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Edición 247

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Cómo pesa memoriales aquel samaritano

 

Daba la impresión de llevar en su abundante pliegue facial calmos oleajes en crecida de antifaz, todos los aniversarios en perfil le desplegaban un bandoneón. Lo apodaban Lunarrota por la semidesnudez de sus encías que, al sonreír, mostraban una espléndida e incompleta claridad. Mucho sabía de la vida, aunque nunca se refirió a la suya, sino a la existencia que a miradas palpó en deambular de libros y avenidas.

 

Cómo el sueño se estaciona

Lunarrota, en efecto, entre su risa constante y casi muda, lucía dos menguantes -más que mutilados- tintos en buen tramo de sombras a punto de ser paridas en un murmullo. Era solitario velador de un estacionamiento en la callecita de Dolores. Sin velas, veleros o parafina velaba de diez a diez, todos los días sin descanso ni uniforme, vestido siempre de chinconcuense cotorina, larguísima, totalmente desmangada, de lana asaz negra, como de oveja trasquilada en horario de cegueras.

 

 

BodadelGral.AbelardoL.RodriguezyAidaSullivan

Boda de Abelardo L. Rodríguez

 

Un bigotillo escaso y en desorden, albo de tanto calendario, igual a su calvicie de tonsura franciscana, le aportaba una expresión de aparencial dicotomía: antisolemnidad sacramental. Lunarrota se calzaba dos barquitos de tela sonrosada, como si timidez les provocaran andanzas en naufragios de polvareda.

 

Indigentes con todas las pertenencias del vacío; circunstanciales peticionarios de posada; crudos con el espejismo hecho añicos... hallaban en Lunarrota un techo para que la madrugada no jorobase con el cargamento de tanta pesadumbre. Frente a coches en pensión, algunos el sueño estacionaban, otros (también en el cuartito que amurallaba contra la friolera exterior) nublados de vaporcito que piafaba una cafetera, charlaban con el anfitrión, se asilenciaban alueguito estatuidos por aquella sabiduría. No se necesitaba reglamento para entender lo vedado: no fumar ni gargarearle honores al chinchol, tampoco ingresar o encimarse a los vehículos. Pero la compensación por esas consabidas prohibiciones era mayúscula: beber cafecitos envasados en unicel a la temperatura exacta de los dioses; comer panes, muchos panes, bolillitos salidos de una bolsita de papel extraídos a granel en imitación de Nuevo Testamento... Y, sobre todo, guarecerse del cansancio existencial reposados en esa semiluna dual que reía una indulgencia; los dormidos a soñar un abrigo de amistad y los despiertos a escuchar el crepitante clamor de la sapiencia.

 

Cómo el otrora recala

Del pedacito de Dolores que la memoria incrementa, Lunarrota acordábase del huertazo, afirmando que desde entonces ya velaba en el mismo velatorio vehicular, aunque más que autos, caballos de crines calvarientas había que proteger. Y yeguas de tonalidad anaranjada como vaho de lumbre recién amanecida. Y burritos que rebuznaban una incógnita hacia la techumbre de un foco imposible de fundir, como estrella que no se apaga ni a soplidos de alborada. Por el testimonio de acordeones en su faz, todos le creían. Por la eufónica veracidad de sus relatos, todos le creían. Por los zapatos-barcazas deshilachados de polvoriento mar navegado, todos le creían.

 

Posteriormente, platicaba Lunarrota inundado el verbo de cafetal, le tocó conocer al entonces presidente interino, Abelardo Rodríguez, quien en vísperas del alba iba con su chofer en busca de su Ford de longitud enorme como espera amarga. Además de guardaespaldas que con sus propias carnes descomunales casi lo emparedaban... junto a él venía una mujer en cada llegada distinta, pero invariablemente ceñida en violonchelo al manoseo que impaciente sopesaba las suculencias del pecado.

 

 

EufemioyEmilianoZapata

Eufemio y Emiliano Zapata.

Don Abelardo, el mínimo delfín del maximato, comentaba Luanarrota, poseía en Dolores, en el nada adolorido Barrio Chino, muy redituables negocitos, desde locales de juego apenitas iluminados de tenue tono púrpura, como de sangre mansa en la neblina, donde fortunas se rifaban a diario con un solo e invariable ganador, el general Rodríguez, que con sus tahúres desplumaba apostadores como guajolotes en antelaciones de navidad. Dueño asimismo era de fumaderos de opio en que los inhaladores místicos extraviaban la ubicación, filosóficamente preguntándose en sonoro soliloquio “¿On’toy?”. Entre sus dolorosas propiedades había burdelitos de mucho postín, con exquisitas musas del zangoloteo de frondosidad naturalita, mucho antes que el silicón elevara los volúmenes del deseo.

