“ESCENARIOS DE LA DESCOMPOSICIÓN”
Las patas de los caballos
GUILLERMO FABELA QUIÑONES
TANTAS NOCHES CON EL CEREBRO embotado por no poder dormir lo tenían con los nervios desechos. Nada podía hacer para evitarlo, tirado en el camastro del hospital oliendo a todas horas el hedor de sus heridas mezclado con el de los medicamentos. Le hubiera gustado morir de inmediato al ser emboscado por policías ineptos que dispararon sus armas sin darle tiempo de nada.
AL MENOS NO ESTARÍA SUFRIENDO, sabiendo en carne propia lo que se siente cuando la carne es ultrajada de modo inmisericorde. Pensó que estaba pagando los muchos crímenes cometidos, de los que nunca se había arrepentido, hasta ahora que se hallaba en un estado deplorable por culpa de compañeros inexpertos, incapaces de distinguir a uno de los suyos.
Sabía que habían pasado quince días desde su llegada al hospital porque una enfermera se lo había dicho. Dos días había estado en coma, del que salió gracias a su fortaleza, a sus muchas ganas de vivir por contar con apenas treinta y siete años, tiempo que esperaba se alargara lo más que se pudiera, a pesar de lo azaroso de su trabajo. Los demás días después de volver a la vida lo habían hecho desear no haber despertado; él, que nunca había sabido lo que era una enfermedad, ahora se la pasaba acostado en una camilla yendo de un lugar a otro de un hospital nauseabundo. Ni modo, pensó, todo se paga en esta vida, como decía su señor padre.
Y vaya que tenía muchas cosas qué pagar, por lo que no bastaría una sola vida para poderlo hacer. Hasta ahora se daba cuenta de ello, allí tirado en el camastro, sin posibilidad de moverse ni para orinar, menos para levantarse, caminar y saltar por la ventana. Poderlo hacer lo mantenía con ánimo para superar su situación, hacer creer a los doctores que estaba luchando para sanar, volver al tráfago cotidiano aunque ya sin un riñón, un pulmón menos y con un brazo inutilizado. No sabían que sería incapaz de soportar un solo día en la calle en semejante estado; él, tan fuerte y soberbio, que disfrutaba cada humillación que les hacía a sus compañeros policías abusando de su fortaleza.
Ahora nada lo complacía, ni siquiera escuchar la música que tanto le gustaba, con la cual podía esperar horas y horas sin hacer nada, arrellanado en el asiento de su veloz “Mustang”, con los ojos expectantes a punto de cerrarse por tanto tiempo sin dormir. Eso era aceptable porque estaba trabajando, no estar en vela tantas noches nomás por estar inutilizado. Y así lo estaría para el resto de su vida, por más sesiones de rehabilitación que tuviera hasta el día de su muerte, lo sabía perfectamente, a pesar de las palabras de consuelo que le daba una de las enfermeras, quien parecía compadecerlo más que las otras, motivo por el que la odiaba más en vez de agradecerle sus atenciones y afanes de complacerlo.
Debía pagar en vida las muchas chingaderas cometidas, no había de otra, ahora lo comprendía. Era cosa de resignación y de hacerse a la idea de que acabarían sus sufrimientos el día que terminara de pagar. Con una sonrisa sardónica que lo hizo estremecerse pensó que entonces moriría mucho después que los médicos y las enfermeras que lo estaban atendiendo. Era claro que no era así la cosa, sino que se paga de una sola vez, el día menos pensado y de manera que uno ni se imagina. Lo único cierto es que estaba pagando su deuda con Dios, se lo había hecho comprender al permitirle vivir después de las graves heridas que había sufrido, que a cualquier otro habrían dejado muerto, según escuchó decir a uno de los enfermeros que lo había recogido en plena calle, bañado en sangre.
Habían transcurrido cinco años desde que recibiera la orden de incorporarse a una nueva misión, que sería ultra confidencial. Aceptó sin chistar al saber que sus emolumentos aumentarían de manera considerable, que no tendría que meterse a investigar ni tampoco a realizar detenciones peligrosas. Con todo, la primera de las nuevas “misiones” encomendadas lo hizo reflexionar sobre la necesidad de pedir otro traslado, aunque perdiera el aumento salarial y tuviera que regresar a indagar denuncias y detener a todos los sospechosos que se pusieran enfrente. Era preferible a tener que prestarse a servir a sádicos poderosos que les valía madre la vida de pobres mujeres por partida doble: por estar viviendo al día y por la suerte que les esperaba. Su trabajo parecía ser agradable, vigilar a trabajadoras previamente escogidas, saber sus movimientos y horarios, determinar los pasos a seguir para detener a la que se le señalara, para llevarla a un sitio que le sería indicado en el momento preciso. Podía violarla incluso, pero sin dañarla, porque entonces se haría acreedor a un severo castigo. Nunca supo qué tipo de castigo sería ese, pues siempre siguió las instrucciones de su comandante al pie de la letra.
