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“Escenarios de la descomposición” Una labor altruista
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Edición 214

 

   TENGO MIEDO, LO CONFIESO francamente. Me doy cuenta que la realidad es muy diferente a como me la había imaginado. En un principio creí que se trataba de una labor altruista, muy positiva en una etapa tan difícil como la que estamos pasando. Por eso me sumé a ella con entusiasmo, pensando que al fin podía desarrollar mi vocación sin ataduras, de tiempo completo como siempre lo había deseado.

   Ahora me doy cuenta que no es así, que me había ilusionado sin tomar en cuenta las circunstancias que mueven a los patrocinadores del proyecto. Es increíble que siga siendo tan ingenuo después de tantos años de andar batallando por el mundo. Ni modo, así es mi naturaleza de provinciano, hijo de campesinos analfabetas, que logró abrirse paso por la vida con grandes sacrificios.
   No me da vergüenza decirlo, pues no es poca cosa salir de la nada para llegar a ser director de escuelas privadas de renombre. Es cierto que he sido un hombre de suerte, pues la fortuna es la que me ha puesto en el lugar indicado con la gente correcta. Lo demás ha sido cosa mía, gracias a mi carácter apacible y don de gentes, una manera de ser que me ha permitido abrir puertas. Algunos de mis enemigos, los envidiosos que nunca faltan, me critican diciendo que soy un tipo servil, que se presta a lo que sea con tal de conseguir mis propósitos. Eso no es cierto, lo puedo jurar, sino una deformación malsana, sin ninguna base.
   El servilismo no va conmigo, ni tampoco la soberbia, mucho menos la doblez en la manera de ser. Soy como soy porque así lo aprendí de mi padre, un hombre que jamás engañó a nadie, ni siquiera a sí mismo, aunque por su falta de instrucción se dejó manipular cuantas veces quisieron hacerlo las autoridades, tanto civiles como eclesiásticas. Sin embargo, nunca traicionó sus convicciones, eso también lo puedo jurar. Si se fue a la Cristiada fue porque creyó en la justicia de la lucha, no porque se lo haya mandado el cura del pueblo. Tan fue así que él siguió a pie firme tirando balazos contra los sardos, pese a que la orden del clero entonces era que los cristeros depusieran las armas. Mi padre siguió en la lucha hasta que perdió la vida, dejándome un ejemplo  de hombría que siempre he tenido en cuenta.
   Yo me formé en varios internados, donde aprendí a ser respetuoso de mis superiores, lo que no significó que perdiera mi capacidad de protestar cuando así lo consideraba necesario y justo. La justicia es un concepto que siempre he valorado, por eso vivo al borde de la amargura. Me doy cuenta perfectamente que aquí en nuestro país estamos muy lejos de ser justos, que los años pasan y en vez de avanzar en esa dirección caminamos para atrás. Los hechos allí están para darme la razón. Pero también sé que yo solo no voy a cambiar las cosas, ni tampoco unos cuantos ilusos, como Lucio Cabañas y sus seguidores. Mucho menos en estos tiempos, cuando el sindicato del magisterio está totalmente mediatizado por una cúpula corrupta hasta la médula.
Tan yo no soy igual que ellos, los que rodean a Elba Esther, que nunca hice el intento de acercarme a mi paisana para pedirle su apoyo. Sí, somos paisanos, la conozco incluso desde que era una niña que andaba descalza por los charcos, brincando como chamaco, dispuesta a darse de madrazos al menor pretexto con quien la hiciera enojar. En cambio, mi hermano menor sí se aprovechó de la circunstancia, se ganó la confianza de la maestra y es una de sus gentes que más utiliza para todo. Yo nunca estuve de acuerdo con él, a sabiendas de lo que le esperaba,  conociendo como conozco a esa mujer, ambiciosa como pocas y dispuesta a lo que sea con tal de tener poder.
   Le dejé de hablar a mi hermano para que dejara de molestarme con su afán de integrarme al grupo de “grillos” de la maestra, una bola de facinerosos que se olvidaron de su vocación o quizá nunca la tuvieron. Los entiendo, sin embargo, porque sólo así lograron un nivel de vida que de profesores comunes nunca habrían alcanzado. Y qué mejor que hagan lo que realmente les gusta, sin tener que andar corriendo de una escuela a otra para apenas ganar para mal comer y vivir al día. Así estaba yo hace años, trabajando de sol a sol los tres turnos, hasta que tuve la suerte de conocer a un político viejo, a quien apoyé una vez que estuvo a punto de ser asaltado por un par de mequetrefes. Los enfrenté movido por algún resorte interno que me orilló a sacar fuerzas y valor de mis adentros. Es cierto que conocía al político, por las fotos que había visto en periódicos y revistas, pero aun cuando no fuera así hubiera intercedido a su favor, pues me indignó la desfachatez de los pelafustanes, unos adolescentes enloquecidos por la droga, que puse fuera de combate con el bastón con que me ayudo a caminar debido a una vieja lesión en la rodilla. Huyeron corriendo por la calle de Gante, perdiéndose entre la gente que ni cuenta se dio del percance.
