PAPELES AL VIENTO
Hablando de elecciones y traiciones
Del “emperador” Iturbide
al Presidente designado
ABRAHAM GARCÍA IBARRA
(Exclusivo para Voces del Periodista)
“Cada cual tiene una afición que le arrastra”.
Virgilio/ Églogas
Cuenta la historia de nuestros recientes aciagos años que, cuando el candidato del PRI a la presidencia de México, Luis Echeverría, se presentó en el recinto de la Universidad Nicolaíta (Morelia, Michoacán) y con sus anfitriones guardó un minuto de silencio por los caídos el 2 de octubre del 68 en Tlatelolco, el intemperante presidente Gustavo Díaz Ordaz, en un arrebato de ira se vio tentado a revocar su candidatura. Desistió. Seis años después, ya consumado el triunfo de José López Portillo, el poblano soltó este sarcasmo: Echeverría fue más inteligente que yo: “Supo escoger mejor a su sucesor”.
En otro tenor -hacia 1989-, cuando en sesión plenaria de los gabinetes legal y ampliado en Los Pinos se analizó el borrador del Plan Nacional de Desarrollo para el sexenio, los secretarios Fernando Gutiérrez Barrios y Carlos Hank González se atrevieron a recomendar que la iniciativa se flexibilizara para equilibrar su rígida concepción tecnoburocrática con la oferta de carácter social, a fin de facilitar la anuencia de los sectores del PRI. Furibundo, el entonces secretario de Programación y Presupuesto (SPP), y autor del proyecto, Ernesto Zedillo, atajó a “los populistas”: Señor Presidente (Carlos Salinas de Gortari), si los caciques de los sectores del partido no le agenciaron votos para su triunfo, ¿por qué hacerles concesiones? Le decían el blandito. Ya sentado “en la grande”, proclamó la sana distancia entre su presidencia y el PRI. Así le ha ido a México.
Entre ambos episodios palaciegos, que datan la ruptura del viejo orden partidista con la sustitución de la familia revolucionaria por la nueva clase, se ata el hilo conductor que conduce al actual estado de ingobernabilidad que asuela a la República.
Todavía, hasta los años sesenta del siglo pasado, sin ignorar crisis electorales como las registradas en las sucesiones de Lázaro Cárdenas y Miguel Alemán, finalmente sofocadas, estudiosos extranjeros atribuían el largo periodo de estabilidad política y económica en México al sistema sui generis operante desde la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR) en 1929. Algún ocurrente panista, recordando a los aduladores de la porfiriana, le llamaría la dictablanda. Mario Vargas Llosa la bautizaría como La dictadura perfecta.
Los domésticos y domesticados devotos del régimen usaban como aforismo el de suavidad y maña como método de gobierno de los de corazón caliente y cabeza fría que, desde las infanterías volanteras en el partido y las secretaría particulares de “los pesados” en turno, recorrieron los largos y sinuosos -si no tortuosos- caminos de las legislaturas y de la administración, hasta llegar a la primera magistratura.
De cada quien su dedo,
a cada cual su dedazo
En ese alucinante tránsito, no fueron pocos los que pasaron la prueba del ácido en su escala por la Secretaría de Gobernación, donde aprendieron que el ejercicio de su titularidad es oficio de tinieblas. Tal fue la fecunda placenta en que se incubaron, más o menos tiempo, según los avatares del momento: Plutarco Elías Calles (con Álvaro Obregón); Emilio Portes Gil (con Calles); Lázaro Cárdenas (con Pascual Ortiz Rubio); Miguel Alemán Valdés (con Manuel Ávila Camacho); Adolfo El viejo Ruiz Cortines (con Alemán); Gustavo Díaz Ordaz (con Adolfo El joven López Mateos) y Luis Echeverría (con Díaz Ordaz). Aquí, Echeverría rompió el ciclo con la cesión de la estafeta a la Secretaría de Hacienda: José López Portillo, quien, en jeremiadas postreras, se autodenominaría El último Presidente de la Revolución mexicana.
En lo sucesivo, la vieja casona de Covián no fue más trampolín hacia Los Pinos. Se quedaron a la vera del camino Manuel Bartlett Díaz; en calidad de guiñapo ultrajado en campaña y en las urnas, Francisco Labastida Ochoa, y Santiago Creel Miranda aún busca su segunda vuelta. Juan Camilo Mouriño Terrazo pasó del abrigo amistoso a la mortaja. Fernando Gómez Mont fue enviado a retiro, cargando con el sambenito de inteligente inútil. ¿Alguien, en su sano juicio, pensaría por ventura en el absurdo de que José Francisco Blake pueda resarcir la tradición sucesoria? Sólo que, de plano, el objetivo sea instaurar el Estado policiaco.
