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Edición 308

 Gringuería 

por acá estacionada

 

“COLONOS”, MARINES, “diplomáticos”, magnates, corsarios… por lares mexicanos se han asentado, sentado y de un sentón más de medio país se llevaron. Adonde la zancada alcance y por donde lo leído llegue… mutilar e invadir es verbo que en dos tiempos y en todos los tiempos se conjuga.

De Texas ni el tejado dejaron

Samuel Houston, Moses y Stephen Austin -padre y jijo- son epónimos de las principales ciudades Tejanas. Trío sin requinto pero con fusiles y estratagema separadora desde un inicio; tríada llegada en diferentes temporales e idénticos ardides. 



Míster Houston fue presidente de la república de Texas, luego don Samuel fue gobernador del estado de Texas, posteriormente Samuel Houston estuvo en el Senado tejano, donde le tocó votar los Tratados de Guadalupe Hidalgo de 1848, referentes a la invasión estadounidense, que constituye la más ingente depredación imperialista del siglo XIX a la fecha; el legislador, aprobó ese “acuerdo” pero con una  moción de censura: criticó a los de siempre suyos por no quedarse, por lo menos, con Sonora, Coahuila y Baja California.

Stephen Austin, en los 20’s del dieciochesco, bien asentadito en su colonia tejana, se dedicó a masacrar autóctonos de la tribu karankawa, multihomicidio en que -por su lado y por su pólvora- participaría el pirata francés Jean Lafitte, quien también traficaba esclavos, hay versiones de que perinolesco a 180 grados la giraba asimismo de espía pagado por la corona española, durante la guerra de independencia mexicana.

Los hermanos karankawas, la comunidad entera, sucumbió en el adagio de sir Raleigh: “No hay mejor indio que el indio muerto”; en 1836 restaban, sin suma que añadir a excepción del conteo panteonero, muy pocos miembros de tal etnia, quienes combatieron junto a México contra los tejanos, esto es, contra el imperialismo que abría sus fauces para la primera gran tarascada.  

Tras la separación, los sobrevivientes karankawas fueron eliminados, en un genocidio toral, definitivo. En México no hay una sola efigie ni plaquita siquiera que rememore y agradezca a la extinta comunidad indígena que con los mexicanos estuvo y con los mexicanos fue. Fue.

Faltaba la otra mordidota 

Apenitas una década posterior a lo de la “república” de Texas… con mayor gula por aquí volvió el gringuerío, más afiladísimo todavía se trajo el apetito y la dentellada. Otra vez las  nomenclaturas imperiales se reencuentras y reconcentran: Winfield Scott y su asistente Robert Lee, entraron al castillo de Chapultepec, bajaron la bandera mexicana e izaron la suya en 1847. Par de nombres que se toparían estelarmente tres lustros más tarde en la guerra de secesión de EU, pero en bandos antagónicos: aquél de los abolicionistas, éste de confederados o esclavistas, lo cual muestra que en la superficie el imperialismo tiene notables diferencias, pero su esencia es igual en la hondonada.


 

En efecto, aquéllos se reencuentran y reconcentran: en las “negociaciones” del Tratado Guadalupe Hidalgo, míster Winfield era representante personal del presidente gringo James Polk y -como arribita se ha señalado- Samuel Houston la hacía de senador, uno y otro se carteaban y se careaban sin irigotes judiciales, intercambiaban solamente ojitos-pajaritos, por la obtención de medio país -Texas incluido- en una cantidad superior a los dos millones de kilómetros cuadrados. Sí, la depredación más abarcadora.

El señor Scott durante la invasión a México, quizá inspirado en el corsario Lafitte, creó una Compañía de Espionaje Mexicano en cuya titularidad puso a Manuel Domínguez, un cuatrero (ratoncísimo a lo Lafitte) a quien el general Anaya denunció de orejísima, para proseguir con superlativos y mutilaciones, o mutilación superlativa. De veras: ¡cómo se reencuentran y se reconcentran!

¡Aguas! en jarochas aguas 

En Veracruz los marines, en abril de 1914, se asentaron en salpicado sentón. El presidente Woodrow Wilson ordenó invadir bajo la acuática fábula de cualquier pretexto; la “guarnición” huertista huyó con las imparables prisas de la diarrea. Ya es sabido y consabido que a la grandeza del pueblo anónimo correspondió la defensa, el honor y la muerte… lo que resulta casi enigmático son las versiones de que en las mismas flotas del invasor… se embarcó Franz von Papen, diplomático alemán en Washington, enigma que en hematoma y chipotote crece, si se relaciona que tres meses después estallaría la primera guerra mundial, en que seguramente ya estaban embarcados en antagónicos barcos Estados Unidos y Alemania.