   El anciano había sido alto funcionario en gobiernos anteriores, así como senador y hasta embajador. Me agradeció mi actitud y me invitó a tomar un café en el tradicional restaurante “La Habana”. Lo acompañé a su vehículo, un Ford Grand Marquis de años atrás pero en perfectas condiciones. Su chofer lo estaba esperando, amodorrado por el calor del medio día. Durante la charla nos fuimos identificando, surgieron múltiples coincidencias y alguna que otra divergencia, que saldamos con argumentos en pro y en contra cada uno.
   En los breves silencios entre sorbo y sorbo de café, lo observaba con asombro al darme cuenta de su despreocupación por los riesgos en que podría estar un ex político como él. Pronto caí en la cuenta de que se comportaba así porque era de otra época, cuando los políticos no tenían más ambición que la de mantenerse a flote dentro del sistema, lo que los obligaba a no cometer excesos como los que cometen los políticos actuales. De inmediato pensé en Elba Esther, ejemplo paradigmático del político de hoy, insensible a todo lo que signifique causa social pero con una voracidad sin límite que supera a la del más voraz depredador del reino animal.
   Nos despedimos con afabilidad, como si fuéramos viejos amigos, con la firme intención de volvernos a reunir la semana siguiente en el mismo lugar. Así sucedió, aun cuando yo acudí sólo por cumplir mi palabra, con la idea de que no volvería a ver al anciano político, un hombre de otro nivel que consideré incapaz de acordarse de la cita que tenía con un vulgar profesor de escuela como yo. Sin embargo, cuando llegué allí estaba, bebiendo su café con la mirada perdida. Era obvio que la conciencia no le hacía malas pasadas, que podía darse el lujo de convivir como cualquier ciudadano con los mortales comunes. Me saludó cortésmente y pronto nos enfrascamos en una amena charla sobre los contrastes del país, evidentes para alguien como él, surgido de los tiempos en que se construía México con verdaderos sacrificios de todos, incluida la clase política.
   Al abordar el tema de la educación, su enojo me contagió y comenzamos a despotricar contra los gobiernos que habían solapado a líderes sindicales corruptos, en una complicidad diabólica que al paso de los años se había consolidado hasta hacerse indisoluble. Tan no estaba de acuerdo con esa situación, que en la escuela de su propiedad, adquirida en las postrimerías del gobierno de Luís Echeverría para que su esposa, una maestra de vieja cepa, se encargara de ella, tenía prohibida una mínima presencia del sindicato magisterial, con la anuencia tanto de las autoridades del ramo como de la propia dirigencia sindical de entonces. Esta situación especial le era respetada todavía por consideraciones extra políticas, pero tenía muy claro que en cuanto muriera, el sindicato entraría de inmediato al plantel para tomar el control. Lo sabía y le daba coraje admitirlo.
   Continuamos charlando animadamente, y poco antes de despedirnos, como al desgaire me preguntó si me gustaría hacerme cargo de la escuela. La sorpresa me dejó mudo, así que volví a sentarme. Le pedí me dejara pensarlo un poco. Pedí otro café y minutos después había aceptado su ofrecimiento, al darme cuenta de lo beneficioso del acuerdo salarial. Las cosas marcharon de manera positiva durante dos años y meses que todavía permaneció en este mundo el anciano. Pero tal como lo había previsto, en cuanto se tuvo noticia de su fallecimiento, el sindicato envío una cuadrilla de mafiosos a hablar conmigo para informarme sobre las nuevas condiciones de la relación laboral en la escuela. No me quedó de otra que aceptar. Sin embargo, las presiones de que fui objeto desde el primer momento me orillaron a renunciar, con pesar y rabia, pues le había prometido al anciano que seguiría adelante con el proyecto renovador de la escuela, con el fin de adecuar sus sistemas de trabajo a las nuevas tecnologías cibernéticas, así como alejar a las asociaciones urgidas de liquidar el laicismo en las escuelas privadas.