De aquel insólito viraje echeverriano, la consecuencia no puede ser más cruel. Invirtiendo el dardo de Díaz Ordaz, Echeverría bien pudo decir a toro pasado: López Portillo fue más insensato que yo: Escogió peor a su sucesor. El sucesor fue el titular de la Secretaría de Programación y Presupuesto (SPP), Miguel de la Madrid. El sucesor fue el titular de la SPP, Carlos Salinas de Gortari. El sucesor fue otro ex titular de la SPP, Ernesto Zedillo, los tres sin expediente de militancia partidista; los tres sin fogueo legislativo. Puro conocimiento (libresco) sin sabiduría, e hicieron sonar la hora finisecular del PRI: 2000. Doing, doing, doing… El sucesor fue potencial carne de manicomio: Vicente Fox Quesada. El sucesor fue el increíble Felipe Calderón Hinojosa. Es el periodo vivido por los mexicanos bajo el síndrome de Eróstrato: Vocación de destrucción de acreditadas instituciones, sin imaginación ni acierto para construir las nuevas, eficaces y productivas. Es la hora de los escombros: institucionales y sociales. Es la hora de las ruinas: el ser humano es sólo estadística.
El epitafio anticipado
al inefable Nopalito
(“…Nos hemos dado a proclamar que, para recuperar nuestro crédito interior y exterior y para obtener el florecimiento económico del país, debemos liquidar la política radical que se siguió por diez años; renunciar al reparto de ejidos, redactar un Código de Trabajo que dé garantías al capital y pagar nuestras deudas cueste lo que cueste, lo mismo si descubriéramos que nuestros presupuestos se desploman de déficit en déficit, que si nos enteráramos de que la situación del mundo ha llegado al extremo de que los mismos acreedores se rehúsen a cobrar. La idea ha sido mala y, lo que es peor: inoportuna. Proponer la prosperidad y la recuperación del crédito en momentos de crisis general, en que nadie tiene confianza, ni cree en el crédito ni otorga crédito, tenía que conducirnos al fracaso. Fracaso que le ha granjeado al Gobierno la desconfianza de campesinos y obreros”. Mensaje desde París de Emilio Portes Gil a Plutarco Elías Calles, diciembre de 1931.)
La otra familia michoacana;
Cárdenas salva la honra
De los gobernantes de México en dos siglos de Independencia, entre los michoacanos merece cuadro de honor el general Lázaro Cárdenas del Río. Antes y después de su mandato (1934.1940), El gran expropiador fue hombre de confianza para sus superiores y su subordinados. Entregada la presidencia, fue sin embargo requerido al servicio de la Patria: Manuel Ávila Camacho, en el catastrófico y amenazante marco de la Segunda Guerra Mundial, le confirió los encargos, primero, de comandante militar de la región Pacífico, y más tarde el de secretario de la Defensa Nacional, en la que compartió misiones y responsabilidades con el de Marina, otro digno patriota, el general Heriberto Jara. A Cárdenas, dicen sus amables biógrafos, se debe la segunda Independencia de México: La económica, inmediatamente traicionada por Miguel Alemán Valdés. Por su humanismo y benevolencia, algunos viejos y humildes sobrevivientes de la época lo recuerdan como Tata Lázaro.
Con diferentes modalidades, según los tiempos y los vaivenes de la sociedad fluctuante del siglo XIX, de Michoacán arribaron a la Ciudad de México gobernantes de estampa y biografía variopinta a los que la historia nacional ya ha dictado su veredicto:
José Mariano Michelena: Cerebro de la conjuración de Valladolid contra el virreinato (1809), que, al sublevarse Miguel Hidalgo al año siguiente, le costó el encierro en las ollas de San Juan de Ulúa y su destierro a España, de donde regresó en calidad de diputado constituyente, con la que participó en la redacción de la Carta de 1824. A la caída del sedicente emperador Agustín de Iturbide, en 1823, formó parte del Supremo Poder Ejecutivo, si bien 15 años después fue ministro de la Guerra en el gabinete de Anastasio Bustamante.
Agustín de Iturbide: Señorito de vocación realista, no obstante su aversión al movimiento insurgente Miguel Hidalgo le ofreció el grado de teniente coronel, al que declinó. Como subalterno del virrey Apodaca, persiguió y derrotó a Morelos. En 1821, con Vicente Guerrero, lanzó el Plan de Iguala, a cuyo triunfo asumió la presidencia de la Regencia desde la cual, vía prefabricado motín de Pío Marcha, se proclamó emperador, derrocado por los republicanos antes de que calentara el trono. Reposan sus restos en un nicho de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, donde el clero político le rinde tributo de amorosa lealtad.