Von Papen fue uno de los enlaces del káiser para convencer a Carranza de situarse juntito a los teutones, sería luego canciller que depuso el cargo para entregarlo a Hitler y, en los juicios de Núremberg, más que absuelto, suelto quedó por las desatadas bendiciones de cardenal Roncalli, quien cambiaría de sede por otra que dicen santa en cuanto se rebautizó Juan XXIII, en nombre, dígito y papado.

Wilson y Papen, sin recurrir a los sabios de Catemaco, tenían perfectamente clara la in inminente caída de Huerta, todo mundo poseía esa claridad, incluido don Victoriano, el señor chacal que en la misma Unión Americana se refugiara, donde germanos lo contrataron al retorno a fin de que progermano chacaleara, pero los gringos le impusieron una mortal cruda sin el espejismo de sus copiosas borracheras.



Samuel Houston

 El mismo míster Wilson con sus mismitos marines, se iría un año después a hacerse de las aguas, de otras aguas y otras tierras, se estacionó en Haití, donde atracaron no solamente sus anclas… atracaron bancos sus soldados, con la impunidad más absoluta, al banco haitiano lo dejaron tan escuálido como víctima de bulimia. Ninguna administración USA devolvió lo atracado, ni siquiera ofrecieron una interoceánica disculpita. Tampoco del agringado dos de bastos en Veracruz, regresaron nada, ni nada informaron de las arcas estatales o del cobro aduanal o de ingresos por distintas vías, nada de disculparse, nada de nada, nada más nadaron ricamente ensobacados.

Dos “secuestros” de comillas 

En diferentes etapas y motivos, un par de estadounidenses por acá también incursionaron, fabricándose “secuestros” entre un chaparrón de comillas: William Oscar Jenkins y Aimee Semple McPherson, aquél en calidá de cónsul gringo estacionado en Puebla… ésta, en su condición de fundadora de la Iglesia Cristiana Cuadrangular, que al cuadrado conseguía sendas limosnotas que sus limusinitas le posibilitaban conducir.

 De míster Jenkins ya se conoce su añeja truculencia de “raptarse” a sí mismo en complicidad con el prefacho Manuel Peláez, a fin de arrancarle al gobierno de Carranza 300 mil pesos para el “rescate”, pesos que en esa época pesaban  un pesar. También harto sabida es su vinculación con Manuel Espinosa Yglesias, a quien el gringo chiqueó de chalán muy aterciopelado.

Lo que no se ha difundido en demasía es que tuvo, igualmente de asistente, a otro subalterno que crecería en magnate: Gabriel Alarcón, dueño del ya extinto El Heraldo, y -lo mismo que el otro súbdito del güero- con su patrón le entró a bisnes del cine. La escasa difusión en tal nexo estriba en que don Gabrielito, en la era de la ley seca en EU, la hizo de cordero pascual… o sacrílego chivo expiatorio, del señor William, cuando los cherifes descubrieron, 1938, que con redundante ingenio desde sus ingenios mexicanos, a EU sus camiones transportaban diluviana liquidez, a fin de saciar la pétrea sed de la feligresía de El Pedernal.

Casi dos décadas después, don Gabriel sería acusado de asesinar a un dirigente sindical de la industria fílmica apellidado Mascarúa; el abogado de Alarcón Chargoy fue Víctor Velásquez, cuyo bufete, instalado en defeños lares, se anunciaba en mayúscula tatachita güera: “ATTORNEYS AND COUNSELLORS AT LAW”. (Sí, es el papá de Juan Velásquez, defensor de pudientes pudibundos a lo Salinas a lo LEA, a lo mero duro de lo Durazo…).

El ex empleado de míster Jenkins la dura lex le hizo los blandos mandados, además de don Víctor -tan esquinado a la diestra que una temporada en USA se asiló-, tuvo otros defensores de variado matiz por la vía desbaratadora del periodicazo: de José Vasconcelos, quien en su Timón impreso no regateaba oleajes y alabanzas al Tercer Reich… al reportero de La Prensa, Jorge Joseph, uno de los señalados de ser autor de El Móndrigo (otros se lo achacan a Blanco Moheno o a Emilio Uranga), dizque memorial sin crédito contra jóvenes del 68, redactado de un  sentón en Bucareli.

Pero si William O. Jenkins, poblana y definitivamente se estacionó en el sitial de los camotes… Mrs. Aimee, la creadora de una secta que en diversos continentes aún subsiste (El actor Anthony Quinn en su autobiografía El pecado original la definió gran actriz), muy bien dotada de osadía, físico y oratoria… se aparcó un ratito en el septentrión mexicano, fabulando y confabulando un “levantoncito” en Sonora, no para obtener dinero, sino con la nebulosa tartufada de que no se descubriese que, unida a un ingeniero gringo, en los 20’s calaba en sonoros motelitos sonorense, qué tan musicalmente rechinadores resultaban catres y petates, bajo un corito de pujidos.

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