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Edición 239
Escrito por PINO PÁEZ   
Viernes, 30 de Julio de 2010 14:38

RETOBOS EMPLUMADOS

Revolucionario recorrido familiar

PINO PÁEZ

No se refiere lo numerado a un “score” deportivo, es la diferencia de edades entre Porfirio Díaz y su segunda consorte, Carmen Romero Rubio, a la cual el dictador aventajaba con ¡34 añejos! destilados en el polvoriento tonel de una sola anatomía.

 

Oh, yea, yea, beri güel

El diminutivo no siempre equivale a achaparrar personalidades como en la ficción le ocurrió a Gutierritos, pues de Carmen a Carmelita, más que un cambio de nombre, hay un desvío de vías hacia la veneración... del poder. Desde el origen mismo del matrimonio, la señora Romero Rubio de Díaz dejó a Carmen a un lado de la ruta, para enfilarse en calidad de doña Carmelita, pese a sus 17 primaveras y los 51 inviernos del maridote que ya resoplaban nevadas.

 

Doña Carmelita era hija de Manuel Romero Rubio, nada lerdo lerdista que ocupó elevados cargos con el presidente Sebastián Lerdo de Tejada con quien huyó a Estados Unidos, en cuanto el golpista Plan de Tuxtepec del general Díaz creció más que un simple coscorrón.

 

En los yunaites se conocieron la adolescente Carmen y el casi ancianito Porfiriazo en el génesis de su dictadura, que aún no tenía bien amarrados todos los nudos del mecate. El cincuentenario y pico señor Díaz se desplazó a EU para dominar la tatachita güera, pero lo distrajo la hermosura y distinción de la maestra, la señorita Romero Rubio, a la que sólo pudo destinar su aprendizaje -oral y por escrito- en el intraducible enigma del “Oh, yea, yea, beri güel”.

 

 

Porfirio y dona Carmen en Mineria

 

En una “literaria” premonición a lo Corín Tellado, los tecleadores de sociales de la época reseñaron la boda en que una y otro intercambiaban manjares: la novia ofrendaba el manjar de su juventud, mientras el novio sin regateo alguno entregaba recalentadito el lujurioso manjar de las chopitas.

 

En anterior Retobos Emplumados se indicó que tal casorio -1881- tuvo por testigo, en materia civil, a Manuel González, presidente entonces de la república a quien su compadre Porfirio le prestó en breve intermedio la sillota, nomás paque comprobara que en tal asiento ni las almorranas incomodan. La matrimoniada religiosa estuvo a cargo del arzobispo Labastida y Dávalos, el mismito que se enfrentara a Juárez y las Leyes de Reforma, amén de traer a Maximiliano con quien acabaría tan encorajinado... que de literal amargura la hiel derramada de agruras le sazonó el pensamiento.

 

Una sapientísima jovencita

La diecisieteañera hallábase colmada de sapiencia: sabía varios idiomas, era conocedora del arte narrativo europeo, poseía información amplia de las artes plásticas, tocaba el piano más allá del tentaleo, a los poetas mexicanos los citaba y recitaba pródigamente memoriosa... No fue solamente belleza juvenil lo que se allegó Porfirio Díaz Mori en tan disparejos esponsales.

 

Doña Carmelita, más conservadora que la frialdad en un iglú, poseía una pragmática y exquisita noción de ejercer el poderío: al marido, en cuanto éste en 1884 retomó la presidencia hasta que el diosito de sus preferencias y la Revolución se lo permitieron, le colmó casi la totalidad de su achacoso pecho de bruñidas corcholatas; en imitación de la monarquía zarista en Moscú, afrancesó la Ciudad de México: Campos Elíseos-Paseo de la Reforma, Victoria parisina-Ángel de la Independencia, Teatro Ópera-Palacio de Bellas Artes. La tlachiquera oligarquía porfiriana intercalaba interjeccioncitas en francés en sus tertulias, del “ulalá”  al “güi-güi”, del “mondiú” al “sabá”, del “orrevuar” al “pa’bré”... con los labios estiradísimos en símil de un silbido.

