“ESCENARIOS DE LA DESCOMPOSICIÓN”
Reunión en el exilio
GUILLERMO FABELA QUIÑONES
EL ANTIGUO PALACETE volvió a vivir sus mejores galas, mucho tiempo atrás dejadas en el baúl de los recuerdos. La ocasión lo ameritaba: conmemorar los primeros diez años de exilio de la elite mexicana en Europa, después de que el país había caído en la ingobernabilidad.
Celebrar una década lejos de una nación en decadencia por la violencia extrema que parecía no tener fin, motivo más que suficiente para no escatimar gastos ni desvelos, por parte del organizador del trascendental evento. Seis meses antes había iniciado los preparativos, para no dejar nada a la improvisación ni a las prisas de último minuto. El sitio escogido era ideal, inmejorable bajo cualquier punto de vista. Ubicado en una colina desde la que se dominaba todo el valle de hermosas tonalidades verdes, ocres y grises en lontananza, durante el verano, el castillo estaba ligado a México por haber pertenecido a un ciudadano mexicano que se había desposado con su propietaria original, una bella y rica mujer de clásica apariencia teutona.
Fue esta la principal causa del interés de su nuevo dueño en adquirirlo, a precio de ganga, al viudo de la mujer ya anciana, un gigoló del que no se volvió a saber luego que recibió los diez millones de dólares que pidió por el palacete medieval, el más antiguo del principado de Liechtenstein. Esta sería la primera oportunidad para presumirlo, demostrar que el amor por México se conservaba incluso en las condiciones más adversas. Su nuevo propietario lo había decorado como si fuera una hacienda porfiriana, con pinturas, esculturas y porcelanas de fines del siglo diecinueve y mediados del veinte, que le daban un aspecto demasiado ecléctico. Claudio X. Rosales, el nuevo dueño, estaba satisfecho no sólo de la compra del castillo, sino de los esfuerzos para que recuperara su añejo esplendor. El dinero gastado era lo de menos, una suma muy superior a la del costo del inmueble.
Ese día de la conmemoración, desde muy temprano, el señor Rosales personalmente estuvo supervisando que nada estuviera fuera de su lugar, en ninguna de las vastas áreas del palacete cuya construcción se remontaba al siglo XIV. Se sintió muy orgulloso de sí mismo, hasta agradeció en silencio haber salido de México, paso que no hubiera dado, lo sabía, de no haber ocurrido la gran revuelta social del año 2014 que provocó la peor debacle económica de la que se tuviera memoria. Perspicaz y previsor como siempre fue, compró con tiempo el castillo, con el propósito de pasar temporadas de descanso. Le hubiera gustado acostumbrarse a vivir allí; sin embargo, en los años de exilio no se había acostumbrado a tanto silencio y penumbras, por lo que había comprado un lujoso departamento en la pintoresca población de Vaduz, la capital de Liechtenstein. De cualquier forma, vivir en un principado y ser poseedor de un palacio principesco, era motivo de sobra para estar satisfecho.
Más orgullo aún sentía por haber recuperado una propiedad histórica que por azares del destino había pertenecido a un ilustre mexicano, un revolucionario de los tiempos de Obregón y Calles, luego dedicado a producir cine, entre otros negocios que lo habían hecho un hombre muy rico. Su afición por la historia de México lo había llevado a escribir y dirigir películas sobre la Independencia y la época de la Reforma. Fue su interés en buscar a una dama que personificara a la Emperatriz Carlota lo que lo había llevado a conocer a quien sería su esposa de toda la vida, hasta su muerte. Ella estaba a la sazón de viaje por tierras mexicanas, y al saber por una amiga que un productor buscaba a quien personificara a la esposa de Maximilano, se atrevió a presentarse con el. Al verla, el productor Miguel Torres Contreras se quedó prendado de ella, le dio el papel y poco tiempo después la hacía su mujer. Willhelmina Struddmann, que tal era su nombre original, no regresó a su patria sino para hacerse cargo de la herencia que le dejara su padre, entre cuyos bienes se hallaba el “Castillo de la montaña”, como se le conocía.
