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Edición 216
Escrito por Guillermo Fabela Quiñones   
Domingo, 16 de Agosto de 2009 23:26

Lo absurdo de la muerte

HOY ENCONTRÉ, gracias a Dios, el cadáver de mi pobre hijito. Estaba irreconocible por la descomposición, pero lo identifiqué por detalles que no se habían perdido aún. Con la rabia comiéndome las entrañas, el corazón saltándome en el pecho congestionado por un llanto seco, me acerqué rogando que no fuera mi hijo ese cuerpecito hecho un ovillo en un hoyanco.


NO DEBÍA SERLO, pensé de inmediato, porque seguramente habría sufrido mucho antes de morir, y ese sufrimiento lo cargaría yo mientras tuviera vida, como así habrá de ser porque no veo cómo superarlo. Me habían obligado a ponerme un tapaboca para evitar el olor fétido que despedía, cuando lo que deseaba era terminar cuanto antes esa pesadilla, retirarme de allí con la seguridad de que Juanito seguía con vida, en algún lugar, esperando por mí para llevarlo de regreso a la casa. Desgraciadamente no fue posible.

FabelaHabía sido secuestrado tres semanas antes, al salir de la escuela, por tres tipos que nadie supo identificar. Sólo una vez se comunicaron conmigo, para decirme que lo tenían en su poder y que debía pagarles un millón de pesos para devolverlo. No podía creer lo que estaba escuchando, la cabeza comenzó a darme vueltas y perdí la noción del tiempo. A punto estuve de mandarlos a la chingada, aún pensando que se trataba de una broma de pésimo gusto, pero el caso era que Juanito no había regresado de la escuela, como siempre lo hacía, y realmente estábamos muy preocupados su madre y yo. Me disponía a salir a buscarlo cuando sonó el teléfono. Descolgué el auricular, anhelando que fuera él, para decirme que se había ido con algún compañero a jugar.

Lo que siguió fue apenas el inicio de una pesadilla que no sabemos cuándo habrá de terminar. Al fulano que me llamó, le dije que jamás en mi vida podría reunir una cantidad como la que me estaba pidiendo. En el changarro que tengo apenas saco para los gastos, y a veces ni para eso por los tiempos como están. Se lo dije con la esperanza de que recapacitara, se pusiera en mi lugar y obrara con un elemental sentido humano. Lo que sucedió fue todo lo contrario: se puso más violento, comenzó a insultarme y cuando se calmó un poco me dijo que le diera cien mil pesos y con eso podía recuperar a Juanito. Intenté hablar, pero ya fue inútil: había colgado.

Esperanza, mi mujer, se puso histérica y a punto estuvo de contagiarme. Me sobrepuse, al pensar que debía conservar la cabeza fría para enfrentar el problema con menos riesgos. Hubo que llevarla al hospital, lo que me desvío de mi plan prioritario que era la liberación de Juanito, nuestro primogénito, en quien me sentía reflejado y tenía grandes planes. Fue inútil la espera los días subsecuentes, ya no volvió el criminal a comunicarse conmigo. Al cuarto día acudí a denunciar el secuestro, sólo para comenzar el vía crucis que todavía no termina.

No me importa haber perdido mi changarro, tanto por la desatención como por el mucho dinero que gasté con los policías, el Ministerio Público y el entierro de Juanito. Estoy endeudado como nunca lo había estado en la vida, con mi mujer cada vez peor, sin esperanza de que recupere sus ganas de vivir. Ahora hasta quisiera que se llamara de otro modo, pues lo que menos esperamos es recobrar un mínimo de esperanza en el futuro. El tiempo se acabó para nosotros. Por fortuna, Juanito era hijo único y ya no tenemos otra responsabilidad en ese sentido. Aunque pienso que tenerla es lo que ahora nos hace falta. Nos veríamos obligados a superar este duro trance, cuando menos durante el tiempo que otros hijos necesitaran de nuestro apoyo.

Fueron días interminables de un ir y venir infructuoso, rodeado de policías que me sacaron mis últimas energías y el poco dinero con que contaba. Perdí el apetito junto con las ganas de vivir al darme cuenta que no volvería a ver a Juanito. Aunque nunca perdí del todo la esperanza en Dios, un descreído como yo, dispuesto a cambiar si mi hijo aparecía con vida. Al paso de los días mi mujer se fue desmejorando al grado de que hubo necesidad de alimentarla vía intravenosa. La visitaba todas las noches, para darle ánimos que a mí me faltaban. Llegaba con mis mejores intenciones de mentirle y hacerla creer que Juanito ya estaba en la casa, pero al ver sus ojos clavados en mi cara me daba cuenta que sería imposible mentir. Comenzábamos a llorar los dos, en silencio, sin saber qué hacer con nuestras vidas, hasta que una enfermera llegaba para decirme que debía marcharme.

Hasta que llegó el día de identificar un cuerpo hallado en el fondo de un barranco. Era alrededor del medio día cuando un policía se acercó para pedirme que lo acompañara y externarme el motivo, sentí ganas de golpearlo por lo que me estaba diciendo. No era posible que con tanta frialdad me estuviera pidiendo que fuera con él para identificar un cadáver. Me contuve al pensar que si fuera Juanito al fin podría saber su destino y mis cuitas terminarían. Se me hizo interminable el trayecto por la carretera, yo en silencio, sentado en el asiento trasero en medio de dos sujetos que apestaban a rancio, escuchando sin escuchar las voces surgidas del aparato de radio del automóvil, y la respuesta del agente que iba al lado del chofer, otro policía que parecía disfrutar mucho de su trabajo, pues no paraba de chiflar y reír sin venir a cuento.