 

Muy lejos de ser ornato matrimonial era la juvenil doña Carmelita, su estrategia publicitaria en pro de la imagen del marido fue exitosa a nivel mundial, del “Héroe del dos de abril” al “Héroe de la paz” hubo más que una escenografía de mercadotécnicas heroicidades, al grado que, por ejemplo, dos personajes universalmente tan afamados como disímbolos entre sí en fachada e interioridad (León Tolstoi  y Cecil Rhodes), irrigaron loas a Porfirio Díaz hasta enlagunar el ambiente de melcocha.

 

Tolstoi, el gran humanista ruso y mejor novelador, expresó, con distintos términos aunque idéntico sentido, que el general Díaz era un espléndido torrente de la naturaleza. En tanto Rhodes, un inglés que personificaba el depredador espíritu imperialista, definiría al divisionario oaxaqueño como el gran constructor del siglo. Míster Cecil, por cierto, en 1884, tuvo de porfiriano obsequio un pozo petrolero en Veracruz que no redituó sus colonialistas expectativas, partió, literalmente partió... al continente africano donde -con todas las inferencias del verbo- atracó en costas de lo que en “honor” imperial sería Rhodesia y el descomillado honor independentista recuperaría en la actual Zimbabwe.

 

El logro mayor de la señora Romero Rubio Castelló de Díaz, en beneficio de la afrancesada nobleza del neutle, estribó en que para sectores cuantiosos de la población, el presidente Díaz era la bondá encarnada, víctima de secundarios tartufos del régimen que repletaban de patrañas las castas orejitas del señor. Doña Carmelita hizo a un lado a Porfirio, para -lejos de su vientre- dar a luz a Don Porfirio.

 

Todavía en 2010 hay comentaristas e investigadores que califican al dictador “estadista de altísima estatura” e intentan que su osamenta sea traída para realizar otro esquelético desfilito que agrada, y mucho, a necrófilos gubernamentales y herederos crematísticos, ‘ora de güisqui y champán, de aquella aristocracia pulquera.

 

De qué versa el verso

Con frecuencia los poetas se reunían con doña Carmelita, pa’estrenar con ella el arsenal de sus rimas. Amado Nervo, además de sus cánticos, externaba a su veinteañera anfitriona, fidelidad extrema al presidente. Hombre sin duda de copiosas fidelidades era el creador nayarita: con don Porfirio hasta los últimos Díaz; luego maderista de madera leal hasta la Huerta sin vergeles del temible Victoriano, al que casi en sonetito le canturreó su huertismo; despuecito fue carrancista a morir hasta la muerte ajena en Tlaxcalantongo... Ya no pudo emitir su devoción obregonista porque la interruptora  deidad de la guadaña le bajó el switch de la vida en Uruguay.

 

Urbina, Mirón, Velarde, Tablada, Othón, Valenzuela... versificadores y más versificadores eran huéspedes asiduos de doña Carmelita, charlaban acerca de las musas, aunque éstas bien abrigaditas sin provocadores escotes al sediento, porque muy recatada era la señora Romero Rubio de Díaz. Más de un bardo en tales sesiones se voló la barda en consecución de becas, aviadurías, curulitas... la estrofa y la fidelidad aquélla eran bien recompensadas, al igual que el impulso a la obra, gracias a una mujer influyente y conocedora que hacia don Porfirio esculpió un panorama de mecenazgo.

 

Amada dos veces ídem, dos veces adoptada

 

Doña Carmelita consiguió para su padre un regalazo que duraría hasta donde le percutió el tamborín de los latidos: secretario de Gobernación, cargo ejercido -aquí sí- a plenitud ornamental de 1884 a 1895 (fecha del deceso de Manuel Romero Rubio) ¡once copeteaditos calendarios envuelto en la sacramental frazada de la nómina!

 

La dama primerísima de hecho adoptó a la jovencita Amada Díaz Ortega, hija de don Porfirio y huérfana de Delfina Ortega Díaz, madre adoptiva, pues desde pequeñita fue separada, por disposiciones del dictador, de su progenitora, Rafaela Quiñones. En recién retobada se publicó el enlace matrimonial de Amadita con otro junior de la tlachiquera burguesía: Ignacio de la Torre Mier, boda de muy empulcado postín organizada por doña Carmelita, litúrgicamente celebrada por el arzobispo de México, Labastida y Dávalos, con asistencia en pleno de los magnates del agua miel. Se abordó el nexo laboral del yerno porfiriano con Emiliano Zapata, así como calumnias contra el gran revolucionario, entre ellas, ¡que mantuvo vínculos amorosos con De la Torre! hasta rumores y rumiares de jocoque, de pura mala leche, escurrían los difamadores: “Miliano y Nachito en tierno y boscoso noviazgo de mostacho con mostacho”.

