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¡Qué virus imperial tan agringado!
Las recientes expresiones del presidente venezolano Hugo Chávez, referente a la hipótesis de que el cáncer sufrido por varios homólogos suyos sudamericanos, pudo ser causado por el imperialismo estadounidense… levantó en banderolas sin asta un izamiento de variadísimas reacciones de todos los abanicos de la diestra: la Casa Blanca calificó de monstruosidá la especulación; el antichavismo de otros lares reforzó su aserto de que don Hugo es un prófugo del caserón de las carcajadas; comentaristas maquilladamente serios de televisivos noticiarios, bajo ordenamientos de script se reían de de lo que catalogaron ocurrencias de quien -a la par- definían imitador sin gracia y sin mostacho de Capulina.
Lo que tales comentaristas tienen orden de no comentar
El señor Chávez dijo más, desprovisto de toda hipotética alocución: en los 40 del siglo precedente, Washington, en una especie de mefistofélica navidá regaló a humildes guatemaltecos sífilis, chancros y gonorrea. Desde luego sin que los obsequiados se enteraran del nada venerable pero sí venéreo paquete imperialista, ofrendado con la complicidad de alfiles en el gobierno centroamericano. Ni una abanicada se pudo dar la diestra en su variada geometría. Los comentaristas electrónicos, en un buen número, recibieron la orden de no comentar, de no reírse, de no capulinear al prójimo para sus patrones tan indeseable.
Y es que esa sí verdadera y literal monstruosidad, recientemente descubierta por azar durante una investigación antropológica, ya fue impresa en muchos rotativos, además de que con lo centelleante de un clic aparece en Internet. En la guatemalteca Prensa Libre. com,, el periodista Antonio Ordoñez entrevista a la investigadora Susan Reverby, del Wellesley College, de EU, quien hurgando en archivos información para un estudio sobre Tuskegee (en otro acápite el retobador abordará el tema) en una mirada de asombro y pavor se topó de manera fortuita que en dicha década, autoridades médicas USA, empeñadas en hallar sifilíticos para experimentar… tuvieron de parte de sus similares en Guatemala una monumental entrega de soberanía y de salud: no sería necesario buscar enfermos, ¡se les enfermaría! inoculándoles chancros, gonorrea y sífilis, sin que nadie se enterara, excepto los abyectos profesionales de la inyección, émulos y discípulos de sus maeses nazis.
No fue la acción de un doctor cerebralmente destartalado el que desarrolló esa inhumanidad al más puro-impuro estilo del Tercer Reich, se trató de las principales instituciones médicas de EU y Guatemala. En síntesis: millar y medio de víctimas fueron engañadas; se eligió a musas del zangoloteo, presos y los estratos más modestos del ejército. Como ya se indicó, por antropológica casualidad se suscitó el hallazgo en 2009 en los archiveros de la Universidad de Pittsburg. Hay un convenio escrito y firmado por las fundamentales instituciones médicas de ambos países, con rúbricas y sintaxis que hieden a Hitler.
El racismo y los prejuicios son un virus sin metáforas
La pandemia del SIDA, la devastación que aún provoca, remarcadamente en África, las novedosas patologías en el sistema respiratorio y un etcétera del tamaño de una carretera… reenderezan índices hacia los mismos sitiales de las hamburguesas y Wall Street, aunque también al interior de la Unión Americana se ha experimentado contra negros y otras minorías que el racista denomina “color quebrado”, una serie de agravios de lesa humanidad, sin ninguna consecuencia para los genocidas ocultos muchos en los biombos de la desmemoria, otros entre las murallas de sus sucesores, sin más consecuencias que una “disculpa” repleta de comillas de parte, por ejemplo, del presidente Obama, el cual, una vez hecha pública esa monstruosa experimentación en Guatemala, le ofreció disculpas al entonces presidente Colom, quien con la periférica supeditación de los alfiles, le entró al sobreactuadísimo “chou” de los “compungidos”, sin responsabilidad para los asesinos experimentadores de allá y acullá, sin nada más que el espectáculo de una llamadita telefónica mercadotécnicamente divulgada, y unos pucheritos de cartón frente a las cámaras.