 

Las evidencias y videncias de Lunarrota calaban y recalaban. Los soñadores ensoñaban una delicia de doncella del talón, pataleando -húmedos y dialécticos- se condenaban en redención. Los despiertos empapaban su pan en calientita fragancia de tiniebla... y escuchaban cómo Abelardo Rodríguez, desde diversos puestos públicos, se convertía en potentado, miembro de la gran burguesía y divisionario surgido de la Revolución Mexicana. Entre abolillados mordisquitos algunos replicaban que aquel divisionario no surgió de la Revolución Mexicana, otros de plano aseguraron que no hubo ninguna Revolución Mexicana. El hospitalario ser sin pizca de enojo ni soberbia reargüía que don Abelardo sí surgió de la Revolución Mexicana, fue uno de los vencedores de la Revolución Mexicana que sí existió y que los revolucionarios perdieron, “Que perdimos los de abajo sin Azuela”, exponía taciturno con la piel del rostro desdoblada en languidez.

 

Cómo la máquina maquina

Lunarrota, bajo el foquito aquél que atraía palomitas suicidas de luz, en la temática de la Revolución Mexicana comentaba que hay máquinas de escribir que redactan maquinaciones. Ejemplificaba con ¡Vámonos con Pancho Villa! novela de Muñoz que maquinó al gran Centauro como el peor de los homicidas, el que asesina familias enteras de villistas a fin de que no tengan más raíz que la raigambre de Pancho Villa, ni más planta que la suela de Pancho Villa a seguir en laica procesión de cabalgata. Maquinaciones, fábulas contra revolucionarios, también las de Guzmán, define “zafio” a Eufemio Zapata en El águila y la serpiente, quien sumiso soporta sin chiste ni chistar insultos al jaez de que los zapatistas sólo serán presidentes cuando la silla presidencial sea una silla de montar. De tal maquinada se interpreta del interpretador supersticiones que el inferir-proferir achaca al zapatismo. Derivaciones que toma y retoma Benítez en Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana, en que, además, al gran Ricardo Flores Magón, en edulcorante sinonimia de traición por lo de Baja California, aposta en la más orillada ingenuidad. Marcianos maquinazos de Marte R. Gómez en su Pancho Villa un intento de semblanza, en que sugiere que “su analizado” hubiera sido clientazo y materia prima en un diván.

 

Fernando de Fuentes filmó una versión de la obra de Muñoz, muy aparejada  al original (ilustraba Lunarrota entre sorbitos de humeante madrugada), pero con dos finales, uno idéntico al epílogo de la obra de Muñoz que la censura le obligó a enlatar... y otro que sí autorizó Torquemada, en un happy end de espolvoreado turroncito. El mismo director haría lo mesmo con El preso número 13, acerca de un coronel huertista, o Buñuel en el final de Los Olvidados y Susana con una Rosita Quintana hecha íncubo o diablezca de fenomenal carnita, o Gavaldón que al último rollo de El socio -novela de Genaro Prieto- también aderezó de mieles, o Crevenna en el corolario de Casa de muñecas en que a Ibsen damnificó en un diluvio de melcocha, o...

 

 

EscritorMartinLuisGuzman

Martín Luis Guzmán

 

La senectud nocturna iniciaba su burocrático fenecer. Lunarrota, cafetera y bolsita de papel... lázaramente resucitaban adormecidos, levantábanse con la recepción de aromáticos sorbitos de bondad, y panes, muchos panes, surgidos y resurgidos en entraña de milagro.

 

A las siete de la mañana los convidados sabían que era tiempo de partir, indemnes de tarascadas que acomete la intemperie anochecida, con el estómago liberado del abismo y las manos pobladas por el saludo de un AMIGO con toda la monumentalidad de la palabra... se marchaban testimoniando que la humanidad cabe completita en Lunarrota.

 

Tras muchos años el samaritano desapareció, dicen que murió envuelto en hermosa frazada de vejez. Sin embargo, Lunarrota es imperecedero. Viejos de aquellas juventudes se asoman a lo que fue un estacionamiento, anclan el olfato en bendiciones de café, mastican el pan aquél tan comulgado... y con el cargamento memorioso, estiban la voz de quien aún abriga de humanidad contra la escarcha.

 

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