Gringuería por acá estacionada
“COLONOS”, MARINES, “diplomáticos”, magnates,
corsarios… por lares mexicanos se han asentado, sentado y de un sentón más de
medio país se llevaron. Adonde la zancada alcance y por donde lo leído llegue…
mutilar e invadir es verbo que en dos tiempos y en todos los tiempos se
conjuga.
De Texas ni el tejado dejaron
Samuel Houston, Moses y Stephen Austin -padre y jijo- son epónimos de las principales
ciudades Tejanas. Trío sin requinto pero con fusiles y estratagema separadora
desde un inicio; tríada llegada en diferentes temporales e idénticos
ardides.
Míster Houston fue presidente de la república de
Texas, luego don Samuel fue gobernador del estado de Texas, posteriormente
Samuel Houston estuvo en el Senado tejano, donde le tocó votar los Tratados de
Guadalupe Hidalgo de 1848, referentes a la invasión estadounidense, que
constituye la más ingente depredación imperialista del siglo XIX a la fecha; el
legislador, aprobó ese “acuerdo” pero con una
moción de censura: criticó a los
de siempre suyos por no
quedarse, por lo menos, con Sonora, Coahuila y Baja California.
Stephen Austin, en los 20’s del dieciochesco, bien
asentadito en su colonia tejana, se dedicó a masacrar autóctonos de la tribu
karankawa, multihomicidio en que -por su lado y por su pólvora- participaría el
pirata francés Jean Lafitte, quien también traficaba esclavos, hay versiones de
que perinolesco a 180 grados la giraba asimismo de espía pagado por la corona
española, durante la guerra de independencia mexicana.
Los hermanos karankawas, la comunidad entera,
sucumbió en el adagio de sir Raleigh: “No hay mejor indio que el indio muerto”;
en 1836 restaban, sin suma que añadir a excepción del conteo panteonero, muy
pocos miembros de tal etnia, quienes combatieron junto a México contra los
tejanos, esto es, contra el imperialismo que abría sus fauces para la primera
gran tarascada.
Tras la separación, los sobrevivientes karankawas
fueron eliminados, en un genocidio toral, definitivo. En México no hay una sola
efigie ni plaquita siquiera que rememore y agradezca a la extinta comunidad
indígena que con los mexicanos estuvo y con los mexicanos fue. Fue.
Faltaba la otra mordidota
Apenitas una
década posterior a lo de la “república” de Texas… con mayor gula por aquí
volvió el gringuerío, más afiladísimo todavía se trajo el apetito y la
dentellada. Otra vez las nomenclaturas
imperiales se reencuentras y reconcentran: Winfield Scott y su asistente Robert
Lee, entraron al castillo de Chapultepec, bajaron la bandera mexicana e izaron
la suya en 1847. Par de nombres que se toparían estelarmente tres lustros más
tarde en la guerra de secesión de EU, pero en bandos antagónicos: aquél de los
abolicionistas, éste de confederados o esclavistas, lo cual muestra que en la
superficie el imperialismo tiene notables diferencias, pero su esencia es igual
en la hondonada.
En efecto,
aquéllos se reencuentran y reconcentran: en las “negociaciones” del Tratado
Guadalupe Hidalgo, míster Winfield era representante personal del presidente
gringo James Polk y -como arribita se ha señalado- Samuel Houston la hacía de
senador, uno y otro se carteaban y se careaban sin irigotes judiciales,
intercambiaban solamente ojitos-pajaritos, por la obtención de medio país
-Texas incluido- en una cantidad superior a los dos millones de kilómetros
cuadrados. Sí, la depredación más abarcadora.
El señor Scott durante la invasión a México, quizá
inspirado en el corsario Lafitte, creó una Compañía de Espionaje Mexicano en
cuya titularidad puso a Manuel Domínguez, un cuatrero (ratoncísimo a lo
Lafitte) a quien el general Anaya denunció de orejísima, para proseguir con
superlativos y mutilaciones, o mutilación superlativa. De veras: ¡cómo se
reencuentran y se reconcentran!
¡Aguas! en jarochas aguas
En Veracruz los marines, en abril de 1914, se
asentaron en salpicado sentón. El presidente Woodrow Wilson ordenó invadir bajo
la acuática fábula de cualquier pretexto; la “guarnición” huertista huyó con
las imparables prisas de la diarrea. Ya es sabido y consabido que a la grandeza
del pueblo anónimo correspondió la defensa, el honor y la muerte… lo que
resulta casi enigmático son las versiones de que en las mismas flotas del
invasor… se embarcó Franz von Papen, diplomático alemán en Washington, enigma
que en hematoma y chipotote crece, si se relaciona que tres meses después
estallaría la primera guerra mundial, en que seguramente ya estaban embarcados
en antagónicos barcos Estados Unidos y Alemania.
