ME ACUERDO QUE LOS GRITOS despavoridos de mi madre me despertaron. Salté sobresaltado de la litera donde dormía, sintiendo que el corazón quería salírseme del pecho. Apenas buscaba orientarme en la oscuridad del cuarto para acudir en su ayuda, pensando que algo grave le estaba ocurriendo, un golpe seco en la espalda me arrojó al suelo, con un dolor que me paralizó de inmediato.
Permanecí agazapado mientras, como si fuera muy lejos, seguía escuchando los lamentos de mi pobre vieja mezclados con voces inconexas de hombres a quienes no podía distinguir, tanto por la falta de luz como por mi postura y los fuertes dolores que me recorrían el cuerpo. Pasaron minutos que me parecieron interminables, impotente ante lo que estaba ocurriendo, incapaz de hacer nada para impedirlo, sólo esperar que nada grave le ocurriera a mi madre y a mis cuatro hermanos menores, quienes también despiertos por el escándalo lloraban a todo pulmón. Hubo un momento en que traté de incorporarme, sigilosamente, pero de inmediato, una patada en el costillar derecho me volvió a inmovilizar. Ahora, al dolor se sumó un ahogo que me impidió emitir un quejido que hasta entonces me había aguantado. No quería que mi madre se preocupara más de lo que ya estaba, sabiendo que cualquier error podría desencadenar un odio aún más siniestro de quienes nos estaban humillando. Adiviné que se hallaba en la otra litera, abrazando a mis hermanitos con todas sus fuerzas, tratando de protegerlos. Una eternidad después, así como entraron, salieron del cuarto donde dormimos todos, siempre con el alma en un hilo desde que los sardos llegan a cualquier hora, dizque en busca de narcotraficantes, aunque lo hacen para robarse lo que más les gusta, a sabiendas de que somos muy pobres y que hace ya varios años no contamos con un padre que nos auxilie. Una vez que mi madre se aseguró de que ya no estaban cerca, se levantó para atrancar de nuevo la puerta, como si con ello se asegurara de que ya no volverían a meterse. Sonreí contra mi voluntad, una vez que pude respirar, al pensar en lo inútil de su intento. Si les daba la gana volverían a entrar, por muchas trancas que pusiera mi madre en la puerta, de eso no cabía duda. Esta era ya la cuarta o quinta ocasión que se metían a nuestra humilde casa, en plena noche, cuando estábamos dormidos y tal vez soñando con vivir en otra parte, muy lejos de la sierra donde nadie nos cuida ni a nadie le preocupa nuestra pobreza. Al menos yo si he tenido sueños así, de los que me despierto cada vez más descorazonado, al darme cuenta que son sólo eso: simples sueños sin posibilidades de que se vuelvan realidad. Cuando atrancó bien la puerta, sollozando amargamente caminó hacia mí, se acuclilló y me abrazó con todas sus fuerzas, haciéndome sentir más dolor en la espalda. Comencé a llorar igual que ella, pero yo de rabia más que de los dolores que me recorrían el cuerpo. Una parte de mi camisa quedó empapada con el llanto de los dos, mientras mi madre comenzaba a temblar, presa de una crisis nerviosa que comenzó a transmitirme. Para evitarlo la hice a un lado y con mucho esfuerzo me levanté del suelo para encaminarme a la cocina a traerle un jarro de agua, con el fin de que se calmara. No podía hacer más a mis escasos catorce años de edad. Ya entonces, sin embargo, quería tener un arma cerca de mí para tirarles de balazos a los sardos, aunque me mataran luego, a ver si así dejaban de molestarnos. Mi padre, mis tíos y mi abuelo, que murió de puro desconsuelo, se habían marchado del pueblo años atrás, obligados por la pobreza pero también por el peligro en que estaban siempre, por los constantes abusos de los sardos, quienes sin justificación alguna los agredían, al igual que a todos los demás hombres, nomás porque les daba la gana, a sabiendas de que nadie los llamaría a cuentas. A esas alturas de la vida, en el pueblo sólo vivían mujeres y niños, unos cuantos ancianos cansados de vivir y párele de contar. Sobrevivíamos