De lo que de genocidios versa, de lo poquito que ha logrado salir al conocimiento público… está el término que el presidente estadounidense John Adams con todo y las reservas reservaba para los indios sioux: “extirpados”, condición ideal para los autóctonos destinada también por el afamado Benjamín Franklin, con todo y su sonreír de abuelito navideño. Esto lo anotó la columnista Shana Alexander el 16 de junio de 1969 en Life, la proimperialísima publicación a la que ocasionalmente se le colaban textos de otra contextura.
Shana Alexander cita partes del libro de título más largo que cola de dragón: El ascenso del hombre a la civilización, visto a través de los indios de Norteamérica desde los tiempos primitivos hasta el advenimiento del estado industrial, de Peter Farb, obra estupenda, publicada en 1968, de un antropólogo que muestra y demuestra la depuradísima crueldad de los puritanos, de los peregrinos, asentados sobre la cordillera humana de su mismísima matanza.
Por cierto que Farb en su investigación establece analogías entre puritanos y nazis, hijos y jijos putativos éstos de aquéllos, en lo que respecta a crímenes y campos de concentración. Sólo le faltó a míster Peter incluir en su listado de genocidas a Valeriano Weyler, español, representante de su canija majestá en Cuba, en el último tercio del silgo XIX, poco antes que los gringos confiscaran a los isleños la independencia, al que le dan la patente de crear los campos de concentración, aunque a lo sumo sería copista o recreador de zonas de exterminio.
Y ya que de “extirpadores” e imperialistas es el tema, no resultaría una digresión señalar que William Taft, antes de ser nombrado presidente de EU, estuvo en calidad de gobernador en Filipinas y Cuba, haciendo camping… camping de concentración ajena, luego, ya instalado en la Casa Blanca, entre otros medidas, se dedicó a diseñar asonadas contra mandatarios que no fueran del gusto catador y catadura del imperio, por ejemplo, los derrocamientos de Francisco Ignacio Madero y el nicaragüense José Santos Celaya.
Lo anterior no está en la columna El ojo femenino, de miss Alexander, lo que sí retomó es un tramito literal del libro de Peter Farb, quien de vuelta a los contagios desde arriba estructurados, ilustra que cuando EU todavía era colonia británica, un personero de la monarquía, donó a los indios una “… caritativa distribución de mantas usadas, procedentes del hospital donde se atendían enfermos de viruela…”. Donación que significaba una política de Estado para exterminar indios, “extirpados” a granel era la clave desde entonces, exitosa medida de Jeffrey Amherst, al que hasta “lord” titularon, por su eficaz aportación de “guerra” bacteriológica que genocidas de posteriores eras le agradecen emocionados desde las serranías de sus cadáveres. El “noble” inglés fue quizá el primer táctico en la masiva estratagema de las epidemias, allí está el histórico testimonio de miles y miles de muertos bien abrigaditos.
Antes, la obra de Peter Farb, aborda al general Winfield Scott, quien a bayoneta calada condujo a indios cheroquis a las reservaciones, al “extirpadero”, unos cuatro mil perecieron en el trayecto. Los cheroquis fueron los primeros en habitar lo que los “peregrinos” denominarían Virginia, estado en el cual nació Scott, conocido y re-conocido en las páginas amargas de nuestra historia, pues en 1847 se introdujo con sus tropas al Castillo de Chapultepec, fue nombrado “gobernador” de la Ciudad de México donde bajó la enseña local para subir la imperialista. El señor Winfield, amén de ser aclamado en Puebla por el alto clero y la oligarquía, formó la Mexican Spy Company, una compañía “mexicana” de espionaje en cuya nómina anidaban orejas y chivatos de diverso pedigrí, y en la que destacó Manuel Domínguez, un cuatrero señalado como delator por el general Anaya.
Negros por dentro de la “Unión” a experimentar
En la investigación descrita de la señora Reverby, había la intención académica primigenia de indagar datos referentes a Tuskegee, una región de Alabama, porque allí se erigió un Instituto educativo únicamente para negros, fundado por Booker T. Washington, un afroamericano al que magnates y encumbrados políticos anglosajones ponían de ejemplo de lo que los negros debían ser: obedientes sin replicar ni pío cual disecado gorrioncillo; reacios hasta la pasividad más recalcitrante contra los antirracistas que buscaran la igualdad con armas diferentes a consolaciones de taquicardia que gratis proporcionan golpes de pecho y sollozares a tutiplén; convencidos de que la superiodá blanca, güera y huera es una decisión de todititos los cielos y parnasos circundantes; más mansos que una mascota frente a los decretos de un chiflido…
Pero dejemos que hacia Tuskegee nos conduzca, sin bayonetas ni azarosas reservaciones, Nathan Irving Huggins en el capítulo Los afroamericanos, parte de la antología El liderazgo étnico en América, que John Higham firma como editor. “Tuskegee era una institución negra (aunque sostenida por fondos blancos) y sus principios y sus metas parecían aceptar y validar el sistema de facto de las castas raciales”, apunta Huggins, incluida la intimidad de los paréntesis.
