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Edición 230
Escrito por PINO PÁEZ   
Martes, 23 de Marzo de 2010 12:34

RETOBOS EMPLUMADOS



Triple racismo cronicazo

 


 

PINO PÁEZ

(Exclusivo para Voces del Periodista)



Los racistas jamás deambulan por las cercanías de la penumbra, temerosos de que algún daltónico los ennegrezca y arrellane en africanos latidos de tambor. Los racistas asumen su superioridá enguajoloteándose de grandezas el pectoral. Los racistas nunca ponen en su mesa zapote negro o pan tostado. Los racistas sólo aceptan a la negra en las tonalidades del albur.

Blanquéenme aunque sólo sea una risotada

Inés Espíndola Robledo era una veinteañera morenísima, con un pigmento de cacao que la agobiaba. Dejó de ser café, se blanqueó hasta la radicalización de una “Barbi”, más blanca quedó que la virtú, blanquecina como gis o espumita que barbota todas las blancuras en ráfagas de blancuzca reiteración.

Desprietarse significó un sacrificio descomunal para Inesita: hartas cremas que de milagrosas sólo tenían el membrete... la despellejaban, como si un demonio a puros arañazos terqueara en desenmascararla hasta toparse con una limpiecita calavera. Al no alcanzar sus ingresos para unos lavatorios de clarasol a lo Michael Jackson, le sugirieron ingerir unas pastillotas calibre 7.5 milímetros a fin de acribillar a la melanina, pero sólo balaceó su entraña en el símil sonoro de quien ha sido fusilada por un regimiento de frijoles.

Espíndola reservaba un rencor inexplicaba a la negrura y la prietez. Por eso odiaba la intimidad de sus espejos, tapábalos, más bien los enlutaba, con trapos negrísimos en una especie de semana santa parroquial en la reclusión de su propio domicilio. Verse lo pardo de la piel la enfurecía. Por eso ahogaba sus reflejos en la inundación de un gran escupitajo. Por eso escondió su imagen pardusca en la destejida lobreguez de sus hilachos.

Por fin a Robledo le acaeció la receta exacta: humedad, la humedad que blanquea incluso capulines; la humedad que transmuta en mármol las prieturas; la humedad que alborea cutis otrora renegridos.

Inés Espíndola Robledo puntual siguió el consejo: erguíase donde había salitre en parangón de centinela; se recostaba más horizontal que un sarcófago en el velorio, junto a la poética frialdad del musgo; asediaba los rescoldos de la brisa, untándose en el semblante el eco de un silbido. Acabó más blanca que una escandinava. Blanca en las literales blanqueadas de un fantasma. Blanca cual manojo de relámpagos. Blanca igual que un curadito de guanábana. Blanca que nadie ve por los extremos de la albura. Blanca que misionera en desterrar la prietez... recomienda risueña la humedad en su nuevo hogar tan bautismalmente colmado de risueñísimas goteras, en el colectivo caserón de la Nueva Castañeda, donde mora completamente güera, donde mora completamente huera.

Indofobia o alergias al guarache

Marlon Giovanni Pérez García sentía una irrefrenable repulsión por lo autóctono, víctima era de mareos y ascos repentinos en una sucursal del embarazo... en cuanto divisaba un indígena, así fuera en molde de artesanías o en deshabitado ropaje de indio en los tendederos, náuseas le provocaban los huipiles. Y mirar un guarache, aun carente de pie, le causaba retortijones, una trifulca atroz del triperío que (lo mismo que las pastillotas antimelanina hicieran a la ya blanquísima Inés) imponíanle el furibundo coro gregoriano de las alubias.

Una terrible alergia sufría Marlon: ver indios en persona... o en subespecie, como él los catalogaba, fincado en las enseñanzas del holandés Cornelius de Pauw para quien los aborígenes de América no rebuznaban por problemas de afonía. La repulsión le sembraba, más instantáneos que el Nescafé, ¡unos coloradísimos granotes en el ano del grosor de un tejocote! imposibles de disimular ni con un tambache de pañales. Evanescentes también de inmediato los furúnculos, al borrarse de su vista las visiones indianas. Su “antídoto” era correr maratónico lo más retirado posible del “natural” apercibido...

Corría Giovanni rascándose la recóndita guarnición de los pecados y, al unísono de la súbita urticaria, destinaba deslenguado, con la lengua de fuera por la corretiza sin más persecución que su indofobia... frases en símil de conjuro con el ancestral catálogo del racista: “Indio bajado del cerro a tamborazos”, “No tiene la culpa el indio sino el que lo hace compadre”, “indio patarrajada”... y, rascándose con más furor lo granulado de la pecaminosa profundidad, enronquecía al espetar en alarido “¡Indios nalgastristes!”.

 

Foto para pino

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pérez, una vez a buen recaudo de la “indiada”, más que para sí, para criollos, arios y sajones que por su lado pasaran, improvisaba “antiindias” conferencias, con los de apipizca emocionadamente cristalinos... evocaba la gayosa sabiduría de sir Raleigh, para quien “El mejor indio, es el indio muerto”, y el firulais “hallazgo” de Martín Luis Guzmán al asentar que “El indio es perro fiel” , y la eficaz sed tlachiquera que Amado Nervo capturó al anotar que “El indio sólo es bueno para beber pulque”, y luego, como el gobierno inglés aconsejara -tras petición de José María Luis Mora preocupado de tanto prieto-aprieto- exigía desgañitado “Blanquear la población” y, con mayor insistencia todavía, igualito que Justo Sierra O’Reilly durante la “Guerra de castas”,  suplicaba a los güeros “¡Salvar a la gente blanca!”.