de puro milagro, según lo creía yo entonces, pero la verdad era que los propios sardos ayudaban con algo a varias de las mujeres más jóvenes, en pago a sus servicios sexuales y a las comidas que les preparaban, cuando regresaban al pueblo después de días y hasta semanas de andar navegando por la serranía, en busca de narcos y de siembras prohibidas. Después se desquitaban robando en otras casas, donde no había hombres que las defendieran y las mujeres allí sólo inspiraban lástima o repudio. Las complicaciones surgían porque a cada rato cambiaban a las tropas, así que cuando algunos sardos comenzaban a tener arraigo con algunas mujeres, de pronto se iban para no volver. En su lugar llegaban otros, con la misma soberbia y ganas de chingar de los anteriores. Nosotros, mi madre sobre todo, éramos de los más perjudicados, tanto porque nuestra casita está a la entrada del pueblo, como porque mi pobre vieja ya había dejado lejos sus mejores días. Parir cinco hijos la había dejado sin nada más que ofrecer, aparte que mal comer una y otra vez todos los días había servido para marchitarla antes de tiempo. Mi padre no la vio como ahora está, pues hace ya cinco años que no lo vemos. Yo creo que lo mataron los sardos, creyéndolo un narcotraficante, aunque mi madre dice, tal vez para darse ánimos, que pronto habrá de regresar de los Estados Unidos, adonde se fue en busca de las oportunidades que aquí nunca tuvo. Yo la mera verdad no creo que regrese, y creo que hace bien, ¿a qué podría regresar? Seguramente a que de verdad lo mataran, aquí mismo en la casa o por el monte, cuando anduviera cazando algún animalito para comer, tal como lo hago yo todos los días. Por eso, si Dios no dispone otra cosa, muy pronto me iré yo también, antes de que vaya a matar a un sardo o uno me mate a mí a patadas. Además, no quiero ver cómo mi madre se muere poco a poco, de pura angustia y amargura. Prefiero ver la forma de largarme para poder hacer algo por ella y por mis hermanos. Aquí refundido en este hoyo nunca voy a poder ayudarlos, eso lo tengo bien sabido. Lo que nunca haré será irme de sardo, como me ha dicho mi pobre madre, pensando que así podré buscar otros caminos donde no haya tanta violencia ni tanta hambre como aquí. Según dice mi viejita, antes de que yo naciera las cosas eran muy diferentes aquí en la sierra. Nada faltaba, a pesar de las dificultades para llegar, pues sobraba el trabajo con las compañías madereras y en las minas, aparte de que había manera de sembrar maíz y otras semillas que se daban muy bien porque aquí llueve a cántaros. Los problemas se presentaron cuando aparecieron los sardos, dizque enviados por el gobierno a combatir a los narcotraficantes. Todo se complicó desde entonces, según mi madre, sin que hubiera poder humano que pudiera evitarlo. No me imagino como sería la vida antes de que yo naciera, pero por las fotografías que he visto debe haber sido tal como dice mi madre, a quien en las fotos se ve muy bonita, muy joven y con una sonrisa que demuestra la felicidad que tenía entonces. Mi padre, a quien mis dos hermanos más chicos no recuerdan, se observa también muy contento al lado de mi madre. Se aprecia que era un hombre bien plantado, alto y fuerte, con anchas espaldas y grandes manos, como para matar a varios sardos sin más arma que sus puños. Me cuenta que venían muchos familiares a visitarnos, aparte de que aquí también vivían dos hermanos de mi padre y uno de mi madre, además de mis abuelos por parte de mi madre. Apenas los recuerdo, dos ancianos muy buenos que me trataban muy bien; a mis tíos, a quienes dejé de ver hace muchos años, los olvidé por completo. Aparte de los sardos y policías judiciales nadie viene. Sólo vienen a molestar, a ponernos de mal humor a todos, a sacar de adentro nuestros odios, cosa que no le gusta a mi pobre viejita porque dice que soy muy chico para odiar como lo hago. No puedo evitarlo, ni jamás podré, porque son ellos los culpables