Mientras el linchamiento se practicaba, con toda legalidá, esto es, con el aval de varias leyes en numerosos condados de EU, el señor Booker T. Washington, se reunía en la Casa Blanca con el presidente Theodore Roosevelt; decenas de negros en distintos estados de la Unión, eran quemados vivos entre jubilosas muchedumbres de blancos puritanos que asistían con esposas e hijos a la celebración de la chamusquina. Las devotísimas familias, después de dorar se iban a orar a sus templos en incendiario juego de rezos y palabras. Míster Booker corría del Tuskegee Institute al que se atreviera a criticar la incineración humana. Ese Roosevelt, una vez ex, reclamaría a uno de sus sucesores, Woodrow Wilson cuando en 1914 invadió Veracruz, no haberse quedado con todo el país de manera definitiva, profiriendo juicios racistas contra los mexicanos. Ese Roosevelt fue el que escindió Panamá de Colombia para la construcción de su istmo. Ese Roosevelt, en 1906, recibió el premio Nobel de la ¡Paz!, lo que ya no provoca sorpresas desmedidas, ¿no acaso también se lo dieron a Kissinger y a Obama?
En 1930, en el Tuskegee del señor Booker, prototipo que muchos definen del “Tío Tom”, personaje de la novela de la señora Beecher Stowe, La cabaña del Tío Tom, epíteto aplicado a los afroamericanos sometidos hasta la última conciencia, lo mismo que chicanos de tal supeditación denominan “Tío Taco”, en un hospital de sólo pacientes negros y sólo personal negro, la máxima institución de salud estadounidense consiguió que el director del nosocomio de Tuskegee, Sam Brodus, accediera a que pacientes sifilíticos no fueran tratados médicamente, que no se les practicara el mínimo tratamiento científico, ya que “sabios” anglos creían que los negros tenían una orgánica inferioridad de resistencia ante ese mal, en comparación a blancos con el mismo padecimiento.
El experimento racista duró ¡40 años!, muchos muertos, muchos nacimientos con terribles problemas a lo largo del existir… 399 negros, todos muy pobres, la mayoría labriegos e iletrados, engañados (como las víctimas guatemaltecas), inyectados con agüita ni siquiera purificada, masajeados con grumos de de almidón y de mastique… engaño tras patraña, patraña tras engaño, pa’ver si algo de inferioridá se veía en las autopsias, ¡cuatro décadas! de criminal engañifa.
La diferencia con lo acaecido en Guatemala es que en Tuskegee ya poseían distintos grados de la enfermedad, lo similar es la tartufería, el despiadado mentir contra la desolada representación de la pobreza. Otra similitud con lo narrado en Guatemala es que los cómplices autóctonos de las instituciones de Estado de la Unión Americana, mantienen su status de traidores contra su país, contra su pueblo, contra su raza, contra nuestra raza. Una analogía más con lo ocurrido en Guatemala es que la revelación de tales atrocidades fue casual, una infiltración de prensa en el Washington Star, en una nota del 25 de julio de 1972, por la corresponsal de la AP, Jean Heller.
Hay una película al respecto, Miss Ever’s boys (Los muchachos de la Señorita Ever), dirigida por Joseph Sargente en 1997, basada en una pieza teatral de David Feldshuh, en la que hay una versión generosa contraria a la realidad de la enfermera Ever, quien al igual que el doctor Brodus traicionaron a su gente, a los suyos, que también son los nuestros.
Cierto: Lo de Guatemala y lo de Tuskegee no fue asunto de algún par de médicos enloquecidos. En efecto, se trató de una política de Estado, con diversas administraciones, generacional aun en sus cambios, una verdadera estrategia imperialista. ¡Qué de equivalencias con los laboratorios del Tercer Reich! ¡Qué virus imperial tan agringado!
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