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Edición 251

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Crónicas de a Metro

No sólo en sepulturas brotan historias en libertaria flor de manzanilla. En otra entraña de la tierra la vida y la muerte se agolpan en la profundidad de una sincronía: la mujer que dio a luz desde la marquesina del milagro; el suicidio que sobre rieles se acumula; el maese del dos de bastos que sin cosquillas ni baraja hasta la risa desabastece; el vocerío de juglares como ecos recién descendidos de una cordillera...

 

Música desde tanta estría

Hay un hombre que laboralmente surgió desde los entrañables inicios del Metro; era entonces un púber de estatura pequeñita, con evidentes rasgos de acondroplasia y acromegalia, un casi enanismo y extremidades dispares, rostro superior en volumen al resto corporal, ojos diminutos en una especie de triángulo inacabado que atisban todo desde la mutilación de una geometría. Con una desgastadísima lima de uñas y -en algunas ocasiones- una estriada botellita de cristal, y -en otras- un escarpado cacharrito de plástico... raspaba y raspaba su instrumento rascándole una impresionante monotonía de urticaria, acompañando la rítmica comezón con un alarido grave y repetido, hondo y multiplicado, una gutural licantropía que reclamaba la ausencia de tantos plenilunios.

 

 

PINO

 

Algunos pasajeros le depositaban su amistad en el símbolo de una moneda, aunque no faltaban quienes afilados de reojo le acuchillaran repugnancias. Contrario a la creencia de mudez, por aullante musicalidad tañida en profundidad sin réquiem desde su campanilla... sí articula conversaciones, de otrora se le ve compartir la sal y la palabra, en algunas áreas de la explanada de Pino Suárez, con interlocutores también peculiares: una muchacha de antaño en extremo delgadita, hermosa faz de cubismo, de mirada tan húmeda que da la impresión de contener un manantial; a la inversa de nuestro cronicado, su boca es asaz diminuta y estirada en permanente símil de silbido, carece de ambas manos sin rastro de cercenamiento, genética parece la expropiación de los saludos, sin muñones pero con algo similar a un tatuaje quizá para sellar en alguna espalda los afectos. Los demás camaradas del innovador del güiro poseen en la nuca un impresionante bolsón de piel en que puntualitas las ideas se almacenan, unos más sufren tal prognatismo que por poco hace a las vocales más abiertas rozar sus calcañares, también están contertulios de quedito e inamovible reír, en paradójica fotostática de alegría sin amaranto pero con harto fulgor, y amigos con las piernas atadas en un garabato del que sólo pueden avanzar con el remo de sus puños. En circunferencia de luz hermanada departen anécdotas y bocado. Qué de centellas apaciguadas en espiral ascienden de su dialogante redondel. A esas voces se les testimonia un haz de conjugaciones en que nada más el infinitivo-infinito fraternizar nace y renace es espiral de aquella cofradía.

 

El músico que sin alardear ofrenda su alarido, embarneció en el Metro en una estación próxima a la vejez, persiste empero su fúlgida cantata a la existencia, en paráfrasis hamletiana métrico deambula la monumental valía de ser, la monumental valía del ser. Se desconoce si tiene claro lo mucho con que muchos lo miran y admiran, que es más que un personaje a cronicar: el hermano que desde la raíz del subterráneo, logra que para todos florezca del vivir un ramillete de lunas sin cortar.

Ametrado predicar desde un bostezo

En estos trenes abismalmente enterrados, qué de crónicas se desentierran. Mucho ha, un anciano de aspecto vigoroso, más calvo que un pepino, con una piochita que le sombreaba misterios en un mentón constantemente inclinado a la mitad del pecho, cual si sembrara una rendición... en estaciones rumbo a La Villa ¡predicaba un rito al bostezar! renuente a recibir más cooperación que un oído receptor a su evangelio.

 

En su diestra que accionaba en batuta, asía un librito parecido a un misal, negrísima su portadita cuyo título en mayúscula tipografía desmesurada era visible desde cualquier perspectiva: EL BOSTEZO ES SACRAMENTO DE OSCURIDAD.