Anastasio Bustamante: También combatió a Morelos y se adhirió al Plan de Iguala. Fue segundo vicepresidente de México. En 1829 proclamó el Plan de Jalapa para derrocar a Guerrero, contra quien urdió la traición asesina del genovés Picaluga (cañonazo de 50 mil pesos de por medio), crimen que le permitió permanecer en el poder hasta 1932, al que regresó en 1837-1839-1841 en que lo entregó a Antonio López de Santa Anna, cuya perversa ánima ha sido reciclada por los tecnoburócratas neoliberales.
Juan Nepomuceno Almonte: Reputado como hijo de Morelos. Educado en los Estados Unidos. También fue ministro de la Guerra con Bustamante (Dios los hace y ellos se juntan). En 1850, pretendió ser Presidente, infructuosamente. Al amparo de las tropas francesas invasoras tiempo después organizó un gobierno preparatorio de la instalación del Segundo Imperio “Mexicano”. Tras la toma de la Ciudad de México por los franceses, estableció la Regencia en la que compartió nómina con el obispo Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos hasta la llegada en mayo de 1864 de Maximiliano, del que fue lugarteniente y ministro del Imperio en Francia, distancia transoceánica que lo salvó del patíbulo. Murió en Paris, adonde le alcanzó Porfirio Díaz.
Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos: Clérigo zamorano de colérica vocación monárquica. Expulsado por Ignacio Comonfort en 1856 por su implicación en la conjura de Antonio de Haro y Tamariz, se refugió en Roma con licencia pontificia para conspirar en favor de un príncipe europeo (el aquelarre de Miramar), hasta 1863 en que retornó a la Ciudad de México, en donde fue miembro de la Regencia. Como integrante de la Junta de Notables, se sublevó contra Maximiliano por su “política anticlerical”. Se expatrió nuevamente y retornó a México en 1871, acogido a la Ley de Amnistía concedida por Benito Juárez. De donde se colige la nobleza del Indio de Guelatato. Don Pelagio Antonio, ¡Sorpresas te da la muerte!, tuvo el desliz de fallecer en un estado aún llamado Morelos, como aquél su paisano del que tanto abominó.
Pascual Ortiz Rubio: Combatiente maderista, diputado a la trágica XXVI Legislatura disuelta por El chacal Victoriano Huerta; gobernador de Michoacán. Adherente al Plan de Agua Prieta para tumbar a Venustiano Carranza. Rechazó la Secretaría de Gobernación que le ofreció el presidente suplente del asesinado Álvaro Obregón, Emilio Portes Gil, para convertirse, en cambio, en el primer candidato a la Presidencia por el naciente Partido Nacional Revolucionario; en 1929, a la usanza mexicana típica, derrotó en las internas a Aarón Sáenz y en las constitucionales a José Ulises criollo Vasconcelos, quien, con el Plan de Guaymas, amenazó con la sublevación armada. Jarabe de pico.
El beso del diablo
del Jefe Máximo
Ya formalmente en Palacio desde el 5 de febrero 1930 (formalmente porque, estrenado el mismo día de su asunción con un balazo en la quijada por un fanático potosino, permaneció incapacitado durante dos meses), y sonsacado por su secretario de Hacienda, Luis Montes de Oca -memoria emblemática en la Escuela Libre de Derecho, de la que es egresado Felipe Calderón Hinojosa, y apóstol de facto de la samaritana Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex)-, Ortiz Rubio trastocó en abyección la reconciliación con el clero cristero. Obviamente, Montes de Oca era el operador de la ruinosa política económica del gobierno. La pusilanimidad de Ortiz Rubio contribuyó a institucionalizar en Calles la figura de Jefe Máximo de la Revolución.
Al fracaso de su gobierno y la pérdida de la confianza popular en él, se refiere premonitoriamente Portes Gil en el extracto de la carta a Calles trascrito arriba. Si su desquiciada gestión duró dos años, seis meses y 27 días, suficientes para que la mayoría de su gabinete desertara, no duró menos porque el grupo político dominante no quiso exponer al país a elecciones extraordinarias, prefiriendo maquinar su relevo, vía Congreso, a favor de Abelardo Rodríguez. Como estigma para los michoacanos, su paisano murió sin desembarazarse del remoquete de Nopalito (se obsequian jarrito para la baba) que le asestaron sus malquerientes.
De esa pléyade de espectros del pasado, ¿quién reencarna en el michoacano, actual presidente designado? ¿De Iturbide y sus extravíos absolutistas? ¿Bustamante, quien traicionó a Guerrero; aquél insurgente puro que, al ruego paterno, respondió que La Patria es primero? ¿Almonte, quien tendió puente de pólvora y sangre para recibir bajo palio a Maximiliano de Habsburgo? ¿El obispo investido en Roma con el rango de arzobispo, De Labastida y Dávalos, que se olvidó de Cristo en aras de desviaciones que son de este mundo: El de las depravaciones políticas? Parecen todos, situados en su época con sus méritos y defectos, hombres de enorme talla como para endilgarles caricaturas.