 

Emiliano Zapata Salazar era un experto en materia equina, y para eso lo contrató De la Torre Mier, a quien la prensa de entonces puso en los aparadores de “la de ocho” como uno de los partícipes en una exclusiva fiestecita de varones en la que más de uno se incendió los labios de bilé, colocándose un brasier retacadísimo con la sensualidá del hule espuma. 42 hombres fueron apresados en una redada que dispuso el gobernador de la Ciudad de México, De Landa y Escandón, integrante de la élite del curado de guanábana y prestanombres de fuereños jerarcas de la banca y el petróleo. Dizque por cubrir al yerno del dictador todo quedó en 41, dígito que desde entonces los maeses del albur rotulan en vistosas playeritas de rosa mexicano.

 

Guillermo de Landa y Escandón aunaba a su homofobia, un interés desmesurado por imponer “buenas costumbres” al proletariado, organizaba simplísimos festivalitos ¡para el mejoramiento moral de peones y obreros!, nada de reducción de horarios de faena, o salarios no tan infames, menos mantener a raya a las tiendas de ídem. Todo su festivalero “didactismo” se circunscribía a “portarse bien con las gentes de razón” y a no pecar rechinamientos sobre las cúpulas del catre.

 

Se desconoce quién filtró a los periódicos la nota o el infundio acerca de que Ignacio de la Torre se hallaba en aquel guateque, luciendo pestañones y ligueros de importación. Machísticas interpretaciones han caído puntuales en cada coladera: Quesque Nachito por eso no tuvo hijos con Amadita; quesque por huapanguero amor por Miliano, intervino pa’rescatarlo del reclutamiento...

 

Alfonso Arau, en su filme Zapata, el sueño del héroe, pretendió manejar la ”hipótesis” de aquel “romance” embigotado, pero el productor, Isidoro Rodríguez, alias “El Divino”, le prohibió tal licencia “deductiva”, temeroso de un desenlace sin pantalla que no sería de película.

 

Unos diarios de la era contra el 41 entintaban su indignación. Otros, en cuartetas se carcajeaban. La patria, cotidiano de Irineo Paz, fue uno de los que al respecto colmaron una plana de vacile. Don Irineo era padre y abuelo de dos Octavios, con los que en el próximo Retobos Emplumados seguiremos familiarmente transitando por vericuetos de la Revolución Mexicana, bajo el subtítulo y ferrocarril de Tres veces Paz.

 

No hay ningún asidero que revele la homosexualidad de De la Torre, relacionarlo con Emiliano Zapata de esa manera, significaba una táctica política de los enemigos de clase del caudillo sureño. La realidad muestra al esposo de Amadita como un porfirista rotundo más allá del parentesco.

 

Tras la caída del suegro, financió Ignacio de la Torre Mier antimaderistas rotativos e incluso se le atribuye prestar o haber alquilado al mayor Francisco Cárdenas, el coche donde asesinaron a Madero y Pino Suárez.

 

Una vez derrotado Victoriano Huerta, don Ignacio se refugió en un caserón suyo en la defeña Tacubaya. A la entrada de la Convención revolucionaria a la Ciudad de México, Emiliano Zapata le permitió una especie de libertad si no condicional, sí condicionada, a la permanente supervisión de Gustavo Baz... hasta que De la Torre Mier -haciéndose pasar por general zapatista- realizó ventas ilegales de maíz.

 

Un padecimiento (hemorroides) que llevaría a don Ignacio al deceso en una clínica estadounidense, sirvió de macabra “inspiración” a homofóbicos especuladores, quienes en periodísticas “gracejadas” se divertían rellenando de befa sus “esquelas”. El ex hacendado pereció en 1918 a los 52 años en compañía de su esposa Amada, quien jamás lo abandonó. Seguía la señora Romero Rubio viuda Díaz (el ex dictador falleció en 1915 en su exilio parisino), pero ya no estaba doña Carmelita, tampoco el suegro, aunque todavía musitan vocecitas de harta mielecita, la resurrección  de don Porfirio.


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