 

Bostezaba y decía, túneles almorzaba y extrañísimas predicaciones hacía circular en su boca repleta de vértigos eclipsados. Sin leer su ejemplar de bolsillo, utilizándolo solamente en mímica de ave que revoloteaba al son de las palabras... afirmaba que el bostezo es una bocanada de divinidad que redime y pule de madrugadas al corazón, pues quien bosteza inmediatamente después al ensueño o pesadilla, impide el infarto y favorece la labor del íntimo tamborilero sin que acorazonados relojitos adelanten el fin de un horario. Es Dios de La Primera Sombra Quien habita en cada bostezar, advertía contra los que reprimen abrir los portones de esa noche personal y única, donde en una garganta la divinidad se manifiesta en pleno.

 

Impresionaba del predicador su habilidad (o don) de bostezante hablar, como si empinolado predicara la claridad; de su dicción no fluía el clásico ahogo de sílabas finales con que a bostezasos charlistas de la güeva dirimen su tertulia. Nítido su verbo domiciliado en aquel caserón de puertas tan abiertas, como brazos de amistad que jamás desabrigan.

 

El bostezo se contagia, de aquel profeta con boca en constante y descomunal apertura, los pasajeros repetían esa imagen de grito sordo entre bocanadas de anochecer. “¡No se contengan!”, sugería en mandato dulce y sonoro a los reacios en sumarse a la pandemia. “¡Quiten el valladar de sus manos que sólo atajan a Dios de La Primera Sombra y dejan de morador un silencio de navajas que atragantarán inexorablemente en la puntualidad de la tiniebla!”, ordenaba paternal desde el paradójico atrio plúmbeo y claro de su palabra.

 

Al salir del vagón y de su bostezante predicar, algunos usuarios cuchicheaban que se trataba de un orate con sorprendente facultad de locución, pese a los labios a dos continentes distanciados. Ninguno, empero -tras oír aquellas profecías-, se aguantaba  deseos de bostezar, ni usaba manos de muralla, temeroso de salivar navajazos a cada hora envejecida.

 

Del singular predicador de Dios de La Primera Sombra no se supo más. Hay quien deduce que se refugió de soles apagados en el hostal de su mismísimo bostezo. Abundantes asimismo son las especulaciones respecto a que mora en un eclipse, desde donde negrísima se lee la claridad aquélla de aquel poeta.

 

 PINO

 

Una violeta a lo largo de la piel

De los andenes Centro Médico subía una dama de unos treinta y pico, vestida de una sola pieza de pronunciado escote y brazos limpiecitos de ropaje. Se distinguía del tumulto por una pigmentación bellamente morada, como si se hubiese frotado una violeta, ¡olía intensamente a flor! aparentaba la personificación fugitiva de algún florero, huida con sus pétalos completitos y el aroma que cala un presentimiento en la profundidad olida, en la profundidad dolida.

 

Pese a lo atestado del vagón a ella le dejaban en exclusiva un redondel de amoratada soledad. Jamás se sentaba, así hubiese lugares vacantes o algún caballero en extinción le cediera el suyo. Era la representación de un poema gongorino, explicable en una visión más allá de la mirada, diariamente Azul cual título de Darío, pigmentación que en verdad doliente se aromatizaba, color de asfixia y de poesía en el hostal de los resuellos.

 

Es posible que los viajeros le destinaran aquel espacio a fin de no hurtarle aire ni endechas, esas estrofas de muerte prodigiosa, vital en su estética de adiós y golondrina, o tal vez para observar a distancia sus labios untados de añil, lápidas perfectas donde en sueños vigilantes se leen todos los oleajes, o tan sólo por otorgarle la canonjía de la más florecida consigna de silencios en una multitud, o...

 

Al descender, algo quedaba de su poderosa tez azulada: un aroma herido, hondas fragancias de tristeza, versos desde el matiz de aquella violeta, y una reflexión colectiva que solidariamente se amorataba en el intento de aprender, en el intento de aprehender, la enseñanza y la canción de aquella corpórea flor tan desolada.

 

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