Von Papen fue uno de los enlaces del káiser para
convencer a Carranza de situarse juntito a los teutones, sería luego canciller
que depuso el cargo para entregarlo a Hitler y, en los juicios de Núremberg,
más que absuelto, suelto quedó por las desatadas bendiciones de cardenal
Roncalli, quien cambiaría de sede por otra que dicen santa en cuanto se
rebautizó Juan XXIII, en nombre, dígito y papado.
Wilson y Papen, sin recurrir a los sabios de
Catemaco, tenían perfectamente clara la in inminente caída de Huerta, todo
mundo poseía esa claridad, incluido don Victoriano, el señor chacal que en la
misma Unión Americana se refugiara, donde germanos lo contrataron al retorno a
fin de que progermano chacaleara, pero los gringos le impusieron una mortal
cruda sin el espejismo de sus copiosas borracheras.
Samuel Houston
El mismo
míster Wilson con sus mismitos marines, se iría un año después a hacerse de las
aguas, de otras aguas y otras tierras, se estacionó en Haití, donde atracaron
no solamente sus anclas… atracaron bancos sus soldados, con la impunidad más
absoluta, al banco haitiano lo dejaron tan escuálido como víctima de bulimia.
Ninguna administración USA devolvió lo atracado, ni siquiera ofrecieron una
interoceánica disculpita. Tampoco del agringado dos de bastos en Veracruz,
regresaron nada, ni nada informaron de las arcas estatales o del cobro aduanal
o de ingresos por distintas vías, nada de disculparse, nada de nada, nada más
nadaron ricamente ensobacados.
Dos “secuestros” de comillas
En diferentes etapas y motivos, un par de
estadounidenses por acá también incursionaron, fabricándose “secuestros” entre
un chaparrón de comillas: William Oscar Jenkins y Aimee Semple McPherson, aquél
en calidá de cónsul gringo
estacionado en Puebla… ésta, en su condición de fundadora de la Iglesia
Cristiana Cuadrangular, que al cuadrado conseguía sendas limosnotas que sus
limusinitas le posibilitaban conducir.
De míster
Jenkins ya se conoce su añeja truculencia de “raptarse” a sí mismo en
complicidad con el prefacho Manuel Peláez, a fin de arrancarle al gobierno de
Carranza 300 mil pesos para el “rescate”, pesos que en esa época pesaban un pesar. También harto sabida es su
vinculación con Manuel Espinosa Yglesias, a quien el gringo chiqueó de chalán
muy aterciopelado.
Lo que no se ha difundido en demasía es que tuvo,
igualmente de asistente, a otro subalterno que crecería en magnate: Gabriel
Alarcón, dueño del ya extinto El Heraldo,
y -lo mismo que el otro súbdito del güero- con su patrón le entró a bisnes del cine. La escasa difusión en
tal nexo estriba en que don Gabrielito, en la era de la ley seca en EU, la hizo
de cordero pascual… o sacrílego chivo expiatorio, del señor William, cuando los
cherifes descubrieron, 1938, que con redundante ingenio desde sus ingenios
mexicanos, a EU sus camiones transportaban diluviana liquidez, a fin de saciar
la pétrea sed de la feligresía de El Pedernal.
Casi dos décadas después, don Gabriel sería acusado
de asesinar a un dirigente sindical de la industria fílmica apellidado
Mascarúa; el abogado de Alarcón Chargoy fue Víctor Velásquez, cuyo bufete, instalado
en defeños lares, se anunciaba en mayúscula tatachita güera: “ATTORNEYS AND
COUNSELLORS AT LAW”. (Sí, es el papá de Juan Velásquez, defensor de pudientes
pudibundos a lo Salinas a lo LEA, a lo mero duro de lo Durazo…).
El ex empleado de míster Jenkins la dura lex le hizo
los blandos mandados, además de don Víctor -tan esquinado a la diestra que una
temporada en USA se asiló-, tuvo otros defensores de variado matiz por la vía
desbaratadora del periodicazo: de José Vasconcelos, quien en su Timón impreso no regateaba oleajes y
alabanzas al Tercer Reich… al reportero de
La Prensa, Jorge Joseph, uno de los señalados de ser autor de El Móndrigo (otros se lo achacan a
Blanco Moheno o a Emilio Uranga), dizque memorial sin crédito contra jóvenes
del 68, redactado de un sentón en
Bucareli.
Pero si William O. Jenkins, poblana y
definitivamente se estacionó en el sitial de los camotes… Mrs. Aimee, la
creadora de una secta que en diversos continentes aún subsiste (El actor
Anthony Quinn en su autobiografía El
pecado original la definió gran actriz), muy bien dotada de osadía, físico
y oratoria… se aparcó un ratito en el septentrión mexicano, fabulando y
confabulando un “levantoncito” en Sonora, no para obtener dinero, sino con la
nebulosa tartufada de que no se descubriese que, unida a un ingeniero gringo,
en los 20’s calaba en sonoros motelitos sonorense, qué
tan musicalmente rechinadores resultaban catres y petates, bajo un corito de
pujidos.
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