de Alfabetización en 1953 y, en 1956, el Premio Nacional de Grabado.
En este ir y venir continuo de revista en revista, de periódico en periódico (Beltrán nunca gozó de canonjía alguna ni se promovió a sí mismo) se convirtió en uno de los hombres fundamentales de la gráfica y la pintura mexicanas al lado de Leopoldo Méndez y Pablo O’Higgins, pero su modestia lo hizo guardar distancia de las candilejas y los aplausos.
En 1959 hizo el relieve de la parte superior de Neumología del Centro Médico Nacional y en 1963, en Jalapa, el mural del Museo de Antropología, transferido al Parque de los Lagos.
En 1965, en el puerto de Veracruz hizo otro mural con mosaicos inaugurando una nueva técnica similar a la de Juan O’Gorman en la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria.
Hoy, Beltrán, injustamente olvidado, debería ser rescatado. Leal a sí mismo y a su vocación, Alberto Beltrán conoció mejor que nadie el arte popular que dibujó, fotografió y catalogó con amoroso cuidado. Si alguna vez hubo un gran director de arte popular ese fue Alberto Beltrán.
A medida que pasaron los años Beltrán fue despojándose de todo como San Simón en el desierto, al grado de que en su cocina había una cuchara, un tenedor y un cuchillo, y si acaso invitaba a alguien, el comensal comía primero para después pasarle a él los cubiertos.
Alberto Beltrán murió en el hospital López Mateos, el 19 de abril de 2002 y fue velado en el periódico El Día, como había pedido. Al irse se llevó la destreza de un extraordinario dibujante y la originalidad de un personaje fuera de serie en el arte de México.
*La Jornada
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