Del maximato de a de veras
al minimaximato de opereta
Queda El nopalito, lacayo por voluntad propia del Jefe Máximo, si bien ahora lo que opera es un arrogante y equívoco minimaximato salinaniano. El actual clon del nopalito, aun como piloto de noche, atenido al funcionar de aparatos a control remoto, no parece atinar una para llevar la nave a seguro aterrizaje: En 1930 (en los remesones de la Gran Depresión, reeditada en 2009), escribía Porte Gil, medrar desde el gobierno con el crédito para simular florecimiento económico, resultaba una apuesta perdida de antemano; dictar un Código de Trabajo para privilegiar al capital patronal, era una traición al proyecto de emancipación proletaria; pagar deudas, cueste lo que cueste, era un atentado contra la ya de por sí precaria capacidad presupuestal, etcétera. “Proponer prosperidad y la recuperación del crédito en momentos de crisis general, en que nadie tiene confianza, ni cree en el crédito ni otorga crédito, tenía que conducir al fracaso (…) No se podrá contar con el apoyo entusiasta de las clases humildes cuando, persiguiendo quiméricos planes económicos, se han presentado proyectos de leyes agrarias y obreras en que se daba un franco paso atrás”. El sombrío augurio de Portes Gil se hizo realidad el 4 de septiembre de 1932: El nopalito tuvo que abandonar Palacio Nacional: Entró herido del cuerpo y salió herido del espíritu.
“El elogio de la traición”
Elecciones van, elecciones vienen. Viejas sucesiones, nuevas sucesiones con añejos y tramposos métodos, así éstos sean ahora cibernéticos. Por estos días, en que el nerviosismo patea los arrancaderos, uno de los primeros cuñados del país recomienda -¿a quién directa o indirectamente?¿Al hermano político?- “lecturas de verano”. ¿El Gatopardo, del príncipe Giuseppe Tomasi Lampedusa? Pero éste ya es un lugar común, ameno pero decimonónico. Hay que ponerse en una onda más vibrante: Elogio de la traición, de Jeambar Denis y Roucaute Yves. El asunto es que, colocar a Felipe González, al rey Juan Carlos, a Francois Mitterrand, a Mijael Gorbachov o Donald Reagan, al tamaño de los políticos poderos mexicanos, resulta un insulto al mismísimo Maquiavelo. No hay que pasarse de truchas. Si la traición, como sugieren los autores de Elogio… es poderoso lubricante de la democracia, primero debe construirse la democracia para luego traicionar a los demócratas. No hay que poner la carreta delante de los bueyes.
Dice el recomendador de lecturas, como para que uno deduzca por su propia cuenta quién es el destinatario de sus consejos: “Las instituciones del país, en el que el Ejecutivo presidencial se encuentra en oposición casi permanente al Congreso, están hechas de manera tal que obligan a los actores de la vida política washingtoniana a la traición, es decir, a un pragmatismo moderado o agresivo que da a Estados Unidos un vigor democrático excepcional”. Vigor democrático excepcional, ahí donde el votante no puede elegir directamente a su Presidente. ¡Órale¡
Dejemos de lado a sedicentes moralistas que pretenden la primacía de la ética en la política. Recordemos solamente que Elogio de la traición/ El arte de gobernar por medio de la negación fue, desde sus primeras ediciones en español a principios de los noventa, libro de cabecera de las cabezas peladas en Los Pinos. (Se sospecha que el primer recomendador fue el francoespañol Joseph Marie Cordoba Montoya). A mayor abundamiento, la cacique vitalicia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), Elba Esther Gordillo Morales, adquirió a puños ejemplares de las primeras importaciones, a fin de regalarlos a sus amigos y enemigos como para decirles que no niega la cruz de su parroquia. Que en la obra citada los priistas hayan encontrado su retrato hablado y se hayan gratificado por ello, no es de sorprender. Pero que ahora la recomienden militantes del partido “de la gente decente”, parece una tardía confesión de parte.
Traidores, los michoacanos Agustín de Iturbide, Anastasio Bustamante, Juan Nepomuceno Almonte (así lo catalogó categóricamente Juárez) y Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos. Y usted, ¿por qué no?
El nopalito tardó dos años y seis meses para caer. A su paisano Calderón Hinojosa le restan sólo dos años y cuatro meses para causar baja. Y llegará el momento en que se exclame multitudinariamente: ¡Muerto el rey! ¡Viva el rey! No hay mal que dure un centenario…
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