Alguna vez, ahora lo recordaba en su lecho de convaleciente, había tenido la tentación de no obedecer. Tanto le había gustado la muchacha escogida que prolongó los días de vigilancia para seguirla viendo tal como era, sin que ella sospechara nada. Tenía pensado hablarle, ganarse su confianza, llevársela muy lejos de Ciudad Juárez para reiniciar una nueva vida con los pocos ahorros que tenía. Las cosas hubieran podido seguir adelante si ella no se hubiera molestado al ver a un desconocido acercársele, quién sabe con que intenciones. No le dio tiempo de nada, pues aceleró sus pasos para colocarse en medio de dos compañeras de trabajo en la maquiladora. Se alejaron rápidamente cuando ella les cuchicheó algo y lo miraron de soslayo.
Se vio obligado a olvidarse de sus sueños, la secuestró sin darle tiempo de nada en la primera ocasión que la miró caminar sola por una calle oscura. Se le fue acercando sigilosamente, a grandes zancadas, así que cuando ella se dio cuenta del asecho era demasiado tarde. La abrazó por la espalda, le colocó un pañuelo impregnado de cloroformo en nariz y boca hasta que perdió el conocimiento. La tomó en sus poderosos brazos y la condujo a su “Mustang” ubicado en un callejón a menos de cien metros de distancia. La trasladó al sitio que le indicó la voz encabronada de su jefe, sin pensar ya en la posibilidad de salvarla. Tampoco pensó en violarla, pues no se le antojó sexualmente al verla tan indefensa. Esa vez no la miró con lascivia, como siempre lo hacía, sino con ojos compasivos.
La dejó en la bodega señalada en el otro extremo de la ciudad, a donde otras veces había llevado a tres o cuatro mujeres (no recordaba cuántas) que luego fueron declaradas desaparecidas. En realidad sólo una de ellas, gracias a la presión de familiares que se apersonaron ante las autoridades de Ciudad Juárez, pero previamente habían denunciado el secuestro a un periodista que se quiso jugar la vida publicando la nota. Fue por esto que se habló de las otras y se hizo grande el escándalo, ahora lo recordaba con plena lucidez a pesar de los tranquilizantes.
Por eso sabía que nunca más volvería a mirar a esa mujer que estaba llevando a la bodega, que tanto le había gustado hasta para vivir con ella muy lejos de Ciudad Juárez y de su trabajo en la Policía Federal. Sin embargo, en vez de tomar otra dirección, como lo pensó al ir conduciendo el carro y mirarla por el espejo retrovisor, imprimió mayor velocidad al vehículo, con el fin de llegar más pronto a su destino. Como otras veces había sucedido, llegó al sitio donde lo esperaba su jefe en compañía de dos individuos desconocidos, con facha de personajes importantes. Se acercó a ellos, estacionó el carro y sacó a la muchacha, quien comenzaba a volver en sí. Los dos desconocidos la cargaron al interior de la bodega y se regresó de inmediato al coche, sin siquiera intercambiar algunas palabras con su jefe, como siempre lo hacía.
Al tercer día, cuando se presentó ante él con ánimo de pedirle su cambio de adscripción, no tuvo el valor de hacerlo, aun cuando recibió una fuerte reprimenda por los dos días que había faltado sin avisar. No quiso abrir la boca, sólo agachó la cabeza y soportó a pie firme la retahíla de palabras altisonantes. Aún le dolía la cabeza por tanto tequila que había injerido los días anteriores, metido en su cuarto del hotel, sin ganas de comer nada ni de ver a nadie. Se sentía un guiñapo, incapaz de actuar con dignidad como lo haría cualquiera en su situación. Su jefe no tenía derecho de insultarlo, y lo estaba haciendo esa vez con plena conciencia. Recordarlo ahora, tirado en el camastro maloliente, lo hizo sentir ganas de vomitar. Se las aguantó pero a costa de mearse en la bata y sufrir la vergüenza de ser removido como un bulto para cambiar las sábanas, como así sucedió.
