ESCENARIOS DE LA DESCOMPOSICIÒN
El último deseo
GUILLERMO FABELA QUIÑONES
TODO ESTABA PREVISTO para recibir al presidente Castillo, menos su estado de ánimo, que parecía decaer a medida que los dolores arreciaban. Había pasado una noche de molestias interminables que presagiaban lo peor, aun cuando para él lo peor era seguir con vida. La metástasis se había presentado muy pronto, sin darle tiempo a concluir planes largamente meditados.
NO HABÍA NADA QUÉ HACER, más que esperar una muerte bienhechora que pusiera fin a una agonía insospechada. Su resignación era un valioso sostén que le hacía menos pesada la absurda carga de seguir con vida. Sin embargo, más absurdo aún era morir en el momento menos propicio. La inoportunidad era evidente, pues nunca como ahora tenía tantas posibilidades de servir a Dios y al país, en ese orden, gracias al triunfo de su partido en elecciones muy competidas que demostraron la fragilidad de la democracia, así como la necesidad de adoptar medidas más radicales que garantizaran la permanencia de su grupo al frente de las instituciones. No poder ayudar al Presidente en tan importante cometido le resultaba más intolerable que los dolores que lo quemaban por dentro.
Miró el reloj colocado en el buró del lado derecho de la antigua cama con dosel. Marcaba diez minutos para las ocho de la mañana. Sintió alivio al percatarse de que faltaba muy poco para que llegara el presidente Castillo. No había podido dormir en espera de la tan ansiada visita, a pesar de las altas dosis de tranquilizantes y de medicamentos que lo mantenían adormilado. No había querido tampoco que nadie lo acompañara, ni siquiera su esposa, quien salio de la espaciosa recámara con un pesado nudo en la garganta.
En más de treinta años de matrimonio bendecido por Dios, era la primera vez que lo dejaba en completa soledad. Accedió a la orden terminante con dolor en el alma, pero de manera resignada al pensar que no debía oponerse a los deseos de un moribundo. Caminó hacia el altar empotrado en un costado del vasto aposento, coronado por una imagen de tamaño natural de la Virgen de Guadalupe, se hincó y persignó antes de salir. Quizás esa fuera la última noche que pasaría con vida su esposo, acompañando con su presencia estimulante a toda la familia. La señora, de porte distinguido a pesar de sus muchos desvelos y cansancio, se sobrepuso a sus primeros pensamientos al estar plenamente segura de que su marido jamás se quitaría la vida. Menos aún cuando tenía un enorme interés en conversar con el Presidente Castillo, charla que para él tenía más trascendencia que confesarse con el Cardenal, o que la elaboración de su testamento, deberes que ya había cumplido metódicamente para quitarse un gran peso de encima. Pero hablar con el jefe del Ejecutivo significaba reconciliarse con la vida, una última oportunidad de servir a Dios y al país que debía aprovechar al precio que fuera, incluida la necesidad de sobreponerse a la muerte pese a los designios del Altísimo. Tuvo la osadía de decírselo así al cardenal Rodríguez, al final de su confesión, quien comprendió y apoyó al moribundo en su deseo, plenamente justificado en tanto que nadie como él tenía la autoridad moral y experiencia para darle al Presidente Castillo consejos invaluables, indispensables a estas alturas de su sexenio. El propio Cardenal lo había alentado a no desistir de tal empeño, y le había dicho que tan de acuerdo estaba que él mismo gestionaría la visita.
- No creo que se niegue, sabiendo que no contamos con tiempo para que te pueda escuchar.
Así había concluido después de confesarlo y darle la absolución tan apetecida. Por eso no dudaba que el jefe del Ejecutivo cumpliría su palabra. Lo había confirmado su secretario particular, un antiguo correligionario y amigo entrañable a partir de sus muchas afinidades ideológicas, que se habían afianzado cuando él fuera secretario de Gobernación y el ahora secretario particular del presidente nada menos que embajador en el Vaticano. Recordó que había sido el primero en felicitarlo por tan alta distinción, expresarle sus parabienes y la necesidad de que aprovechara la oportunidad para estrechar los lazos de amistad con el Papa, fiel amigo del pueblo mexicano.