Cuando por fin el vehículo se detuvo, sentí un inexplicable alivio. Me bajé como autómata, seguí a tres policías que caminaban con dificultad descendiendo una empinada ladera. Estuve a punto de caerme, pero uno de ellos me detuvo. No tuve ánimos de darle las gracias. Otro me dio un tapaboca que sacó de la bolsa de su saco después de colocarse otro. Me lo coloqué porque, en efecto, sentí un olor fétido muy penetrante que me hizo estornudar. Al observar el cuerpecito inerte, hecho un ovillo, en el fondo de la barranca, el corazón comenzó a saltarme. Reconocí lo que quedaba del uniforme de Juanito y uno de sus zapatos. La cara estaba desfigurada, tanto por el tiempo transcurrido como por la acción de los bichos del lugar, sin embargo su pelo era el de mi hijo, así como la mancha que tenía en la espalda, producto de una quemada que sufrió cuando apenas empezaba a caminar.

Estuve a punto de desmayarme, pero me sobrepuse al pensar que menos respeto me tendrían los policías al regresar a la ciudad. Me limpié los ojos, inundados por las lágrimas, y con un movimiento de cabeza les hice saber que el cuerpo allí tirado era el de mi hijo. Sentí deseos de correr y tirarme al fondo de otro barranco aún más profundo, no lo hice porque debía darle cristiana sepultura a Juanito, lo que de él quedaba. Hubiera querido abrazar los restos, pero la fetidez que emanaba de ellos me contuvo. Di media vuelta y comencé a subir por la empinada cuesta, sin importarme el daño que me estaba haciendo a mis manos, que pronto comenzaron a sangrar. Al llegar al borde de la cima me recosté en el suelo y comencé a llorar sin recato alguno.

A lo lejos escuché cómo uno de los policías accionaba el radio del vehículo para hacer saber el resultado de la identificación. Minutos después se me acercó para decirme que debíamos regresar, que no tenía caso esperar a la ambulancia fúnebre, cuyos tripulantes se encargarían de recoger el cadáver y llevarlo a la morgue donde me sería entregado después de hacer los estudios y peritajes acostumbrados. Obedecí como autómata, aunque mi verdadera intención era quedarme con Juanito, pero muerto para no saber ya nada de este mundo horripilante.

Dos policías tuvieron que ayudarme a levantar del suelo, al ver que no tenía la intención de hacerlo por mi cuenta. Me condujeron al automóvil y me aventaron al interior, donde permanecí en silencio, como desmadejado y ajeno a todo lo que ocurría alrededor. Para los policías lo ocurrido era cosa de rutina, en cambio para mí era el final de mi familia, que con tantas ilusiones había comenzado a formar. No tenía ni siquiera el deseo de buscar venganza, vivir para liquidar a los monstruos que habían acabado en forma tan perversa con la vida de mi hijito. Entre sueños escuché decir a uno de los policías que las manos de Juanito estaban atadas por la espalda con cinta canela, como si hubiera sido un adulto al que había que inmovilizar.

Ganas me dieron de exigirle que se callara, no lo hice finalmente para seguir atormentándome con los sufrimientos que debió haber padecido mi pobre hijo a manos de semejantes criminales. Me hubiera gustado en ese momento ser millonario para haberles pedido a los policías se dedicaran única y exclusivamente a buscarlos para darles la muerte que merecían. Sabía que habrían aceptado con gusto, y darme cuenta de ello me hizo sentir más rabia contra el mundo. No podía darme esa satisfacción, la única que tenía algún significado. Mi desdichada Esperanza me había dicho la noche anterior que había soñado a Juanito cayendo a un profundo barranco, y que nadie podía ayudarlo a pesar de sus gritos pidiendo auxilio. Antes de despedirme me dijo que estaba segura de que no volveríamos a ver a nuestro hijo con vida. Dijo estar resignada, pues era la voluntad de Dios. Yo le dije que no perdía la esperanza de hallarlo y tenerlo de nuevo en la casa para no separarnos más de él. Movió la cabeza y me dio la espalda.

Cuando le dije que su sueño había resultado una premonición, en vez de llorar como yo lo suponía, agachó la cabeza y no dijo nada. Dio media vuelta y se metió a la recámara de Juanito, donde permaneció encerrada el resto del día. Yo no la seguí porque me hubiera desgarrado el alma ver los objetos de mi hijo ya sin su presencia en este mundo. Por mi parte me fui a la cocina a rumiar nuestra desgracia bebiendo café hasta la madrugada. Pensé todo el tiempo en el infortunio de Juanito de haber nacido en México en esta época tan inhumana. Yo había tenido la fortuna de nacer en tiempos mejores, cuando no había problemas de tanta inseguridad como ahora. Me lo reproché en silencio, como si hubiera sido culpable de una circunstancia ajena a mí.

El poder recuperar los restos de Juanito representó otro vía crucis, que pude sortear con el poco dinero con que contaba. Tuve que pedir prestado dinero a mi suegra para poderlo enterrar. Por fin ya descansa en paz, lo que me consuela, porque al menos yo nunca ya podré hacerlo, interesado como estoy en mover cielo y tierra hasta dar con los criminales que no tuvieron un mínimo destello de humanidad al momento de quitarle la vida a mi pobre hijo. No busco venganza por el afán de hacerlo, sino para evitar que otros niños indefensos sufran lo que sufrió Juanito a manos de unas hienas insensibles que seguramente ni se deben acordar del crimen que cometieron. Apenas contaba con diez años mi pobre Juanito.



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