de que la vida en el pueblo no sea vida, sino un recodo para llegar al infierno, como dice mi madre. Tal vez tenga razón, por eso quiero que pase pronto el tiempo para poderme ir de aquí con la bendición de ella. Ahora no me largo porque sé que apuraría su muerte y mis hermanitos se quedarían en el más triste abandono. La última vez que vino mi tío Juvencio estuvo a punto de morir y no le quedaron ganas de regresar. Venía de Los Ángeles en compañía de mi tía y dos de sus hijos más pequeños, con la ilusión de pasarse unos días aquí, disfrutando de la montaña y recordar sus años de infancia. Llegaron a la casa, lo recuerdo, él con el rostro desfigurado por el coraje más que por el culatazo que le dio un sardo. Los habían detenido al llegar al retén que está a diez kilómetros de aquí, el último del camino, luego de haber pasado tres retenes más, en los que ya lo habían insultado y bolseado. Como viajaba en una camioneta último modelo, con placas del otro lado, les abría el apetito. Como venía con su familia se aguantó el coraje, desembolsó unos cientos de dólares y entregó algunas bagatelas en cada retén para poder seguir. Pero en el último, harto de tanta voracidad, cambió insultos con los sardos y finalmente fue descontado cobardemente con un culatazo en plena cara. No lo remataron gracias a la intervención de mi tía. Lo treparon a la camioneta y mi tía, muy asustada, continuó manejando como pudo hasta llegar aquí. Sólo permanecieron dos días con nosotros, que no disfrutaron por la desazón que les había dejado los incidentes en los retenes. Mi padre los acompañó de regreso, lo recuerdo muy bien, con el temor de mi madre de que algo le ocurriera. Gracias a Dios nada pasó y mi padre regresó a la casa en el autobús que llegaba cada tercer día al pueblo, el mismo que ahora sólo viene una vez a la semana. Sólo espero que no deje de venir, aunque sea cada quince días, porque en él me voy a ir de aquí. No hay otro medio de irse, como antes, cuando los hombres se movían en caballos y mulas, según me cuentan, por atajos que conocían de sobra. Ahora eso es imposible, no sólo porque ya no hay de esos animales en el pueblo, sino porque se correría un peligro mayor, pues desde el aire los helicópteros que vigilan las veredas verían muy sospechoso que alguien anduviera montado en una mula entre la montaña. De inmediato comenzarían a dispararle al jinete, sin preguntarle nada, como algunas veces sucedió, según escuché a mi padre comentarlo. Si he visto helicópteros, debo decirlo, son muy ruidosos pero bonitos y rápidos. La última vez que los miré en el aire, fue hace como quince días, pasaron a gran velocidad y a baja altura. Eso sí me gustaría hacer: pilotear uno de esos “pájaros” para ver desde el aire la grandeza de la sierra. Desde aquí de este hoyo no se puede apreciar ninguna grandeza, aunque me digan lo contrario. En el día es muy bonito ver cómo el sol ilumina las copas de los pinos, pero ya estoy aburrido de tanto estar viendo lo mismo. En cambio de noche, con todo a oscuras, las sombras de los árboles metiéndose por el pueblo, se le encoge a uno el corazón. Más aún al pensar que en cualquier momento puede llegar un pelotón, meterse en la casa, golpearlo a uno sin motivo, llevarse las pocas cosas de valor que se tienen y salir, dejándolo a uno sintiéndose peor que perro callejero. Mi madre sabe que quiero irme pronto. No me dice nada, ni a favor ni en contra. Dejará que la decisión la tome yo cuando juzgue conveniente. Estoy en un dilema, pues me gustaría irme mañana mismo si pudiera, no lo hago porque me iría con el pendiente de no saber cómo seguirían viviendo aquí, ella y mis hermanitos, con el riesgo de que cualquier madrugada una banda de sardos acabe con ellos. No saberlo tal vez sea lo mejor para mí, pues ojos que no ven corazón que no siente. Pero toda la vida me quedaría la angustia de no haber estado aquí para defendernos. .
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