Se olvidó de sus dolores al ver entrar a su esposa y mirar que mostraba una media sonrisa en su bello rostro ya marchito por los años y una vida dedicada al cuidado de sus muchos hijos. Adivinó que le traía la noticia de la llegada del presidente Castillo. Trató de incorporarse en el lecho, apoyándose en el codo, pero desistió del esfuerzo al percatarse del daño que le provocaba cualquier movimiento. La dama se acercó diligentemente, le colocó una almohada más debajo de la espalda y le dio la noticia tan esperada:
- El señor Presidente acaba de llegar. No creo que puedas bajar a recibirlo en tu despacho. Le diré que me haga el favor de subir.
Contra sus deseos, aceptó con un leve movimiento de cabeza. Pidió a la mujer abriera las ventanas para que entrara aire fresco y salieran los malos humores nocturnos, que sabía eran nauseabundos de acuerdo con los gestos de asco que hacía la anciana y antigua sirvienta que lo ayudaba en sus menesteres cotidianos. Le hubiera gustado recibirlo con la mayor cortesía, de acuerdo con el alto honor que le estaba haciendo de visitarlo. Quiso llorar pero se sobrepuso, pues quería dar la impresión de mantenerse ecuánime a pesar de su situación. Se le hicieron eternos los minutos que tardó el Presidente Castillo en llegar a la recámara.
Al verlo entrar sonrió como en sus mejores tiempos, sobreponiéndose a los dolores que a esa hora debían ser calmados con las primeras dosis de morfina. Le había exigido a su esposa que esperara hasta que el mandatario se hubiera marchado, pues deseaba estar completamente lúcido al momento de charlar. No le molestó la cara de sorpresa del presidente Castillo, quien no atinó a saludarlo de inmediato. Se quedó parado en medio del cuarto, estupefacto ante la presencia de un hombre totalmente aniquilado por la enfermedad. La mujer se le acercó para invitarlo a tomar asiento en un sillón forrado de terciopelo color púrpura colocado junto a la cama. Fue entonces cuando el presidente Castillo salió de su estupor, mostró serenidad y avanzó los metros que lo separaban del enfermo. Al pasar enfrente del altar se persignó mecánicamente y continuó avanzando. La dama salió con pasos escurridizos, sin siquiera preguntarle al poderoso visitante si deseaba un café o beber algo. No lo hizo por recomendación expresa de su marido y porque se dio cuenta de un gesto de repugnancia del visitante, apenas visible para ojos muy atentos.
- Me da mucho gusto saludarte, José María, gracias por invitarme a platicar aunque sea unos pocos minutos. El Cardenal Rodríguez me hizo saber que desgraciadamente tu enfermedad va de mal en peor, sin embargo los adelantos de la medicina hoy en día nos permiten esperar verdaderos milagros.
Lo escuchó apenas, sabiendo que no debía perder tiempo. Los dolores comenzaban a mortificarlo a grado tal que sería inevitable no poderlo disimular.
- Muchas gracias, señor Presidente, por haber venido… no sabe la alegría que me da poder saludarlo.
El presidente Castillo hacía esfuerzos por evitar el asco y el fastidio de estar junto a un moribundo que ya nada podía aportar a su gobierno. Sin embargo, había aceptado visitarlo por condescender con el Cardenal Rodríguez, a quien debía favores inestimables que estaba obligado a pagar.
- Déjate de ceremonias, José María, nos conocemos de toda la vida, no sólo en el Partido sino a nivel familiar. Con mucho gusto estoy aquí, en retribución a lo mucho que le diste a la causa y como amigos que somos.
Se dio cuenta que tenía razón el ahora poderoso político, así que sin más preámbulos le dijo que había querido conversar con él para darle algunos buenos consejos. Estaba en posición de hacerlo, dijo, porque se encontraba al borde de la tumba, y además por el imperativo de hacerle el último servicio al amigo, el Presidente de la República. Después de superar un acceso de tos que lo hizo lagrimear involuntariamente, dijo:
- Perdóname si no me ando con rodeos y te tuteo, pero lo que menos tengo ahora es tiempo. Me parece que tienes la obligación de actuar como un jefe de Estado, tal como lo exigen las condiciones del país… Es preciso no perder el tiempo, como desgraciadamente lo hizo Vicente por dejarse influenciar por su mujer, pues creo que será muy difícil conservar el poder si no actúas con la firmeza que reclaman las circunstancias… Estás obligado a responderle a Dios y al país con lo mejor de tus capacidades, que son muchas, como lo has demostrado a lo largo de tu trayectoria, no obstante tu juventud… No tendrás otra oportunidad como esta en la vida, por eso debes tener muy claro el móvil y las metas de tu gobierno… Con absoluta sinceridad, creo que vas muy bien, estás demostrando carácter a la hora de tomar decisiones… Así debes seguirlo haciendo, sin temor a las críticas, que seguramente irán en aumento en la medida que sigas actuando con la misma firmeza… Aún sigue habiendo comunistas que quisieran vernos derrotados, tengo una lista muy completa que mandé hacer cuando fui secretario de Gobernación… Acaba con ellos ahora que puedes hacerlo, no les des tregua porque luego no te los vas a poder quitar de encima… ¡Aniquílalos ahora que puedes!...