Ahora el señor Rosales era el único propietario del histórico inmueble. Para estar a tono con el pasado, había instalado un museo con piezas extraídas del Museo de Chapultepec, entre ellas prendas que habían pertenecido a la verdadera Emperatriz Carlota, así como objetos pertenecientes en su tiempo al Emperador Maximiliano, que para el señor Rosales tenían un valor inestimable. Por primera vez abriría las puertas del enorme salón-museo a sus viejos amigos, quienes seguramente se quedarían boquiabiertos. Esto le daba un gozo que lo hacía olvidar el cansancio de varias noches durmiendo apenas unas horas. Ni aun los dos Carlos, Slim y Salinas de Gortari, eran poseedores de tan significativas piezas históricas, pues eso eran las prendas y objetos que habían pertenecido a la inolvidable pareja de tan trágico destino.
Al medio día comenzaron a llegar los invitados al cónclave conmemorativo, procedentes de varios países europeos. Habían aceptado la invitación del señor Rosales porque seguía conservando su capacidad de convocatoria, como dirigente que había sido del Consejo Supremo de Hombres de Negocios de México. Además, la ubicación de Liechtenstein era ideal para desplazarse del norte, del sur, del oriente o del poniente del viejo continente y llegar al centro del mismo. Una veintena de criados, todos mexicanos, estaban listos para cumplir su importante cometido. Viudo como era ya el señor Rosales, con más de ochenta años sobre sus espaldas, dejaba todos los preparativos a su competente ama de llaves, una mujerona de mediana edad y duro carácter, quien sabía que tarde o temprano habría de heredar algunos de los bienes de su riquísimo patrón. ¿Por qué no el “Castillo de la montaña”?
De hecho, el señor Rosales no tenía más familiares que los pocos que habían podido salvarse de la gran “revuelta de los miserables”, como dio en llamar la prensa al levantamiento armado que había puesto fin a más de tres décadas de luna de miel para los hombres de negocios de México. En similar situación estaban la mayoría de sus ciento veintiocho invitados, lo que los hermanaba todavía más en su exilio. Aun cuando se reunían con cierta frecuencia, tres o cuatro veces al año, en diversos puntos de Europa, esta ocasión era muy especial y por eso habían aceptado asistir en traje de gala, hombres y mujeres. Por otra parte, nunca antes habían tenido la oportunidad de reunirse todos los supervivientes del exilio. El señor Rosales había sido muy explícito al señalar este punto en la invitación.
Para las cuatro de la tarde, en efecto, todos los invitados estaban allí, encabezados por los últimos cuatro presidentes de México en el exilio: Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo Ponce de León, Vicente Fox Quesada y Felipe Calderón Hinojosa. La enorme sala-comedor parecía insuficiente para dar cabida a los amigos del señor Rosales, quienes estaban agradecidos con su anfitrión por haberlos tomado en cuenta para una ocasión tan especial. Luego de un refrigerio y de probar algunos bocadillos exquisitos, todos pasaron a sentarse a varias mesas redondas sabiamente distribuidas alrededor de la mesa de honor, también redonda, con el nombre de cada quien colocado sobre la superficie. Una orquesta de Cámara comenzó a amenizar el ambiente con música de Mozart. El señor Rosales, cuando lo consideró oportuno, les dio la bienvenida con palabras corteses, sin tinte político. El que le siguió en el uso de la palabra fue el ex presidente Salinas de Gortari, aún muy lúcido a sus más de setenta y tantos años, quien no pudo hacer a un lado referencias políticas que eran obligadas por la efeméride: una década de exilio forzoso.
A nadie extrañó que también hablara el ex presidente Ernesto Zedillo, quien de entrada desmintió “la supuesta enemistad con su amigo Carlos”. Allí, ante tan selecto grupo de mexicanos, confirmó que su amistad estaba por encima de intrigas de cualquier signo. Cuando dejó de hablar, Salinas se incorporó de su asiento y de dos zancadas se colocó junto a Zedillo para darle un abrazo. Algo se dijeron a media voz y soltaron una sonora carcajada que contagió a todos los concurrentes al evento. Ambos estaban sentados en la mesa de honor, pero separados por cinco comensales, lo que hizo pensar al señor Rosales que había sido un error no sentarlos juntos. El fraternal abrazo de los dos personajes fue acompañado por sonoros aplausos de los asistentes, quienes parecían estar compitiendo por ver quien aplaudía más fuerte. Curiosamente, ni Fox ni Calderón quisieron hablar, tal vez molestos con el anfitrión por haber sido sentados a una mesa aparte de la principal.
