EL INCESANTE Y ALUCINANTE cruce de señales sobre el planeta, puesto bajo fuego de diverso origen y factura, nos plantea la interrogante sobre si la diplomacia tiene una última oportunidad de evitar el holocausto nuclear.
LA PRIMERA Guerra Fría -posterior a la II Guerra Mundial- estableció lo que se tipificó como “equilibrio catastrófico”, que desembocó en la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y la implantación del pretendido poder unipolar, del que se consideraron depositarios los Estados Unidos.
La segunda edición de la Guerra Fría, primada por la violenta globalización económica y que los especialistas describen como el umbral de la Tercera Guerra Mundial bajo los satánicos hongos de los arsenales nucleares, no dejaría piedra sobre piedra de la actual civilización ni sobreviviente para narrar la hecatombe.
Frente a ese descomunal y amenazante espectro, puede decirse que todo está perdido, menos la esperanza. Si somos realistas, a decir verdad esta esperanza no la encarna la burocracia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), devenida legitimador “departamento de Guerra” de las exclusivas potencias que dominan el Consejo de Seguridad.
Desde esa sombría perspectiva, resulta obvio que, en suplencia de la ONU, debe confiarse a otros agentes de paz caracterizados, más que por su poderío militar, por su liderazgo moral y ético puesto al servicio de la supervivencia de la Humanidad.
En el ir y venir de legaciones y delegaciones entre territorios y “cumbres”, por estos días se ha retomado lo que algunos recuerdan como mera anécdota. El encuentro en 1935 entre José Stalin y el ministro de Relaciones Exteriores del Frente Popular Francés Pierre Laval, inquietos ambos por la institución del servicio militar obligatorio en la Alemania de Hitler, un pavoroso presagio.
El ministro Laval, convencido de la acechanza alemana sobre su patria, expresó a Stalin que cierta consideración del régimen soviético hacia los católicos rusos, permitiría a Francia despresurizar sus relaciones con la Santa Sede. Stalin salió al paso: ¿Con cuántas divisiones cuenta el Papa?
Ese episodio nos pone en frecuencia sobre el estado que guarda en nuestros días la diplomacia mundial y el primer dato que necesariamente debe consignarse es que, desde la inauguración su prolongado papado, Karol Wojtyla se alineó en la Revolución Conservadora proclamada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, sin reparar en consecuencias.
Ese alineamiento político-ideológico, movido por el anticomunismo, condujo a que el Papa polaco revirtiera los mandatos del Concilio Vaticano II que prometieron el aggiornamento de la Iglesia Católica, en cuyo centro de gravedad se situaba el ecumenismo; esto es, la reconciliación y unión de las iglesias cristianas.
En términos generales, el sucesor de Juan Pablo II, Benedicto XVI, le dio puntual continuidad a su agenda pontificia. Para sorpresa y desconcierto de no pocos católicos conservadores y asombro de laicos liberales, la asunción del obispo argentino Jorge Mario Bergolio al solio pontificio con el nombre de Francisco, lubricó las oxidadas ventanas postconciliares y la Santa Sede empezó respirar fresco y promisorio aire nuevo.
El escenario americano, de variadas modalidades y prácticas del Credo cristiano, tuvo su primer y vital estremecimiento cuando se relevó que el Papa Francisco, en discretos oficios diplomáticos, consumó la hazaña que se consideraba imposible: Rescatar a los Estados Unidos y Cuba de los oscuros reductos de la Guerra Fría y sentar a sus gobernantes a la mesa de negociaciones, cuya fase culminante es la visita del presidente Obama a La Habana para dialogar con los líderes comunistas de la Isla.
Si bien quedan largos tramos que transitar, los pasos preliminares exorcizan un periodo de casi seis décadas, cuyo inicio estuvo marcada por “la crisis de los misiles” y la tensión que atrapó a países latinoamericanos hermanos que pusieron en suerte, no siempre voluntariamente, los principios de autodeterminación y la solución pacífica de los conflictos.
El tamaño de la voluntad reconciliadora y pacifista del papa Francisco, sin embargo, se potenció en las horas previas a su arribo a México, al difundirse Urbi et Orbi su encuentro en La Habana con el patriarca Kiril, de la Iglesia Ortodoxa rusa.
Cita repleta de simbolismo, el solo dato de que tuvieron que transcurrir 1062 para que se cumpliera informa que, cuando impera el espíritu sobre los intereses temporales, no hay crisis que no se pueda superar en bien de la pluralidad de pensamiento y la convivencia civilizada entre las múltiples creencias y formas de mirar y entender el mundo.
Con independencia de cómo las estadísticas reparten las vocaciones y profesiones religiosas, al margen de la insidia con la que algunos medios de comunicación occidentales han leído el acontecimiento, el solemne pero cordial saludo Francisco-Kiril ha sido codificado ya como el evento del milenio.
Puesto que en esa histórica escena está implícita la poderosa presencia de Rusia y su gobierno, nos sumamos a la interpretación de que ese primer diálogo se ha dado entre dos humanistas que apuestan a desterrar la amenaza de una tercera guerra mundial termonuclear.
Por supuesto, lograr ese noble e inequívoco fin no será obra de voluntarismos personales. De lo que sigue que, en el orden de responsabilidades internacionales, aquellos gobiernos y pueblos que no tienen ni instinto ni poder bélico para discernir los conflictos en los teatros de guerra, deben restituir su confianza en la diplomacia militante en las auténticas causas de la paz.
En unas horas, acaso unos minutos en La Habana, el papa Francisco desbrozó e iluminó las vías por es posible transitar hacia la paz mundial.
Horas, días, dedicó el Peregrino de la Misericordia a México. ¿Escucharon, de veras, sus mensajes quienes disputaron lugares de privilegio para, en la cercanía, impregnarse de olor de santidad. O, como lo expresó el ilustre visitante, acudieron a su presencia en la “búsqueda exacerbada de esos cinco minutos de fama, que no perdona la fama de los otros”.
Si así hubiera sido, si en México no hay tranquilidad en las conciencias, no podrá esperarse que haya paz en las calles y las plazas públicas. Grave asunto, que implica pervertir la fe y a la vez subvertir el orden de las cosas humanas. A eso se le llama tartufismo.
No podemos cerrar este tema sin antes expresar una nota de luto e indignación que se ha vuelto amargo pan de cada día en nuestro país y en nuestro oficio: El asesinato, ahora, del empresario de medios y político Moisés Dagdug Cutzow, perpetrado en Villahermosa, Tabasco, presuntamente a manos de sicarios de Los Zetas.
El suceso se inscribe en el marco de la presentación, en París, del informe de Amnistía Internacional que consigna la crisis de los Derechos Humanos en México, confirmando reportes anteriores de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos.
More articles by this author
|