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ESCENARIOS DE DESCOMPOSICIÓN Un día en el ranchoGUILLERMO FABELA (Exclusivo para Voces del Periodista)
Por fin, la mesa parecía estar arreglada a su entera satisfacción. Habían transcurrido tres horas a partir de que un ejército de sirvientes comenzara a colocar platos, vasos, copas, cuchillos, cucharas, tenedores, servilletas; además de candelabros de plata, saleros de igual metal y vistosas salseras, bajo la atenta mirada de la patrona, perfeccionista en grado extremo.
Tres horas que para ella transcurrieron sin darse cuenta, incansable en su ir y venir alrededor de la enorme mesa, colocada en el centro de un inmenso comedor, dando órdenes aquí y allá, con su voz chillona y estridente que ponía nerviosos a los criados novatos. Los de más antigüedad habían aprendido a mantenerse ecuánimes, sabedores de la peligrosa volubilidad de la mujer. Ay de aquel que rompiera o desportillara una pieza de la costosa vajilla, pues era conducido a un calabozo donde se le tenía a pan y agua hasta tres días. Las precauciones tomadas hacían más lento el trabajo, lo que llegaba a exasperar a la dama de frágil figura pero de una energía inagotable. Entonces alzaba aún más la voz cargada de resonancias guturales y ella misma tomaba la loza de las manos del nervioso mucamo y la colocaba, con ademanes teatrales, en el sitio que consideraba correcto. Se retiró unos pasos de la mesa y caminó alrededor, con lentitud, mirando la superficie detenidamente. Se detuvo en una de las cabeceras y ordenó al jefe de su séquito de mucamos, un hombre de mediana edad acostumbrado a los desplantes de la mujer, le trajera una escalerilla. Mientras le era cumplida la orden, caminó hacia un trinchador de fina caoba, abrió un cajón y sacó una revista. La hojeó y se detuvo para observar una fotografía. La miró varios segundos y sonrió, satisfecha, al comprobar la similitud con la mesa recién preparada. El edecán llegó con la escalerilla de aluminio y se encaminó hacia la patrona, orgulloso de su diligencia. La ayudó a subir tres escalones, tomándola de su brazo derecho, altura que a ella le pareció suficiente para mirar en toda su extensión la gran mesa, de más de diez metros de largo y tres de ancho. Permaneció en esa posición más de un minuto, mientras el hombre la sostenía con ambas manos del antebrazo, mirándola de soslayo con ojos que delataban su morbosidad. La falda de amplios vuelos dejaba al descubierto las aún hermosas pantorrillas de la mujer, de alrededor de cincuenta años. Sus todavía hermosos y bien cuidados pies, con las uñas bellamente pintadas, que mostraba bajo unas coquetas sandalias con filigranas de oro, tenían la virtud de ponerlo nervioso. Cuando la dama, al bajar los escalones, pisó los mosaicos de mármol, el sirviente retiró sus manos del brazo aún macizo de la mujer, cerró la escalerilla y salió presuroso del amplio comedor que pocas horas después daría cabida a un selecto grupo de comensales. El ejército de criados (campesinos de la región, obligados a servir a la patrona por su extrema pobreza) esperaba expectante alguna indicación de la enérgica dama, quien sin decir nada caminó hacia la puerta que daba a una sala de estar de la mansión campirana de la poderosa familia. Entonces, el ama de llaves tomó el lugar de la señora de la casa y ordenó a los mucamos retirarse a la cocina. El lujoso comedor quedó en silencio en pocos segundos, profusamente iluminado por la luz solar que se filtraba por grandes ventanales en uno de los costados. Aun así, antes de salir el ama de llaves accionó el encendedor de las luminarias del techo, tres grandes arañas de cristal cortado distribuidas de modo que ningún espacio quedara sin luz. Corroboró que todo estaba en orden y salió también del comedor. Dos hombres esperaban a la señora en la sala de estar, uno de ellos vestido de traje negro y con alzacuello que delataba su procedencia sacerdotal. Al verla entrar, con el garbo acostumbrado, se pusieron de pie como movidos por un resorte, dejando en la superficie de la mesa de centro sus vasos con tintineante hielo. La mujer avanzó hacia ellos, sonriendo coquetamente. Los saludó de beso en la mejilla nombrándolos por su nombre y los invitó a tomar asiento. Un sirviente se apresuró a llevarle un vaso de limonada, que tomó con displicencia nada más para dejarlo en la mesa. Con un ademán le ordenó al criado se retirara. - Me da mucho gusto que no se olviden de nosotros y nos visiten en esta su humilde casa -dijo la mujer, con la mejor de sus sonrisas. Los dos hombres sonrieron también, satisfechos por el recibimiento de que eran objeto. - A los amigos nunca se les olvida, aun cuando cambien las circunstancias -dijo el que vestía como ciudadano común, un hombre maduro, de fuerte personalidad, abundante barba entrecana y voz rotunda. - Eso mismo digo yo, ustedes siempre tendrán un lugar muy especial en nuestros corazones. - Se lo agradezco mucho, don Abelardo, sobre todo cuando nadie parece acordarse de que seguimos vivos mi esposo y