Después de finalizada la comida, donde prevalecieron los platillos mexicanos, el tequila y tortillas recién hechas a mano por diez cocineras también de nacionalidad mexicana, el anfitrión invitó a sus amigos a visitar el museo del que sentía un inmenso orgullo. Así lo hicieron, casi todos con su respectiva pareja. Los comentarios que escuchó el señor Rosales lo hicieron transportarse a los tiempos en que había sido indiscutible dirigente de los empresarios mexicanos. Sin embargo, hubo un momento desagradable, cuando Salinas le dijo que le gustaría le prestara un sable y una pistola que habían pertenecido al Emperador Maximiliano. El señor Rosales sabía que no volvería a contar con esos valiosos objetos, pero no podía negarse a “prestárselos”. Para no ser menos, Zedillo le pidió un chaleco de fina seda, perfectamente conservado, así como una chaqueta de piel y una pitillera de plata.
Luego pasaron a otra gran sala, al fondo del vestíbulo, con el fin de seguir charlando. El anfitrión los invitó a tomar asiento, como les gustara, en mullidos sofás individuales distribuidos por todo el salón, separados por mesas de caoba donde estaban colocadas botellas de coñac, de champaña y brandys, así como vasos y copas. Al fondo del salón destacaba una monumental barra de fina caoba, y atrás una cantina con anaqueles cubiertos de botellas de diferentes licores y marcas, atendida por un “barman” francés, la misma nacionalidad de los veinte meseros contratados en París. La reunión continuó, ahora amenizada por un grupo de mariachis traídos expresamente de Madrid. Pronto, al calor de las copas, las conversaciones empezaron a subir de tono. El común denominador era el enojo contra los pelafustanes que los habían obligado a salir de México. Una hora después, nadie hacía caso a los músicos por lo acalorado de las discusiones sobre qué hacer para poner fin al exilio. Como era obvio, a quien más se dirigían las preguntas era a los dos ex presidentes del PRI, quienes se concretaban a pedir paciencia, pues las cosas tendrían que arreglarse pronto. Salinas llegó a comentar, como si fuera un secreto, que el presidente Piedra Sobrino, preso en Los Pinos, estaba a punto de ser liberado por los “americanos”.
En este punto fue interrumpido, con semblante que demostraba su disgusto, por Felipe Calderón, para decirle que esa versión estaba muy lejos de ser verdadera. “Mis informes son en sentido contrario, Piedra Sobrino está totalmente incomunicado y nadie sabe a ciencia cierta si está vivo”, dijo completamente alterado, tanto por la bebida como por su enojo. Fox quiso saltar de su asiento para decir algo, pero fue detenido por su esposa, Marta Sahagún, quien con gesto enérgico lo obligó a permanecer callado. Fue ella la que tomó la palabra, para decir con vehemencia que lo que hacía falta eran verdaderos patriotas que tuvieran las agallas para enfrentarse a la chusma y ponerla en su lugar. Ni Salinas ni Zedillo se dieron por aludidos. Como si se hubieran puesto de acuerdo, se acercaron al señor Rosales, para despedirse y decirle que la reunión había sido muy exitosa, muy bien organizada.
Una hora y media después, el viejo castillo estaba en silencio. Todos los invitados se habían retirado, unos por su propio pie, otros con la ayuda de sus guaruras, tanto por los excesos con las bebidas como por lo avanzado de su edad. El señor Rosales, una vez que despidió a los últimos invitados, entre ellos Fox y su esposa, quienes parecían no querer abandonar el castillo, en espera quizá de una repentina muerte de su anfitrión, entró al bastión amurallado sólo para sentir el agobio de la soledad. Caminó con dificultad hacia el enorme salón-comedor donde el ejército de criados se afanaba por levantar las mesas. Buscó a su ama de llaves y al no verla se sintió totalmente desamparado. Se imaginó estar rodeado por una turbamulta dispuesto a matarlo. Quiso correr hacia la puerta de salida, donde lo esperaba su chofer para conducirlo a su departamento. Sin embargo, las piernas no le respondieron y cayó al suelo, pesadamente. Lo último que vio fue a su ama de llaves intentando levantarlo, con la ayuda de dos criados, que lo estaban lastimando al sujetarlo por las axilas.
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