Se interrumpió momentáneamente por otro acceso de tos, que obligó al Presidente Castillo a tratar de ayudarlo, entregándole su propio pañuelo que ya no aceptó cuando se lo quiso regresar.
-Te entiendo perfectamente, José María, ten la seguridad que sabré estar a la altura de mi deber… Yo mejor que nadie sabe de la importancia de no darle tregua a los enemigos, por eso estoy combatiendo al crimen organizado con toda la fuerza del Estado. En cuanto a los comunistas que aún quedan, como el loco de López Obrador, sé muy bien cómo combatirlos. No te preocupes, puedes estar seguro de que me aseguraré de conservar el poder por lo menos el tiempo que lo disfrutó el PRI… Ahora debo ya retirarme, pues tengo un desayuno con los “comunistas” entre comillas que me están ayudando a terminar con López Obrador… Con ellos bien maiceados no hay necesidad, todavía por lo menos, de usar otros procedimientos.
Se incorporó del mullido sillón y sobreponiéndose a su asco le tendió la mano al moribundo. Este, en vez de estrecharla se ladeó con notable esfuerzo para sacar del cajón del buró un pesado legajo engargolado. El presidente Castillo se vio obligado a realizar un brusco movimiento para evitar se le cayera al piso de fino parquet. Lo tomó con las dos manos y sin echarle una ojeada se lo colocó entre el torso y el antebrazo. Hizo una leve inclinación para despedirse y dio un paso hacia atrás. Con inocultable esfuerzo, el moribundo volvió a recostarse en el lecho; tosió levemente antes de hablar.
- Lo más valioso de esta información que te llevas es la que se refiere a gente nuestra… hay algunos que uno considera muy leales y son en realidad unos traidores… lo mismo les daría participar en un gobierno enemigo… esa gente no es confiable, ten mucho cuidado pues te pueden dar una cuchillada por la espalda… Rodéate de gente de tu total confianza, pues los enemigos están donde menos lo esperas… Acércate más al Cardenal Rodríguez, es un hombre que conoce muy bien los entretelones del sistema político.
No pudo continuar, su rostro tomó una palidez extrema y entornó los ojos al tiempo que su boca se contraía en un rictus grotesco. El Presidente Castillo se alarmó al verlo, pero se sobrepuso y salió de cuarto a grandes zancadas. Sin cerrar la puerta avanzó unos cuantos pasos por un corredor en penumbras. Dio vuelta a su derecha al llegar al final y se topó con la esposa de José María, otrora influyente ideólogo de su partido. Sin mostrar el horror que lo embargaba se despidió de la mujer con un beso en la mejilla. Antes de continuar su camino hacia la puerta de salida de la mansión de clásica arquitectura afrancesada, dijo:
- Me da mucha pena ver que ya nada se puede hacer por José María… espero en Dios que ya no sufra más… Voy a ordenar se les otorguen todas las facilidades del caso para que tú no tengas que batallar tanto… Despídeme de tus hijos, diles que cuentan conmigo para todo lo que se les ofrezca.
El presidente Castillo salió de la casona de pésimo humor. Estaba convencido de que había sido una costosa pérdida de tiempo la visita a José María Ledesma Corral, prominente abogado patronal que por azares del destino había sido un poderoso funcionario del gobierno anterior. Avanzó hacia su vehículo blindado, antes de subir entregó a un ayudante vestido de civil el pesado legajo, sin decir una palabra. La comitiva presidencial se alejó velozmente por las calles de la colonia Roma.
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