SI EL CONCEPTO que ha llenado los espacios de los medios es el de “crisis económica” y la dimensión del colapso tiene al mundo en la orilla del precipicio, el dato más revelador es la inconciencia de los gobiernos respecto a la crisis. La deficiencia más grave radica en la falta de seriedad en la caracterización de la crisis.
Todo indica que los gobiernos la asumen como un sobresalto en la estabilidad, cuando en realidad se trata del agotamiento de un modelo de desarrollo, de los acuerdos sociales tradicionales, de la definición del Estado, del funcionamiento de la economía especulativa y de la política económica.
España, por ejemplo, tardó en reconocer el estallamiento de la crisis. Y una vez que el número de desempleados se enfiló hacia los cinco millones, el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero tuvo que aceptar que España realmente estaba en crisis. Para enfrentarla, convocó a un “diálogo social” tripartita --gobierno, sindicatos y empresarios--, pero con una agenda limitada: ningún cambio en los compromisos sociales con los trabajadores. Argentina convocó a un nuevo acuerdo social, pero también poniendo a resguardo los compromisos laborales.
Pero las evidencias están a la vista: la crisis ha agotado las posibilidades de los acuerdos sociales, políticos y económicos anteriores. En México se percibe un severo problema de ingresos, pero la ahora nueva mayoría priísta ya dijo que se opondrá a la aplicación de IVA a alimentos y medicinas. Cualquier reforma fiscal que no reorganice la totalidad de los ingresos será, como se ha visto con las adecuaciones alcanzadas, insuficiente. Pero tampoco se logrará mejorar los ingresos centrando la discusión sólo en el tema del IVA a medicinas y alimentos.
El debate de la crisis, por tanto, debiera de comenzar por lo general: el agotamiento del modelo de desarrollo y de los pactos sociales que permitieron su funcionamiento. Es decir, para decir lo obvio, comenzar por… el principio. Los esfuerzos desesperados del gabinete económico de Calderón para tapar un hoyo no consiguen sino destapar otros. Los priístas, por su parte, ya han decidido poner a resguardo sus compromisos corporativos. Y el PRD no va a aceptar ningún acuerdo que disminuya los programas asistenciales de dinero y bienes regalados a los más pobres.
Ni gobierno, ni partidos, ni sociedad, ni medios, ni economistas han logrado comprender que México vive el fin de un modelo de nación, de Estado y de desarrollo. Y que no habrá salida de la crisis si no ocurre un gran debate nacional para redefinir el nuevo modelo de nación, de Estado y de desarrollo. La crisis actual es hija de las crisis de 1976, 1982, 1985, 1994, 1995 y 2001. Y que cada crisis generó decisiones superficiales que no atendieron específicamente el modelo de desarrollo, la política económica y la distribución de la riqueza.
Se trata, pues, de una crisis estructural, no de coyuntura ni de alguna variable. México necesita crecer a tasas anuales de siete por ciento, pero la estructura productiva, económica y financiara no aguanta tasas superiores a 3.5 por ciento sin generar desequilibrios que distorsionan todas las variables. Y el modelo actual no da para más de 3.5 por ciento. El modelo de desarrollo estabilizador se agotó en 1976; el modelo de desarrollo compartido duró apenas dos sexenios pero a cambio de quebrar los equilibrios macroeconómicos; el modelo neoliberal ni siquiera logró la estabilización de la inflación; y el modelo globalizador tronó con la crisis e n los Estados Unidos.
El gran desafío de la alternancia partidista en la presidencia de la república fue de redefinición del modelo de desarrollo. La crisis del 2009 podría ser la última crisis del modelo priista de desarrollo o la crisis de la incapacidad panista para promover la alternancia en el modelo de desarrollo.
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