yo, dispuestos a servir al país como siempre lo hemos hecho, particularmente a los que menos tienen. - Eso es lo que platicábamos David y yo antes de que tú llegaras -dijo el sacerdote, entonando la voz. Se le notaba que hacía grandes esfuerzos por controlar sus frecuentes gesticulaciones que lo hacían verse grotesco, sin poderlo lograr. Continuó diciendo: Es una lástima que no haya reelección en nuestro país, pues las cosas se van a descomponer ahora que los hombres del poder son otros, aun cuando sean nuestros amigos. - Lo mismo digo, no faltaba más -dijo David, tomando el vaso para dar un sorbo y limpiarse las barbas con el dorso de la mano. No habíamos venido porque no nos podíamos poner de acuerdo. Pero por fin pudimos y aquí estamos, como siempre, con los brazos abiertos en solidaridad con los amigos, no faltaba más. Los dos hombres intercambiaron miradas cómplices, y tras unos segundos el sacerdote se decidió a tomar la palabra: - Nos conocemos muy bien para andarnos con rodeos, nos conocemos de sobra -dijo, aclarándose la voz con un trago a su vaso de whisky. Venimos a decirte que un negocio de David y mío, por el que recibiste un fuerte apoyo para tu fundación, se quedó a medias y queremos que nos ayudes a culminarlo, intercediendo con el Presidente, si te parece correcto. La dama se movió como si estuviera incómoda en su asiento, dio un sorbo más a su limonada y dijo: - Entiendo, sé a que negocio se refiere, señor obispo. Yo creí que todo había salido bien en su momento. Entonces hubiera sido más fácil solucionar cualquier inconveniente, pero ahora será más difícil, usted debe comprenderlo. - Por supuesto, las circunstancias han cambiado, aunque gracias a Dios de manera no tan desfavorable como hubiera sucedido si “el loco” gana las elecciones y nos derrota. Eso hubiera sido fatal para el país. Gracias a Dios no fue así, por eso es que estamos aquí, pues sabemos que hay muy buena relación con el señor Presidente. La mujer lo interrumpió, incorporándose en el sofá, con gesto de impaciencia. - Así queremos que siga, por eso debemos ser muy cuidadosos. David tosió e hizo una seña al sacerdote para ser él quien respondiera la pregunta. - En eso tienes razón, David. Déjenme decirle a mi marido, en la primera oportunidad, el motivo de su visita, además de saludarnos, y yo me pongo en contacto con ustedes. Por cierto, la fundación atraviesa ahorita por una situación difícil, y no me vendría mal que ustedes la apoyaran, como siempre lo hicieron en el pasado. Los dos hombres trataron de hablar al mismo tiempo y sólo se quitaron la palabra uno al otro, hasta que el sacerdote alzó la voz, para imponerse. - De eso no te quepa duda, para eso somos amigos y lo seguiremos siendo. Estoy convencido de que nos habremos de necesitar mutuamente en los años venideros, ¿no lo crees así, David? El aludido dio un salto en su asiento, dejó el vaso de whisky sobre la mesa y limpiándose las barbas humedecidas, dijo: - Por supuesto, no faltaba más, para eso son los amigos, para darse la mano mutuamente. Estoy convencido de la fructífera labor de la Fundación Vamos por los Pobres, así como del altruismo de sus muchas tareas. Mal haría en no apoyarla. Cuenta con mi solidaridad eterna, y para que veas que me doy por bien servido, aquí te dejo este adelanto. Horas más tarde se reunía con su marido, quien llegó encabezando una comitiva de diez camionetas “Hummer”. El arribo fue anunciado por estridentes ladridos de la jauría de perros doberman, metidos a esa hora en una jaula en la parte trasera del enorme jardín. La dama había pasado el resto de la tarde acicalándose para la cena, con ayuda de dos mucamas de su entera confianza, quienes conocían a la perfección las preferencias de su patrona, sus filias y fobias. Disfrutaban bañándola, no por ser lesbianas, sino por el gusto de servir a una mujer de inmenso poder, del que se habían beneficiado en diversas ocasiones y le vivían agradecidas. Lo esperó en la sala de estar, ataviada con un vestido largo de fina seda color verde botella, comprado en exclusiva tienda de París para la ocasión. Al verla, su marido sonrió complacido y aceleró sus pasos para abrazarla. Le dio un beso casi furtivo en la boca y se retiró para recibir a sus invitados, que venían detrás, admirando la sobria arquitectura de la casa, y la colección de sillas de montar que le daban a la mansión un sello más campirano, colocadas en ambos lados de un largo corredor de armónicos arcos. - ¡Qué lástima que no estuve aquí temprano para saludarlos! Tan buenos amigos que son. Siempre nos ayudaron cuando los necesitamos. La mujer lo miró con desprecio, movió la cabeza de un lado a otro y dijo, mirando hacia donde se encontraba el grupo de extranjeros: - No seas ingenuo, ese par de pillos siempre te utilizaron mientras fuiste el señor Presidente… Qué bueno que ya empiezas a entender que los buenos negocios están con nuestros amigos extranjeros, no con tipejos como el obispo Centeno y el abogado David Hernández.
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