   De nuevo me encontré en la posición de desempleado, con todo en contra. Lo único bueno es que no tengo más responsabilidad que ver por mi persona, ya que no reincidí en el matrimonio después de un rotundo fracaso. Gracias al cielo no tuve hijos que mantener y me acostumbré a la vida de soltero, así que ésta era mi única ventaja. Aun así pronto me harté de andar buscando trabajo en medios ajenos a mi profesión de maestro, pues el veto del sindicato me había cancelado esta posibilidad de mantenerme a flote. Sabiendo mi hermano mi situación, una vez me visitó en mi domicilio. Como si nada hubiera ocurrido entre nosotros, me saludó y sin preámbulos me dijo que me tenía un buen trabajo. Quise correrlo por su descaro, pero me aguanté las ganas sólo para conocer su propuesta, a sabiendas de que sería una oferta inaceptable.
   Con todo, mientras hablaba él no dejaba de pensar en mi terrible situación de desempleado, con una edad que dificultaba más aún hallar alguna oportunidad, aunque fuera de vendedor. Comencé a interesarme al decir que el trabajo que me proponía no tenía nada que ver con el sindicato y mucho menos con Elba Esther. Una oportunidad así no se me volvería a presentar en la vida. Le pedí me dejara pensarlo, pero se molestó y me dijo que no había nada que pensar, además el sueldo era muy bueno, mejor que lo que estaba percibiendo en la escuela del anciano político. Me dejé convencer finalmente, cuando me dijo que el trabajo consistía en dirigir una cadena de escuelas especiales, ubicadas en distintas poblaciones rurales del Estado de México.
- Se trata de un proyecto innovador, patrocinado por gente preocupada por el futuro de la educación en nuestro país, con el poder suficiente para negociar con la maestra y actuar con plena libertad, tal como lo venía haciendo el viejo con el que trabajabas-. Dijo, con entusiasmo apenas disimulado.
   Me incorporé al trabajo con un vivo interés por hacer las cosas lo mejor posible. Primero viajé a los distintos lugares de ubicación de las escuelas, que me parecieron espléndidas para estar en zonas rurales. Sus instalaciones eran perfectas para los fines buscados: apoyar en su desarrollo educativo a niños y adolescentes sin padres o abandonados por ellos, que vivían en la calle. Debo decir que tal finalidad fue lo que más me entusiasmó, al recordarme una etapa trascendental de mi vida, cuando fui llevado, en compañía de mis tres hermanos, a un hospicio donde aprendimos las primeras letras y recibimos una educación que de otra manera no habríamos tenido.
   No tuve que ocuparme en la contratación de personal, pues cuando llegué ya estaba la plantilla completa. Desde un principio mi trabajo consistió en adecuar los programas docentes de acuerdo con los niveles de los estudiantes, coordinar los trabajos de los siete internados y vigilar que todo se hiciera de acuerdo con los programas establecidos. Constaté que, en efecto, el sindicato no tenía intromisión en ninguna de las actividades de las escuelas, lo que me pareció sospechoso. Se lo dije a mi hermano la primera vez que volvimos a vernos, y me respondió que no tenía nada de raro toda vez que, como me había dicho, se trataba de un proyecto innovador patrocinado por gente muy poderosa.
   El desengaño, o mejor dicho, el conocimiento de la realidad real, vino una tarde en que acudí al internado de los muchachos de más edad, a confirmar unos datos del informe que me había enviado el director. Como no lo encontré en su oficina, caminé hacia la parte de atrás del edificio, un amplio jardín rodeado por una barda de cuatro metros de altura, donde escuché gritos raros. Grande fue mi sorpresa al ver que los muchachos, alrededor de doscientos cincuenta, estaban siendo adiestrados en artes marciales por varios militares. Como esta actividad no estaba en la currícula me acerqué al director, que estaba sentado a un costado de la cancha, observando atentamente el desarrollo de las prácticas. Lo saludé afablemente, y en seguida le pregunté qué estaban haciendo esos militares allí.
   Sin siquiera levantarse de su asiento, me dijo que no me metiera en asuntos que no eran de mi competencia. Me indigné ante semejante respuesta, quise insultarlo por su actitud pero me contuve. Di media vuelta, decidido a presentar mi renuncia. Así lo hice al día siguiente, a pesar de las recriminaciones de mi hermano por mi falta de profesionalismo. Desde entonces no lo he vuelto a ver, a pesar de que como chofer de taxi ando por todas partes de la gran metrópoli.



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