Posteriormente, García optó por una medida radical: mejorar al indio, no en combinación de purísimas sangritas, sino basado en el aforismo aquél de míster Raleigh. ¿Qué mejor forma de terminar que exterminar?, filosofó en monólogo bien audible.

Marlon Giovanni Pérez García fue a Oaxaca, a la celebración de la Guelaguetza, no en condición de turista, ¡de orador misionero convocando al autoexterminio! Antes de que culminara el bailable, se trepó al tablado y, sin otro micrófono que su estereofónica oratoria... expelió un “antiaborigen” suplicar: que los indios en multitud se suicidaran, que amuchedumbrados le pusieran cerrojo a los resuellos, que de a montón se desplomaran, igualito a gorriones tras un atracón de imecas. No hubo quién se clausurara las de sonar ni la del escupir. Al peticionario de suicidios amontonados, ¡lo encueraron re-vistiéndolo de “tehuano”! Unos granísimos de meteorito lo amandrilaron, preso por un valladar de carcajadas, enterró pecaminoso sus manos en fúrica rascadera, como filarmónico que desde lo más chiquito de su ser... musical araña un güiro.

Chinos ni los rizos

Joaquín Escobedo Azaldúa detesta los chinos, de testa guillotinada quisiera verlos en el caserón de un cesto. Asaz conservador, sólo valora en Pancho Villa su cinofobia, el repudio del revolucionario a los orientales; asimismo, únicamente admira de Ricardo Flores Magón un manifiesto del PLM en que se proponía impedir la inmigración china. Lástima (platicaba este tercer cronicable a sus pupilos en un taller fincado en enseñanzas de dos Salvadores: Borrego y Abascal) lástima-lastimera deverotas, enfatizaba, que el anarquista se arrepintiera de su prolegómeno liberal. Y más lástima-lastimadora, didáctico secundaba en cursos donde Hitler y Mussolini eran habladita iconografía, que el anarcocomunista haya echado pleito a su hermano Jesús, “nomás porque don Chucho fue maderista y como diputado le hizo un favorzote a nuestro inolvidable Victoriano al avalar con su voto las renuncias de Madero y Pino Suárez”. Pero lo que “más históricamente enchila”, discurría-escurriente con la rabia babeándole maldiciones, “Es que Ricardo no haya reclamado a su carnal... ¡matrimoniarse con Clara Hong, cuyo origen chinísimo lo delataban sus ojillos parapetados en un rasguño!”.

Todo el que tuviera ojos alargados, según Joaquín, era chino: vietnamitas, malayos, japoneses, filipinos... la China Hilaria, el Chino Herrera y el Huitlacoche Medel... “¡Ah!”, anhelante y nostálgico exteriorizaba en sus sesiones, “Si míster Truman hubiera extendido sus descargas de Hiroshima y Nagasaki... a la callecita de Dolores...” Sin embargo, no todo eran interjecciones de pesaroso exhalar: logró que el facho pupilaje se dedicara a recopilar firmas para restablecer -a nivel nacional- un decreto de 1924 emitido por el virrey obregonista de Sonora, Alejandro Bay, quien prohibió casorios entre chinos y mexicanas.

Empero, lo que a Escobedo más enardecía, ¡era el seducir de Lyn May a los locales!, el noviazgo intenso que sostuvo la vedette con López Obrador, ese amontonar plebeyos a destajo en el imperio rechinador de su king size. Si el abnegadísimo alumnado de Franco y Pinochet iba en pos el sembradío de aquellas rúbricas... él no sucumbiría a la brujería maoísta de Lyn May, la cortejaría, hasta lapidarla con todo el desgajamiento de sus galanteos y cuando la Confusa descendiente de Confucio le suplicara poseerla... ¡la rechazaría porque él no es populista ni un peligro para México, en cambio ella sí “Es peligro amarillo”, agente pekinesa que patente patentó contra la Guadalupana! Y una vez ovillada, hecha bolita en su derrota, para que no quedaran dudas de su cinofóbico perorar, en cantonés le desgajaría una lapidación de anatemas: “¡Chop-suey-Fu-man-chú-Chin-.chun-chán!” .

La sicalíptica estratagema de Azaldúa doblegó apasionada a la señolita Lyn, tal cachorruna táctica de pretenderla... hízola sucumbir como doncellita subyugada por la mañosa personificación de un caguamo. Lo citó en los palaciegos crujieres de su king size.

Joaquín Escobedo Azaldúa arribó puntual al reginísimo catre de las marometas. Durante las horas previas, práctico la dicción de aquel anatemizar, ni una sílaba atragantada debía relegarse del “¡Chop-suey-Fu-man-chú-Chin-chun-chán!”. Enmudeció, sin embargo, en cuanto ella, con la parsimonia cadereante de musa que domesticó al vértigo, en maravillosos abonitos se desnudaba; atestiguó la liberación de un seno superlativo, de un senote sagrado, y más mudo quedó todavía, contemplando igual de impresionado que Napoleón ante las pirámides egipcias, el monumental encueramiento. Hacia Lyn May, hacia la gloriosa majestad de la piel de hilachos liberada... se arrojó sin más habla que un perruno deseo de liquidarse en mar, pero la mujer, con una sonrisa de Satanás, le preguntó “¿Quieres tu China?” y cuando aquél con mímica de encelado dóberman asentía... ella le cumplió el anhelo dándole la china en la llavecita amorosa de todas las asfixias.

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