Saber dos semanas después que había sido encontrado el cadáver de una mujer en un paraje desierto aledaño a Ciudad Juárez, lo hizo sentir una corazonada. Decidió trasladarse al sitio del macabro hallazgo. Todavía encontró rastros de la ropa que vestía, sin haber sido enterrada totalmente. Reconoció el pantalón y parte de la blusa que habían quedado en el lugar. Tomó las telas, sucias de tierra y de partículas sanguinolentas, las depositó en una bolsa de plástico que sacó de su “Mustang” y se alejó de allí con ganas de hallar a los dos tipos que había visto en la bodega, darles de balazos para que dejaran de estar haciendo sus chingaderas y huir a donde no volvieran a saber de él. Los días siguientes se dedicó a buscarlos, sin dar con ellos a pesar de las muchas preguntas que hizo, al extremo de pasarse de indiscreto.
Que así sucedió lo confirmó cuando su jefe lo mandó llamar a su oficina. Le ordenó que cerrara las cortinas y tomara asiento. Obedeció con recelo, pensando lo peor, por lo que al sentarse colocó su mano derecha sobre la cacha de su pistola, sin el seguro puesto. Miró atentamente los movimientos de su jefe, sin escuchar la andana de palabras que salían de su bocaza. Sólo al final escuchó que le decía que si volvía a meterse a investigar algo sin su consentimiento lo castigaría severamente.
- Ahora retírate y déjate de hacer pendejadas… tienes un gran futuro, no lo eches a perder… sabes que cuentas conmigo para seguirte apoyando, pero no vuelvas a meterte entre las patas de los caballos.
Se levantó de la silla sintiendo un odio brutal contra su jefe. Hizo un leve movimiento de cabeza y salió de la oficina con ganas de regresar a descerrajarle varios balazos, aunque hacerlo le costara también la vida. No lo hizo por cobardía, lo que nunca se perdonó, menos ahora que se encontraba moribundo, sufriendo física y moralmente como nunca antes en su vida. Por supuesto no hizo caso de la advertencia, siguió buscando a los dos tipejos, pero con más discreción, sin levantar sospechas. Hasta que llegó el día que dio con ellos, o al menos con su identidad. Se dio cuenta que estaba buscando en los sitios menos indicados, donde jamás los hallaría.
Los identificó plenamente, sin dudarlo, al mirar por casualidad una fotografía de un periódico mientras esperaba su turno en la peluquería de siempre. La miró varias veces, restregándose los ojos y rememorando la escena de aquella vez en que había dejado a la muchacha en medio de ambos sujetos. Los reconoció a pesar del cambio de escenario, en la fotografía vestidos con traje de gala en un salón de fiestas, riendo abiertamente a la cámara rodeados de señoronas de alta sociedad igualmente sonrientes, quienes vestían trajes largos y se adornaban con joyas de gran valor como era fácil apreciar. Discretamente recortó la hoja del diario y se la guardó en la bolsa de su chaqueta.
Ahora se explicaba por qué su jefe le había advertido que no se metiera entre las patas de los caballos. Sin embargo, quería seguirlo haciendo, ahora con plena convicción, a sabiendas de las consecuencias que con ello se acarrearía. Se sentía un pobre diablo de quien se estaban aprovechando señorones sin escrúpulos, cobardes a más no poder al escudarse detrás de sus influencias y su mucho dinero. A partir de ese momento se dedicó a idear la mejor manera de acercarse a ellos y matarlos. En varias ocasiones estuvo a punto de lograrlo, gracias a su empeño en hacerle creer a su jefe que se había olvidado por completo de “meterse entre las patas de los caballos”. Con todo, en el último momento algo tenía que interponerse en su camino, y la tan apetecida venganza fracasaba. Comprendió que la única manera de lograr el éxito sería intercambiar su vida por la de los dos fulanos asquerosos. Se dispuso a hacerlo, por lo que primero se apersonó con su jefe para presentarle su renuncia de manera irrevocable, sin entrar en detalles sobre los motivos de su inesperada decisión. Curiosamente, en vez de reñirlo su jefe, tal como lo esperaba, se incorporó de su sillón para darle un abrazo, decirle que lo comprendía perfectamente. Regresó a su escritorio, sacó un voluminoso fajo de dólares y se lo entregó sonriente.
- Toma este dinero, son cincuenta mil dólares, te los has ganado a pulso… Nomás recuerda que en boca cerrada no entran moscas.
Haciendo un leve movimiento afirmativo con la cabeza, tomó el dinero y salió de la oficina con ganas de abandonar ese mismo día Ciudad Juárez. No tuvo oportunidad de cumplir su deseo, pues apenas dos horas después de salir de la oficina de su jefe fue víctima del atentado, desgraciadamente fallido. Ahora se daba cuenta de que seguía con vida porque lo habían dejado por muerto los dos policías que días antes había visto salir de la comandancia. No pudo reprimir las lágrimas que empezaron a fluir por sus mejillas.
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